De la embriagada relación que tuvo don Gaspar Medina con la política, a más de una amena experiencia conventual
Aquel expatriado cincuentón, de repente instalado en una mansioncilla de la lluviosa capital del país donde nació; aquel exiliado por propia voluntad, aquel fugitivo de vuelta a la pocilga del terruño patrio; aquel hombre maduro enfermo de inmadurez, que se empezaba a quedar calvo, todavía doblado por el dolor de quince años de exhaustivo recuerdo de la mujer que brevemente amó; aquel Gaspar Medina (Urdaneta por imposiciones bautismales), con ánimos de dictador o tirano iluminado, con nostalgias de restauración y sobre todo con tedio de la vida, incursionó en política.
Finalizaba el Frente Nacional y empezó o empecé por citar a una reunión con lo más granado de los líderes políticos locales. A la media hora de conversación sobre nada, el honorable senador Equis, interlocutor imprescindible, estaba borracho. Su lacayo, representante a la Cámara, estaba borracho. El ministro de Educación estaba borracho. Su moza y vicemi-nistra de lo mismo estaba borracha. El presidente de la comisión segunda del Senado, estaba borracho. El aguerrido concejal de izquierda estaba borracho. El coronel (r) Armando Armando, estaba borracho. ¿Habría algún político, en algún rincón del país, que no estuviera borracho? No creo. En ese entonces, y quién sabe hasta cuándo, los políticos de mi país, o estaban borrachos o se iban a emborrachar o estaban durmiendo la borrachera o en ultimísimo caso estaban pasando el guayabo.
Yo, Gaspar Medina, y sobrio, a pesar de todo les seguí hablando por meses de mi proyecto para hacer del país un potrero menos salvaje. Un proyecto que de proyecto no tenía ni el nombre; en realidad los arengaba con frases tomadas de Laureano, de Gaitán, de López Pumarejo, de Santander, de Bolívar, de Martí. Hacía mis discursos como un rompecabezas, como un collage, intercalando frases de uno u otro, una tras otra, para complacer a todas las tendencias. Traducía también, del italiano, fragmentos de Mussolini y de Togliatti; del argentino, tiradas de Perón; del guaraní, disparates de mi tocayo paraguayo, Gaspar de Francia, y los metía en esa sopa de letras sin cabeza ni pies. Pero nadie me oía de verdad; todos estaban borrachos.
Me hacían, eso sí, homenajes en los clubes. Los cobraban a no sé cuántos pesos por cabeza, que iban a parar a los bolsillos de los oferentes pues a mí me pasaban la cuenta de los whiskies, del alquiler del salón, de los camareros, de las flores, de los pasabocas y comidas, de todo. El Senador Equis, oferente mayor, desde su cara de sapo, abotagado y rojo por decenios de aguardiente, disparaba el discurso en que me presentaba como el nuevo salvador de la patria. "¡Poor-quee el doctoor Gaspar UUUrdaneetaa es un soo-fiaaddooor, ees uuun quiiiiijooooteee!" Y yo, queriendo corresponder a su semblanza, contaba la novela del Curioso impertinente o la aventura del rebuzno, con poco éxito, por supuesto, entre la concurrencia de borrachos iletrados que pedían más whisky, más ron, otro aguardiente.
Hasta que un día se me aflojó la lengua: "Honorables ministros y senadores, honorables representantes, amables concejales, diputados, gobernadores y alcaldes, este país está siendo manejado por una manada de borrachos: ¡todos ustedes!" Un instante de estupor, pero de inmediato todos los borrachos aplaudieron. ¿Qué hacer entonces? En vano consulté a Vladimir Ilich, como me aconsejaban, borrachos, los estudiantes de la Nacional: me dormía en el párrafo tercero. Maquiavelo, Montesquieu, Weber, a todos consulté en vano. El público era inmune a las palabras: dijera lo que dijera, si repartía suficiente trago, me aclamaban los discursos, me iba bien en política.
El senador Equis me miraba con su cara de sapo, abotagado. No podía entender qué era lo que yo pretendía repartiendo tanto whisky. Llevaba meses en ese plan, no sólo sin ahorrar ni un centavo, sino, sobre todo, sin pedir Aingún puesto, ningún favor, sin proponer chanchullo alguno. Y yo no podía explicarle que tan sólo buscaba huir de los recuerdos (es decir, de ese pantanero amoroso en que me había sumergido Pietragrúa) hundiéndome en el fango de la política, aunque en realidad la política me aburría más que leer una novela costumbrista serbocroata. El senador Equis, medio borracho, abotagado, me miraba fijamente con su cara de sapo: "Doctor Urdaneta, ¿usté qué es lo que quiere?"
Propuse en mis discursos, por aburrido y para ver qué pasaba, iniciativas que me soplaban las lecturas de Swift: prohibir la importación de whisky, la transmisión radial de los partidos de fútbol, la circulación pública de las mujeres encinta, la producción de ron en los departamentos de la Costa, de chicha en las cordilleras del interior y la venta de cerveza en todos los puertos fluviales. Si había repartido suficiente trago, me aplaudían. Propuse esterilizar a todas las niñas pobres: me vitoreaban, borrachos. Vasectomizar a los candidatos presidenciales y exiliar perpetuamente a los hijos de los expresidentes: me aclamaban, ebrios, todos; hasta los hijos y nietos de los expresidentes. Sostuve que sería menester castrar a los violadores, amputar la mano a los ladrones, cortar la lengua a los calumniadores, sacar el ojo derecho a los mirones: recibí embriagadoras ovaciones. Restablecer la esclavitud, abolir la pena de muerte (que ya estaba abolida hacía lustros), poner el matrimonio obligatorio a los veintiocho años para los varones y a los veintidós para las hembras: oí vivas y vivas con vivo tufo alcohólico.
