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IX

En el que al discurrir sobre el nombre sucede un incidente somnoliento

Jacobo, Antonio, Jorge, Gaspar. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi padre, don Juan Esteban Urdaneta. Gregorio, Serafín, Elías, Benjamín. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi madre, doña Pilar Medina. Según un pacto en el que mi madre quedó ganando por un nombre, el nombre de pila de mi extensa partida de bautismo quedó pergeñado así: Jacobo Gregorio Benjamín Gaspar. Pero en la casa no se pusieron de acuerdo. Mi padre prefería llamarme Gaspar. "Querido Gaspar" en las cartas, ¡Gaspar! en las llamadas para mostrarme el regalo que me había traído del Perú. Y mi madre prefería llamarme Gregorio, Gregorio para acá y Gregorio para allá. ¿Y yo? ¿Cómo me llamo yo? Yo hubiera escogido llamarme Serafín, porque es el nombre que más se me parece. Pero como fue uno de los descartados, he acabado por llamarme Gaspar, según el deseo de mi padre. Y para compensar escogí el apellido de mi madre, Medina. Gaspar Medina. ¿Este es mi nombre? Pues sí, aunque jamás hubiera empezado este capítulo poniendo "call me Gaspar", como haría cualquier gringo. No, yo nunca estuve de acuerdo con mi nombre, pero llámenme así, Gaspar Medina, como ha quedado escrito. La pregunta de Quitapesares, ¿what is in a name?, es una de las que más me ha fascinado. Creo que cada persona acaba encontrando su secreto y verdadero nombre. Y voy a demostrarlo con la anéc…

He seguido dictando por más de media hora sin darme cuenta de que mi fiel secretaria Cunegunda Bonaventura, ya no estaba en este mundo. Andaba recorriendo en profundidad los hondos territorios del sueño. Dormida sobre los papeles, el lápiz aún en la mano y esa sonrisa ausente que tiene siempre que le dicto. Pero no ha soportado el sopor de mi soporífera explicación sobre el nombre y así, para la eternidad, se han perdido páginas seguramente luminosas sobre lo que hay detrás de un nombre. Oh, Cunegunda, bella durmiente, dormidora dormilona, algún día este descuido tuyo recibirá su merecido. Pero quizá te comprendo. Me he puesto a hablar como un libro, he perdido la dicha de contar historias y me he sumergido cada vez más en áridas reflexiones.

Para que no te duermas, lectora, lector, para que no se duerma Cunegunda, dejaré de divagar. No se vayan, no os vayáis. Ni te distraigas, copista de mis disparates. Incluso muy a mi pesar, incluso echando por la borda una de mis más firmes convicciones, ahora va a pasar algo.

X

Cuyo protagonista es el sacramento del matrimonio, con sus innumerables posibilidades y su consumada validez

Tal vez en una vida pueda faltar el amor, pero en un libro no. El amor es la sal de los libros, así como el adulterio es la sal del matrimonio, el matrimonio la sal del adulterio y la sal es la sal de la sopa. En mí, el amor ha sido siempre un ejercicio de la imaginación, un juego espiritual, una hinchazón del pensamiento y no ese retorcerse de vísceras ni ese intercambio de humores corporales y efluvios de la carne. Tampoco esa explosión de adjetivos enfáticos que engarzan los poetas. Nunca pude decir, definitivo como Melibea: "Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento". Ojalá. He amado la búsqueda, he amado el amor, aquello que no existe. Nunca pude, como otros, salvar la brecha que hay entre la realidad y el deseo, y se ha instalado en mí, para siempre, la desolación de la quimera. Me ha gustado más el labio que el beso, más el gesto que la mano, más la sonrisa que el gato. Y como estas memorias parecen convertidas en un presente continuo y no, como debieran, en un entrenamiento del recuerdo del viejo reblandecido que soy, diré que hace un rato, después de 72 años de larga soltería, he contraído matrimonio.

Sí, ¿de qué se quejan? ¿No acaban pues así las historias de amor? Pues yo voy a empezar por el final: esta mañana anudé el sacro vínculo matrimonial con mi infiel secretaria. Y como el adulterio es la sal de ese vínculo, la luna de miel la pasaremos acá, en esta biblioteca, con un cacique ojiazul (el hijo de mi cocinera) como instrumento de caricias y deleites del tálamo. He puesto a mis pies un colchón de blanda pluma y espejos por encima y por detrás para no perder los detalles del espectáculo de mi luna de miel con marido vicario.

Debo advertir varias cosas al lector. Si es menor de edad no podrá leer este capítulo sin peligro de que algo se conmueva en sus riñones. Galeotto fu il libro e chi lo scrisse . No se sabe bien por qué, pero hay madres y padres de familia que detestan y se aterrorizan con la masturbación de sus hijos. Los éticos progenitores saben que todo el mundo, y a lo mejor ellos mismos, se masturba o se ha masturbado o se masturbará. Pero el hombre civil es solapado por naturaleza. Si este es el caso de tus padres, joven lector, no dejes que te vean este libro, ni cuentes que lo estás leyendo. En caso de que te lo descubran, di que lo tienes para leña. Si el lector es adulto, queda advertido que aquí deberá someterse a ver escrito lo que él mismo, si es normal o anormal, ha hecho despierto o ha soñado dormido (y viceversa). Si no quiere ver escrito lo que hace y menos lo que sueña, salte de capítulo o arránquele las páginas. Si es persona morigerada y de rígida moral sexual, siga también las instrucciones anteriores. Quedan advertidos. El que me acuse de pornografía, querrá decir que quiso leer lo que sigue, ergo lo pornográfico, después de habérsele dicho que no lo hiciera. Nada de hipocresías: el que quiera leer lo hace por su cuenta y riesgo. El que no, salte al capítulo sucesivo, que esta historia de lechos poco le añade o le quita a mi morigerada vida de casto. Yo soy el primero que le resta importancia a la vida sexual. Nos han hecho creer que es el origen de todo, y qué va, es mera carpintería, como dice Quitapesares.

