- Yo no puedo hacer nada: el Silencio ha venido a buscarlo.
Tras decir esas palabras se derrumbó sobre la mesa. Sus alarmados acólitos la trasladaron de inmediato a su habitación, donde permaneció hasta bien entrado el día siguiente.
Al recobrar el conocimiento, lo primero que hizo fue llamar a la condesa. Ambas mujeres permanecieron a solas durante varias horas.
Lamentablemente, la condesa no nos ha dejado un relato escrito de su conversación de aquel día, pero se sabe que en varias ocasiones la calificó de momento decisivo de su vida.
Es discutible, sin embargo, la influencia real que Mme Salminen ejerció en la vida posterior de su discípula. Por ejemplo, cuando atribuyó a dicha influencia sus innovadores trabajos de excavación en primitivos emplazamientos arqueológicos maniqueos y nestorianos de Asia central, Nepal y Bengala, sus amigos supusieron que era simplemente una forma de hablar, el homenaje de un discípulo agradecido. Pero en su defensa de las enseñanzas de Valentinus, el filósofo alejandrino de comienzos de la era cristiana, se inclinaron más a aceptar sus afirmaciones en el sentido que les daba. Cuando aseguró que Mme Salminen fue quien le había revelado la verdad de la cosmología valentiniana, en la cual los dioses últimos son el Abismo y el Silencio, el uno masculino y el otro femenino, el primero símbolo de la mente y el otro de la verdad, pocos discutieron su exposición del asunto, pues tales creencias no merecían sin duda una explicación prosaica.
Sin embargo, pese a estar acostumbrados a sus excentricidades, sus amigos sintieron verdadera preocupación cuando se trasladó a Egipto a finales de los años cuarenta, en busca del emplazamiento más sagrado del antiguo culto valentiniano: el santuario perdido del Silencio. Algunos recordarían más tarde, después de su desaparición, que muchas veces había comentado una descripción que le había hecho Mme Salminen: la de una aldea al borde del desierto, con palmeras de dátiles y cabañas de adobe y norias chirriantes.