Que trata de dos enfermedades curiales, de las bananeras y de un automóvil americano
Sumergido en este ejercicio que delata cierta debilidad nostálgica carente de importancia, estaba por olvidarme de las otras historias prometidas. Tarareando un aria de "Las bodas de Fígaro", voi che sapete , la preferida de mi tío, empezaba a adormilarme en el sillón de mi biblioteca, cuando he sentido el aliento tibio de mi secretaria cerca (demasiado cerca) de la oreja izquierda. Quería recordarme que al relato le falta la historia del carro y de los gringos. Advierto que el cuento es largo y menos edificante que mi historia, pero por el mismo hecho de ser sucesos ajenos, son también menos aburridos. Además, a estas alturas de mi desmemoriada biografía, no debe haber un único protagonista; todos tienen derecho a que se sepan sus cuentos. Los intercalo para que mi querida secretaria Bonaventura no se duerma como yo ni me siga soplando palabritas al oído. Ella gusta de lo concreto, pero también ama los símbolos y querrá saber de la ceguera a la vez real y emblemática de mi tío el arzobispo.
Mi tío era obispo de Santa Marta por los días en que se cometió, en su propia diócesis, una masacre memorable. En la carnicería fueron asesinados tantos braceros que los escritores de preñada imaginación (muchos años después o muchos años antes) han podido llenar vagones interminables con los muertos. La historia de la masacre de las bananeras, curiosamente, ha sido siempre escrita por los perdedores. Todo está bien contado en novelas e historias, pero yo no voy a entrar en los detalles públicos de la carnicería. Contaré la historia privada del obispo, que mi madre me reveló hace muchísimos años en una velada de sinceridad. Detrás del presidente que mandó al ministro de gobierno que pasó la razón a su colega de guerra que se la dio al gobernador del departamento que la transmitió al comandante militar que se la trasladó al oficial que dio la orden de fuego a los matones, estaban, como siempre, un grupo de bananeros gringos. No que ellos se ensuciaran las manos; estoy seguro de que a la vista de la sangre del pollo degollado del almuerzo se habrían desmayado. Pero una palabrita dicha en el club, otra en el ministerio, una más a la salida de la iglesia, hace milagros en el trópico (bah, también en la zona templada). Y esto lo sabía el entonces obispo, que no era persona obtusa.
Insisto en que estoy describiendo la realidad y no inventando emblemas. No es culpa mía si la realidad a veces se divierte en imitar la fantasía esquemática de las alegorías. El día de la matanza, mi tío dejó de ver. Quiero decir que se quedó ciego, literalmente. No caería en el trivial juego de palabras de ponerlo ciego tan sólo porque se hizo el de la vista gorda. No. Es verdad, mi tío, ese mismo día, se quedó ciego. No hace falta que me digan que no se quedó mudo, pues ya lo sé, y no lo estoy disculpando. Cuento el hecho: que el mismo día de la matanza de las bananeras mi tío se quedó ciego y que tres meses después los gringos que fraguaron la masacre lo mandaron a Rochester a hacerle, gratis, una operación con la que recobró la vista. Cuando volvió quedaban pocas huellas de la matanza. La humedad y las lluvias torrenciales habían barrido la sangre hasta el mar y lo único que quedaba en el ambiente era un recuerdo desteñido por el miedo y un eco de fusiles apagado. Mi tío, a petición del gobierno nacional, expidió una declaración pública en la que disminuía y casi negaba por completo la responsabilidad de la autoridad y de la tropa en la matanza. Él, hombre cerebral del interior, nunca había acabado de comprender el acalorado temperamento de los costeños y alguna vez hasta llegó a escribir que "las asoladas tierras de la Costa son refractarias al divino sol de la gracia". En el documento que a solicitud del gobierno expidió sobre la huelga, mi tío sostuvo que "el obispo de Santa Marta, aparte de algunas quejas presentadas por el párroco de Aracataca, y de faltas contra la moral cometidas por algún o algunos oficiales de dicho lugar, no tuvo conocimiento de actos criminosos por parte de la oficialidad, ni oyó decir nunca que las tropas se entregaran durante la huelga al robo, al incendio, a la violación de mujeres, al estupro ni al asesinato de mujeres y niños". Como puede leerse, al menos tuvo mi tío la cautela de no dar testimonio alguno sobre el asesinato de varones adultos. De los Estados Unidos, con el barco de regreso, había llegado el carro negro de mi recuerdo. Y como si fuera poco, a los pocos años (que es un tiempo relámpago para la Iglesia) llegó también de Roma una carta inesperada: el ascenso a arzobispo y el consiguiente traslado a una ciudad del interior más importante, la misma de sus ancestros y donde había nacido, Medellín. Así que la matanza pudo darse por olvidada, al menos por unos lustros, hasta que una recaída en la ceguera no volvió a recordarle esos tiempos memorables, si bien de infausto recuerdo.
Es difícil aceptar los aspectos menos heroicos de mi familia: prefiero resumirlos. Hay en nuestra estirpe, debo reconocerlo, una tradición de desapego a la patria, de ojos puestos en otra parte, más hacia el norte y el oriente que hacia la tierra en que nacimos. El choznabuelo de mi tío el arzobispo (y el de mi madre, para ser exactos), había sido encomendero de su majestad peninsular. Después de la calamitosa independencia (a la que los Medina siempre nos opusimos), hasta mi bisabuelo, todos los hijos mayores conservaron la tradición de ser nombrados cónsules honorarios de la Madre Patria. Mi tío no habría llegado a obispo sin las recomendaciones de un cardenal español que había conservado nexos con la familia, yo mismo no hubiera cometido el error de mi vida si no hubiera sido por la carta de otro cardenal, pero este es otro cuento. En todo caso me temo que todo este sabernos hidalgos, si me excluyo, culminó con la generación de mi tío el arzobispo.
