Pero el peor de los tres, si se puede, era precisamente él, monseñor Jacinto, aunque veía bien y no tuviera Parkinson. A diferencia de su hermano, que las llevaba nuevas y de corte italiano, usaba sotanas viejas, brillantes de tanta plancha y salpicadas de ceniza de cigarrillo. Durante las comidas se anudaba al cuello unas servilletas grandes como sábanas que le llegaban hasta debajo de las rodillas. Engullía la sopa tomándola con un cucharón de plata, pero no lo cogía con índice, pulgar y medio, como todos nosotros, sino que lo empuñaba como los campesinos. No que tuviera modales menos refinados que los de sus hermanos. Lo cogía así porque prácticamente no tenía dedos.
En tiempos de las bananeras, siendo párroco de Aracataca, no había podido negar la evidente brutalidad de los militares y se había visto obligado a hablar más de la cuenta. Había incluso publicado un opúsculo en el que su versión de los hechos, si bien enunciada con palabras medidas y bastante diplomáticas, se alejaba mucho de la verdad oficial. Una escrupulosa contabilidad de historiador paciente hacía resaltar la evidencia del desmán y la masacre. El nuncio apostólico y el cardenal primado, después de una señal del ministro de guerra, que acababa de almorzar con el embajador americano, no habían tenido dudas y lo habían confinado como capellán en Agua de Dios, un conocido lazareto. El permanente contacto con los enfermos, unido a las tremendas deficiencias higiénicas del leprosario, habían sido la causa del contagio.
Sus manos me asustaban, pero de todos modos yo caía en la hipnosis de mirarlas. Las miraba y las miraba sin atreverme a preguntar nada. Los cinco dedos parecían llegar solamente hasta la primera articulación y se presentaban como cinco dedos gordos del pie pegados a la mano, pero las uñas no salían por encima sino por el medio, casi como si fueran prolongaciones de las falanges. Eran unas uñas gruesas, cilíndricas y torcidas, como de perro viejo. Cuando acababa la sopa, encendía un cigarrillo y lo aprisionaba con fuerza excesiva entre dos cualesquiera de sus muñones de dedos. Fumaba sin descanso y sin preocuparse por la ceniza que caía sobre la servilleta blanca, sobre el mantel de lino, sobre la porcelana de los platos salvados de la furia del palacio, y por último sobre la sotana brillante y cenicienta. Fumaba hasta quemarse los mochos de los dedos, las uñas redondas, y hasta que su hermano, de olfato aguzado gracias a la ceguera, al sentir el olor a carne chamuscada, le advertía: "Jacinto, cuidado, mira que te estás quemando de nuevo". Mi tío apagaba entonces la colilla, se quitaba con la servilleta y sin piedad el trocito de muñón carbonizado, se tomaba de un trago un vaso entero de agua cogiéndolo con ambas manos (como si fuera un cáliz, éste sí) y a continuación encendía otro cigarrillo.
Después del dulce se pasaba a la capilla privada de la casa. Tía Maruja, tío Jacinto y el arzobispo destronado sacaban las camándulas y todos empezábamos a rezar el rosario. Las muchachas del servicio se sentaban un poco más atrás. Eran cuatro en total, tres más o menos jóvenes y una muy vieja, Tata, que había trabajado con mis bisabuelos desde antes de que mis tíos nacieran. Había empezado como criada a los siete años y ahora estaba cerca de los noventa. Estaba completamente sorda, y ciega por un ojo; por el ojo bueno veía manchas y bultos, y su rosario lo rezaba según su propio ritmo pues mientras ella iba por el "ahora y en la hora" nosotros repetíamos en coro "bendita tú eres entre todas las mujeres". Pero nadie se inmutaba, salvo yo, que a veces no podía aguantar la risa; nunca he podido acostumbrarme a las cosas irregulares, ni siquiera cuando se repiten todos los días.
Un rato de inactividad despojado de culpa: eso es el rosario. Por lo menos eso es para las mujeres y sobre todo para las mujeres que sirven en mi tierra. En ningún otro momento del día podían estarse quietas, inactivas, una mano encima de la otra, sin que las acusaran de haraganería. Por fin un tiempo en el que no se hace nada, se reposa, se recita una melodía tranquilizante y se piensa en lo que dé la gana. Y lo mejor del rosario eran, al final, las letanías a la Santísima Virgen. No conozco una combinación de sonidos de la voz humana con mayor poder sedativo. No hay agitación que no domen, intranquilidad que no disipen. Son opio, son sueño, son una droga inocua que el inicuo Concilio modernista nos arrancó de la boca.
Todavía en estos días del final de mi existencia, si alguna vez me desvelo y padezco sin paciencia el insomnio, empiezo a recitar de memoria ese monótono y armonioso sonsonete que contiene las únicas frases que me sé (sin entenderlas todas) en nuestra verdadera Lengua Madre: Sancta Maria, ora pro nobis, Sancta Dei genitrix, ora pro nobis, Sancta Virgo virginum, ora pro nobis, Mater purissima, ora pro nobis, Mater castissima, ora pro nobis, Mater inviolata, ora pro nobis, Mater intemerata, ora pro nobis, Mater amabilis, ora pro nobis, Mater admirabilis, ora pro nobis, Virgo prudentissima, ora pro nobis, Virgo veneranda, ora pro nobis, Virgo praedicanda, ora pro nobis, Virgo potens, ora pro nobis, Virgo fidelis, ora pro nobis, Speculum humilitatis, ora pro nobis, Speculum justitias, ora pro nobis, Sedes sapientiae, ora pro nobis, Causa nostrae laetitiae, ora pro nobis, Vas spirituale, ora pro nobis, Vas honorabile, ora pro nobis, Rosa mystica, ora pro nobis, Turris Davidica, ora pro nobis, Turris eburnea, ora pro nobis, Domus aurea, ora pro nobis, Stella matutina, ora pro nobis, Salus infirmorum, ora pro nobis, Refugium peccatorum, ora pro nobis, Consolatrix afflictorum, ora pro nobis.
