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III

El memorioso declara lo bien que lo educaron y lo malo que intentó ser

No cabe duda de que recibí lo que se dice una esmerada educación. Incluso he pensado que a lo mejor mi temperamento sosegado se debe a esa falta de errores en la crianza. Mis difuntos padres eran personas cultas que tuvieron, por lo poco que llega a saber un hijo, un matrimonio armonioso. En mis años de infancia y primera juventud tuve un preceptor y una monjita que me brindaron los primeros rudimentos culturales. Aquel era laico y liberal, aunque sin arranques de rebeldía, y ésta, obviamente, católica, pero nada mojigata. No recuerdo ningún castigo severo de parte de mis padres. Fuera de mi falta de apetito, que los preocupaba un poco, decían de mí que era un niño formal y aplicado. Siempre fui supremamente manso y por temperamento dispuesto a transigir. Sin ser perezoso o indulgente conmigo mismo, fui siempre paciente y tolerante con los demás. Desde muy pronto acogí entre mis lemas el consejo cristiano de sufrir con paciencia las imperfecciones del prójimo.

En el colegio, sin llegar a ser nunca el primero de la clase, estaba más cerca del alumno brillante que del crapuloso. Me iba bien en los exámenes a pesar de que no copiaba. Y no porque me propusiera ser honrado, sino porque desde entonces ya sabía que por lo general lo que se logra copiar en los exámenes son los errores del otro. Si algún problema tuve durante el período escolar, fue una persistente sospecha de hipocresía. La monjita de compañía me explicaba que a veces la virtud despierta envidia. Más cómodo que tratar de acercarse a la bondad del otro es poner en entredicho que la suya sea virtud auténtica. Pero nunca pretendí desmentir las sospechas de mis compañeros. Al contrario, con el ánimo de consolarlos en la exactitud de la imagen que de mí se hacían, emprendí travesuras que no me atraían ni me interesaban. Hice maldades con el único fin de no ofender a los demás con mi buen comportamiento. También, debo admitirlo, porque me daba cierto fastidio que me apodaran Don Perfecto. Ese deje de crítica en el sobrenombre, esa sombra de duda, la sospecha insinuada de un fingimiento de fondo, eran mi único problema en el colegio.

Es cierto, a veces los profesores y alumnos se aprovechaban de mi condición bondadosa y de mi ánimo condescendiente. Llegaban a abusar de mi disposición de servicio y en secreto me tomaban el pelo cuando creían sacarme alguna ventaja. Pero de estas bromas no quise nunca darme por enterado, ya que creía injusto privarlos del gozo de mi ingenuidad. De todas maneras, si mucho se insiste en la bondad, y uno se empeña (así sea sin esfuerzo) en ser generoso y servicial, si uno no alza la voz para contestar y está dispuesto a ofrecer cuantas mejillas sean necesaria, a la postre crea más resistencias que admiración. La imagen de la virtud es en ocasiones más odiosa que la de la infamia. Fue así que en el colegio debí amargar la pídora de mi buen comportamiento y confesar, como ya dije, pecados que no había cometido, o bien cometer faltas que me repugnaba cometer. Pero también 'repugnar' es un verbo exagerado; diré más bien que el mal me ha dejado siempre indiferente. No me atrae, no lo necesito, nunca me ha hecho falta robar o fornicar o hacerle daño a nadie o desear las mujeres de mi prójimo.

De mis malas acciones apenas si guardo memoria. Poco remordimiento dejan las maldades cometidas sin la intención de hacer el mal. No por esto la maldad inmotivada deja de tener un no se qué de diabólico. Recuerdo que nuestro profesor de castellano tenía dificultades con la ortografía. Por eso, mientras hacíamos un ejercicio de composición en clase, yo levantaba la mano para preguntar la ortografía de palabras de las que estaba perfectamente seguro, pero que ponían en aprietos al profesor: "Perdón, profesor, ¿cómo se escribe erudición?" Y él caía en la trampa de la doble ce. Si preguntaba por estremecer o por torácico no fallaban los resbalones en la equis, por no decir la jota en cirugía o la espúrea e de la palabra espuria. Pero yo no gozaba con sus gazapos inocentes, lo juro, y no era mía la alegría de los pocos compañeros que se daban cuenta de mis fingidas inquisiciones. No me interesaba el provecho del prestigio que podía ganar entre mis compañeros; quería solamente, con torpeza, contentar la lengua. Y digo con torpeza pues en ese entonces yo no había pensado ni escrito todavía uno de mis primeros aforismos: "Las faltas de ortografía son el mal aliento de la escritura". ¿Y qué satisfacción podemos sacar de pedirle a alguien a quien le apesta la boca que nos respire en la nariz? En adelante he luchado por ser menos brillante y más inteligente.

Otra crueldad, nefanda en este caso, consistía en calentar al profesor de religión. Su homosexualidad era un secreto que circulaba a voces por todo el colegio. Al final de la clase, después de dos horas dedicadas a denunciar la pérdida de los valores, la caída de una ética integérrima, la perdición del mundo, tenía cierto encanto acercarse a su escritorio y como por error apoyar el pubis contra su costado. Ese rubor de los cachetes, ese aletear de las manos, ese irresistible entreabrir y entrecerrar los muslos, eran los signos evidentes de su excitación. El alumno modelo que, todo inocencia, cara de angelito, le hacía preguntas sobre la decadencia moral, era también el vehículo de su perdición. De estos dilemas insolubles estaban llenas las noches insomnes del profesor de religión. Pero tampoco en estos casos me deleitaban las risas cómplices de la mayoría de mis compañeros, que se daban cuenta del embaucamiento. De esta premeditada malevolencia conservo un recuerdo parecido al remordimiento.