Un día, en un coctel con terratenientes, proponía la cadena perpetua para los guerrilleros; al otro día, en un barrio obrero, la apertura de las cárceles y la liberación de todos los presos políticos: salva de aplausos por parte y parte. Un día abolir el concordato, al siguiente entregar un Volkswagen a cada sacerdote católico; aleluyas por parte y parte. Si repartía whisky, era imposible no tener éxito con cualquier cosa que dijera, bárbara o sensata, recta o siniestra, turbia o cristalina.
No era difícil imaginar cómo alcanzar el poder en una tierra de borrachos. ¿Con votos? Bah, en este país el poder se compra con litros de aguardiente en los pueblos montañeros, con garrafas de ron en la costa y con botellas de whisky en los clubes de la gente de mi clase. Me hice amigo de todos los gerentes de las licoreras, de los inspectores de rentas, de los supervisores de la chicha, de los distribuidores y fabricantes de cerveza, de los importadores de whisky. Para manejar este país (descubrí la estrategia) era necesario controlar sus fuentes de veneno, sus fábricas de alcohol.
Aquello se fue volviendo, discurso tras discurso, un delirium tremens colectivo. Editorialistas beodos como cubas, periodistas alcohólicos, locutores que amarraban las perras al guayabo, todos hablaban bien de ese fenómeno político regresado de Italia con los ímpetus de los mejores oradores romanos. Cicerón de los Andes, me decían, esos dipsómanos que pasaban del letargo a la euforia con los chorros de líquido que yo les repartía. De pueblo en pueblo me seguía una turba con arcadas y con hipo; de pueblo en pueblo mi caravana transportaba pancartas y botellas.
Y todos estos pueblos, envueltos en semejante tufo alcohólico, me parecieron iguales.
Menos uno, el de mis antepasados Urdanetas. Amena fue, sin duda, la estancia en aquella encumbrada población de los Andes, cuna de mis bisabuelos y cuyo nombre no me conviene mencionar ahora. Durante la embriagadora campaña electoral era necesario pasar una tarde en aquel pueblo para tratar de convencer a tres o cuatro mil almas de que votaran por mí.
El pueblo que no nombro, con seis mil electores, votaba en un 96% por el Partido conservador, gloria sangrienta de mis ancestros, y existía el problema de que yo me había aliado, por estrategia electoral, con senadores liberales. Hube, pues, de prolongar mi permanencia allí por más tiempo, ya se verá por cuál motivo, pero con el pretexto de convencer a mis paisanos de que cambiaran momentáneamente de partido.
Para lograr esto, la vía obvia fue ponerme en estrecho contacto con las autoridades religiosas locales, con el clero. Lo primero que hice fue hospedarme en el convento de las madres de Marie Poussepin, donde también moraba el capellán del pueblo y mandamás del clero local. Hablé con la reverenda madre superiora, le expresé mi deseo de fomentar desde ese mismo instante la educación de las niñas campesinas, y le giré un sustancioso cheque a favor de la fundación que financiaba el internado de jovencitas. Lo firmé con gusto, pues en toda la campaña mis cheques habían ido a parar, indefectiblemente, en estancos de licores, licoreras o importadores de whisky.
Ah, cómo recuerdo a la reverenda madre superiora. Desde que nos vimos nos caímos bien; ella tomó una de mis manos, fría, entre las tibias manos suyas (sin poder reprimir ese tierno lugar común de "manos frías, corazón caliente") y nos miramos por largo rato a los ojos. "Doctor Medina, usted llegará muy alto, usted hará maravillas por la tierra de sus bisabuelos", me decía la madre mientras yo asentía sin sonreír, apretando los labios.
La reverenda madre superiora encargó a dos hermanas de mi cuidado y servicio. Eran dos gemelas idénticas, sor María y sor María (sus segundos nombres, ay, nunca pude aprenderlos) que no hacía mucho habían llegado del noviciado. Jóvenes y dulces, con esas caras rozagantes y esa piel impecable que se sueñan las actrices y sólo alcanzan las monjas. Era imposible distinguirlas, reconocer quién era cuál, y como siempre una de las dos estaba conmigo, pues no me desamparaban, yo opté por llamarlas simplemente sor María, a ambas. De aquellas piadosas mellizas guardo un hermoso recuerdo. Casto y santo recuerdo, caviloso lector y malpensada Cunegunda.
El reverendo padre capellán me cedió su propia alcoba en el convento. Esta era bastante amplia (si bien, con suma humildad, él la llamaba celda), llena de recodos y angostos recovecos, y estaba situada en el piso inmediatamente superior al de las habitaciones de las internas. Recuerdo que por aquellos días había en el colegio tan sólo cincuenta y tres niñas residentes. Era bonito asistir a la misa diaria, a las cinco y media de la mañana, y ver entrar en fila a esas cincuenta y tres doncellitas campesinas, venidas al pueblo de las veredas cercanas, que entraban silenciosas, peinaditas, recién bañadas, fervorosas, casi compungidas, al sagrado ambiente de la capilla.
Sus uniformes azules oscuros, bastante largos, sus blusitas blancas abotonadas hasta el cuello, su pelo todavía húmedo por el baño helado al que las obligaban antes de entrar a la capilla, sus prolongadas e inaudibles confesiones ante la rejilla del confesionario del capellán… Después de la eucaristía pasábamos juntos al refectorio donde se nos propinaban aquellos magníficos desayunos de pueblo (que por desgracia mi paladar no consigue apreciar) y en la mesa de honor, junto a sor María y sor María, junto al capellán y al lado de la reverenda madre superiora, desayunaban cada mañana seis internas distintas, escogidas por su buen comportamiento durante el día anterior.