Terminado el rosario tío Jacinto llamaba a Copito, el perro de color obvio, que se le encaramaba en las rodillas para que él lo rascara con sus dedos mochos de uñas gruesas. Al final de estas demostraciones de afecto la sotana brillante de tío Jacinto quedaba toda salpicada de pelos blancos que tía Maruja, mediante el movimiento caótico de su mano, trataba de sacar en vano con un cepillo de ropa. Después de las efusiones con el perro mis dos tíos sacerdotes se retiraban a la biblioteca, el que podía leer, a leer, y el otro a meditar. Allí había varias cartas enmarcadas, en papel sellado del Vaticano y firmadas por el vicario de Cristo. Decían en latín, por ejemplo, que Jacintum era declarado monseñor y que podía decir cuantas misas le diera la gana en la capilla de su propio domicilium .
Tío Jacinto, cuando no estaba rezando, comiendo o acariciando al perro, leía. Era un lector incansable y en la primera página de cada libro apuntaba con su caligrafía hecha ilegible por sus manos lisiadas, la fecha y la hora a la que comenzaba la lectura del libro, y en la última página la fecha y la hora en que acababa, más algún breve comentario. Por los libros no sentía ese respeto reverencial que tienen tanto los iletrados como los bibliómanos, es decir, los que no tienen libros o los que los poseen solamente como adorno. Mientras leía, tío Jacinto empuñaba un bolígrafo y muchas veces se paraba para subrayar algo con trazos desviados y muy poco firmes, o para garabatear un ladillo con alguna glosa erudita. No reprimía esta costumbre ni siquiera frente a los incunables, y prueba de esto es un magnífico ejemplar de las Confesiones de san Agustín, editado en Estrasburgo hacia 1470, que todavía conservo con sus torcidos subrayados y con sus retorcidos comentarios, los cuales, aunque muy píos, son una blasfemia para con el estado del libro.
Años antes, al principio de su mal y cuando en la lluviosa sede del nuncio lo dispensaron del servicio en el lazareto, su hermano le había encomendado una parroquia cercana y allí iba todavía a celebrar misa. Consagraba y decía los sermones, pero no repartía comunión. Al principio se había empecinado en seguir repartiéndola, esgrimiendo argumentos teológicos: si la hostia era, literalmente, el cuerpo de Cristo y nada más que el cuerpo de Cristo, éste no podía estar contaminado por el bacilo de Hansen, ni, por consiguiente, ser contagioso. Pero los feligreses poco entendían de sutilezas escolásticas y le recibían la comunión solamente al otro cura. Así que tío Jacinto se quedaba esperando, con la patena impoluta y el copón lleno de hostias, a que algún parroquiano le sacara la lengua; sereno y firme, decía mi mamá, pero con el corazón partido.
Fue en aquellos días que, para completar las dimensiones ya desmesuradas de su culpa, tío Jacinto tuvo un pensamiento impío, que luego atribuyó a una sugerencia del enemigo. Por qué, se había preguntado sin medir bien las consecuencias abisales de semejante pregunta, ¿por qué nuestro Señor había curado leprosos, pero sólo de vez en cuando? ¿Por qué en su infinito poder no había curado de una vez a todos los leprosos? ¿Por qué, si estaba en su poder, no erradicar del mundo el mal de Lázaro con una sola, magnífica bendición definitiva?
Yo, en ese entonces, cuando hacíamos la visita semanal a los tíos, no tenía ni idea de lo que le pasaba a tío Jacinto en las manos. Sabía solamente que, junto a la ceguera del arzobispo en retiro, esa era la pena y la prueba más grande que Dios había impuesto a nuestra devota familia. Ellos estaban convencidos de que la verdadera vida se ganaba con los sufrimientos padecidos en ésta; una convicción así lleva el sacrificio hasta el masoquismo. Ojalá haya otra vida para ellos, porque lo que es ésta, la desperdiciaron en permanente sufrimiento.
Puede decirse que desde los tiempos de mis tíos y desde mucho antes, el invento de los hombres que mayor fascinación ha ejercido en mi familia fue la invención de Dios. Yo mismo me he embelesado acariciando las dimensiones de la criatura más grande que ha parido la imaginación de los hombres. Es tal la fuerza de Dios, que ha adquirido una realidad tan alta o aún mayor que la de los grandes personajes de la literatura. El mismísimo Quijote tiene facultades, institutos, casas, bibliotecas, revistas, pero nada de templos.
Ah, Dios, esa ficción humana benévola y despiadada para mis dos tíos. Lo peor fue que ambos, el ciego y el leproso, se murieron convencidos de que el castigo que les había mandado Nuestro Señor se lo tenían muy bien merecido, el uno por no haber visto la masacre y el otro por haber pretendido defender a los masacrados. Este convencimiento -siendo el esquema lógico de su religiosidad inmune a las contradicciones- jamás hubiera sido afectado por el apunte de que no podían concebirse expiaciones tan severas para comportamientos opuestos.