La señorita Bonaventura, no sé si poner la señora Medina, ha sido buena conmigo y se lo merece todo. No que una chica de su edad pueda ponerse feliz de casarse con un viejo como yo, por lo demás enfermo. Pero es esto último lo que hace de mí una elección certera. Yo moriré, a lo sumo, el año entrante. Pero me parecía mal dejarle al Estado (primer-mundista además) mis bienes italianos, mi pensión privada de vejez, mi seguro de muerte, y peor aún dejar a mi marea de sobrinos colombianos, las hectáreas de tierras de mi patria que todavía conservo; son ya asaz engreídos esos sobrinos agringados que tengo, como para aumentar sus ínfulas a fuerza de millones. Mi modesta, casta y humilde Cunegunda hará mejor uso de la fortuna de mis padres.

Bonaventura, Bonaventura bona, buena Bonaventura, ojos de gato azul, pechos de sirena joven, pelo de virgen prerrafaelita, a mi muerte y por el resto de tus días no tendrás que volver a trabajar. Sin mover un dedo el patrimonio que te dejo te rentará mensualmente más, muchísimo más de lo necesario para tu propio sustento, el de tu cacique degenerado y el de todos los hidalgos y caciques que te quieras conseguir por el resto de tu casta existencia. Sé que has hecho un buen negocio y yo voy a morirme pudiendo contar algo más: que me he casado. Que he llegado a las nupcias con la deliciosa Cunegunda, la del perfecto seno, la del vientre más acogedor, la del mejor regazo, la de más bella vulva, la de manos de encanto, la lozana, rolliza y apetitosa amante de este nuevo y viejo Cándido en que me han convertido mis días. No tendrás conmigo, eso sí, descendencia. Sabrás, amada Cunegunda, que ya estaba muy avanzado el siglo cuando leí de un nuevo invento: extirpando o interrumpiendo no sé qué conductos microscópicos, un hombre podía deshacerse del peso de su estirpe. Eso que mis congéneres veían como una humillante castración a medias, era para mí la panacea de una pesadilla: tener hijos; que un descendiente se me escapara por engaño o negligencia. Esta idea obsesiva, a lo mejor, la padecía para expiar un pecado de orgullo juvenil. Como ya he dicho, durante algún tiempo la vanidad me llevó a efectuar agotadoras y continuas (lunes, miércoles y viernes) donaciones de esperma. Demasiado tarde leí esa página de Quitapesares en la que denigra de los espejos y el coito, que reproducen a los hombres, y me convencí de la ingenua y terrible fatuidad de la descendencia. La nueva convicción me había llevado a usar siempre condón doble durante los coitos; recuerdo con agrado la mirada de sorpresa de las mancebas que compartían mi lecho al verme deslizar en el cipote un segundo preservativo después del inicial. Y no se crea que por esta precaución me permitía descargar mis humores dentro de ese oscuro recipiente, acogedor en exceso y por desgracia no siempre sementerio. Mis temores me llevaban a interrumpir el abrazo incluso con el par de condones puesto. ¿Y qué decir de los interminables lavados de asiento que recetaba a mis amantes, y de mi insistencia en el uso abundante de cremas espermicidas? La idea de tener un hijo era el terror de mis noches insomnes. Hasta que me llegó la noticia de esa operación definitiva que realizaban en Houston. A las pocas semanas ya estaba en Texas, en la lista de espera, por cierto no muy larga, de los primeros varones que se sometían al experimento, ya perfectamente coronado y demostrado en toros, chimpancés, conejos y marranos. Ninguno de estos animales, después de la operación, había perdido su potencia; pero todos se habían deshecho del fardo inútil de la fertilidad. A mí, la verdad, el mismísimo resultado de impotencia no me habría preocupado en lo más mínimo pues, como ya tengo dicho, de los trabajos del priapismo no probé jamás las consecuencias deleitosas. Lo había consultado y, de no ser por los problemas endocrinológicos que se derivaban, no habría dudado en hacer incluso como el famoso eunuco cantor de mi tío el arzobispo. No lo hice porque no me gustaba la idea de engordar como un novillo por el resto de mis días ni llegar así a convertirme en un humano y obeso buey seboso. Jamás entendí, eso sí, por qué los santos de mi Iglesia no llegaron, que yo sepa, a castrarse. Bien dice la Biblia que si el ojo derecho nos escandaliza debemos arrancárnoslo y tirarlo lejos; no necesito ser Jung para saber que ojo y falo ocupan la misma casa en el barrio de los símbolos. Si uno se arranca el ojo al observar unas nalgas, o se corta la mano después de tocarlas, no veo por qué no extirparse los famosos testigos de que somos varones y no hembras. Las obras de alta poesía son impermeables a las vulgaridades, pero en lenguaje pedestre el versículo sonaría de otra manera. Si tu virilidad se levanta en presencia de alguien que no sea tu mujer oficial (o en presencia de cualquiera, si tu esposa es la Iglesia), machácate en un cajón tus dos cojones. Es esto lo que quiere decir la Escritura (el Maestro o su escriba), como lo tiene muy claro el más obtuso de los hermeneutas.

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