Fui cómplice, también, de cochinadas repugnantes y gratuitas. Como escarbar con otros compañeros en las fiambreras de los estudiantes más zonzos, desdoblar las hojas de plátano en que estaban envueltos los tamales, abrir la masa de maíz por un costado, escupir entre el tocino y las alcaparras, volver a poner todo en su sitio y observar después, llenos de hilaridad, en el recreo, el deleite inconsciente con que los majaderos masticaban los bollos aliñados con salsa de saliva ajena. Disfrazada de viril franqueza, pero de hecho con una perversidad llevada a extremos más sofisticados, no faltaba quien informara al burlado, cuando había acabado, de la presencia encubierta y engullida del gargajo.

Ese encumbrado colegio particular donde recibí mi primera educación era sobre todo un templo de farsantes. Empezando por mí, como ya he dicho, que para adecuarme debía inventar pecados nunca cometidos y cometer maldades nunca deseadas. Bueno, para decir la verdad, cometía y reincidía en un pecado que nunca me pareció tal. Y era leer cualquiera de los libros que encontraba en la biblioteca de mi casa. Allí hallaba el gusto que jamás me dieron las lecturas obligatorias del colegio, que si bien recuerdo se limitaban a ediciones censuradas del Lazarillo, más mutiladas aún que el Lazarillo castigado; la María sin besos y sin la apología de los negros, y algunos capítulos de El carnero que no sé cómo conseguían expurgar. Los clásicos, había que leer a los clásicos, pero éstos, para ellos, eran si mucho algunos soporíferos Autos sacramentales de Calderón.

En esto de las lecturas recuerdo que tenía el apoyo de mi padre, quien a veces me llamaba a su presencia y me decía con un solemne gesto pontifical de origen iluminista que intentaba abarcar con el brazo toda su biblioteca: "Lee lo que quieras pues los libros que no sean apropiados para tu edad, simplemente no los vas a entender, te vas a aburrir con ellos y vas a pasar a otros hasta encontrar los tuyos".

Recuerdo, con horror, uno de esos pecados de peligrosa lectura. Gracias al permiso paterno yo ostentaba en el colegio los títulos prohibidos, hasta que un pequeño auto de fe me enseñó a ocultar mejor mis preferencias. Sin entender un chorizo lo que ahí estaba escrito, pero por llevar la contraria, un día me presenté en el recinto del colegio con un libro de la biblioteca de mi padre: La gaya ciencia . El capellán, con una sonrisa de interés, me lo pidió prestado. Pasaban los meses y no me lo devolvía, hasta que por fin me atreví a preguntar por el libro. El padre me dijo: "Hay libros que indigestan nuestra mente. Por el solo hecho de poseer un libro de ese tudesco depravado, ya hemos caído en tentación, si no en pecado. No voy a devolvértelo. Aunque quisiera no podría pues te hice un favor. Lo quemé. En la mitad del patio del colegio hice una pequeña hoguera con mis propias manos, y lo quemé". Ah, si el Gaspar Medina de esos días hubiera sido aún más desobediente y hubiera leído toda la biblioteca de su padre, habría podido contestarle con una frase de Quitapesares: "Los que queman libros, tarde o temprano, llegan a quemar seres humanos". Pero ese que yo era se quedó mudo ante la noticia de la hoguera del capellán mayor.

Recuerdo también la expulsión de uno de mis compañeros. Se llamaba Juan Jacobo Rodó y era uno de los internos, pues su familia vivía en el Valle del Cauca. Toda la vida de Juan Jacobo, ahora puedo decirlo, llegaría a ser una cadena de persecuciones; su rebeldía no tuvo nunca precio. Pero de la cadena de actos heroicos de Juan Jacobo, el iluso, hablaré en otras memorias, si me quedan fuerzas para escribir novela comprometida. Ahora quiero contar tan sólo el primer episodio de represalias absurdas en su vida.

Juan Jacobo, una noche, se llevó al cuarto y a la cama a una noviecita que se había conseguido en el barrio obrero que quedaba por los alrededores del colegio. Lo descubrieron en flagrante delito (que es como decir con él adentro), escucharon sus imposibles descargos en la comisión de disciplina y luego lo expulsaron. Juan Jacobo me contó, con rabia, que meses atrás lo habían descubierto en la misma cama y similar postura (aunque distinto orificio) acostado con un compañero del internado. Y él y yo sabíamos que a muchos otros internos y externos los habían pillado masturbándose juntos en los baños. Nunca había pasado nada, salvo tibias admoniciones. Cuando le comunicaron la decisión irrevocable de expulsarlo, Juan Jacobo intentó alegar la incongruencia del castigo en los dos casos. El padre rector lo llamó aparte para decirle: "Hombre, Rodó, la solución es muy sencilla: los jovencitos no quedan preñados".

Ni él ni yo sabíamos que en los colegios para ricos es más importante enseñar a proteger el patrimonio que el pudor; no era una cuestión de moral sino un asunto práctico: acostarse tan jóvenes con una adolescente pobre podía llevar al embarazo, a una carrera truncada, al matrimonio con una persona de menor rango. Recuerdo cuánto nos ofendimos Juan Jacobo y yo por una acción que considerábamos de doble moral. Nosotros creíamos que ciertas instituciones habían sido erigidas con un temple ético inmune a la doblez; no habíamos leído todavía ciertos libros y cometimos el craso error de atacar a la Iglesia sin comprender, como comprendió Quitapesares (también demasiado tarde), que en realidad la Iglesia es una potente corporación a la que mucho conviene permanecer afiliados.

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