Por dos detalles. El primero se refiere al carro que le regalaron los de las Frutas Unidas. Este cambio de punto de vista o de referencia cultural, el paso de Europa a Estados Unidos, precipitó la ruina, si no por el lado del dinero, que algunos miembros de mi familia conservan, al menos por el de la alcurnia. No voy a hablar de la marea de mis parientes ricos, con el norte perdido, extraviado en los meandros de la habilidosa torpeza norteamericana. Todos estudiaron allá: Colorado, Minnesota, Kansas… y volvieron con ese aire insoportable de ejecutivos rápidos y eficientes, de banqueros sin prejuicios, de especialistas en las patas de gallo de los párpados, convertidos en yanquis de chicle, jogging, chistes bobos, música rítmica, cocaína, zapatos tenis, walkman y muchos otros horrores. Muchachitos sin nobleza, que es lo que bien quiere decir snob, sine nobilitate .
El desastre fue anunciado por ese regalo norteamericano, el Chrysler de mi tío, que terminó en incendio y estropicio. Pongo Chrysler por hacerme el realista; en realidad pudo haber sido Packard o Ford o Buick. Todavía hoy, en este declinar de mi existencia, no consigo distinguir entre un Mercedes y un Volkswagen. Sé que el de mi tío era un automóvil grande y negro, americano, y el resto no me importa.
Lo que importa es que al solapado chofer del arzobispo le gustaba salir con putas en el Ford o en el Packard, en lo que sea, en ese carrazo negro de mi gris memoria. Por las noches sacaba al escondido el carro de palacio y en ese mismo asiento que de día escuchaba solamente el susurro de los rosarios de su eminencia, de noche se consumaban los más abyectos crímenes carnales y se escuchaba el alarde de los más bajos apetitos. Las fervorosas oraciones diurnas convertidas en procaces imprecaciones nocturnas. Los suspiros de cristiana conmiseración convertidos en ayes y gemidos de egoístas placeres miserables. Las malas lenguas empezaron a hablar y por último el escabroso asunto, del cual por meses se había cuchicheado en todas las casas de las buenas familias de mi ciudad, llegó por fin a oídos del primer interesado, el señor arzobispo. Fue la postrera furia de su vida y la primera vez que le escuché una palabrota: "¡Yo soy el último en enterarse, como los cornudos!" Y arrancó de la mesa el mantel en el que estaba comiendo, rompió los platos de finísima porcelana francesa, arrojó los cubiertos de plata, hizo saltar en añicos las jarras de Murano y un grito inhumano recorrió los largos corredores y los innumerables cuartos del palacio. Después de excomulgar y despedir al chofer poco menos que a las patadas, después de prenderle fuego al carro en el primer patio de la entrada, mi tío se fue a su despacho a redactar la carta de renuncia. "Si tantas cosas acaecen ante mis ojos sin que yo me dé cuenta, quiere decir que ya no soy capaz de desempeñar idóneamente mis funciones".
Lo curioso fue que después de quemar el carro y firmar la carta, empezó a sentir los mismos síntomas de esa primera vez en que perdió la vista. Pocos meses después, ya ciego del todo, cuando llegó del vaticano la dispensa, recorrió por última vez los larguísimos corredores del palacio y se fue a vivir a casa de otra de sus hermanas, mi solterona tía Marujita.
El último recuerdo que guardo de él es en casa de ella, sentado a la cabecera de la mesa, ciego por completo, tanteando con el tenedor por tratar de enganchar una papa cocida. A su derecha la tía Marujita y a su izquierda su otro hermano, Jacinto, también sacerdote pero sólo monseñor, y párroco de Aracataca por las mismas fechas de la matanza.
Es cierto, el tiempo y los sufrimientos habían hecho estragos, pero sería demasiado fácil decir que este trío era la perfecta imagen de la decadencia. Silenciosos y grandes, mucho más altos que el promedio de los habitantes de Medellín, con el pelo blanquísimo y bien peinado, de moña la mujer y tonsurados los varones con una rodaja perfecta en la coronilla, la mesa puesta como en los mejores tiempos, podía decirse que no faltaba dignidad en medio de otros signos de desastre.
Me parece ver a la tía Marujita, que sufría de Parkinson, cuando las sirvientas le pasaban las bandejas. Se obstinaba en servirse sola aunque en el trayecto de la bandeja al plato se dejara la mitad de las porciones. Verla comer era un tormento, porque cada bocado representaba una empresa. A la sopa cogía la cuchara como todos nosotros, pero debía acercar mucho la cara al plato de caldo para no derramárselo encima. Los tenedores de arroz nunca llegaban llenos a su boca y el perro se sentaba siempre a sus pies pues con lo que se le caía a mi tía él quedaba, al final, tan lleno como sus dueños. Aunque veía bien, le resultaba tan difícil como al arzobispo acertar con un pedazo de carne en el plato y más difícil aún llevarlo hasta la boca. Menos mal que la sirvienta le ponía las rebanadas de pan ya untadas con la mantequilla y no le servía muy llenos los vasos de agua, porque también los vasos se desbordaban al pasar de la mesa a la cabeza. El viejo monseñor, maligno en sus chistes viejos, decía que su hermana era capaz de hacer regueros con un banano.