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Asaz improbable explicación del refugio de Gaspar en Turín

Yo nací en eso que los del primer mundo llaman (con paternal desprecio) tercer mundo, y pienso morir en eso que los del tercer mundo llaman (con filial reverencia) Europa. En realidad he pasado una buena mitad de mi vida en esta parte privilegiada de la Tierra, aunque siempre con una pierna aquí y otra allá, con los ojos puestos en un sitio mientras estaba en el otro. Extranjero en las dos partes (y sin ser un caballero), cuando viajo a América no sé si voy o vuelvo, y cuando vuelo a Europa no sé si me estoy yendo o regresando. Pero mejor será avanzar con orden.

Para explicar la circunstancia de mi viaje a Turín, mi ciudad del primer mundo, tengo que retroceder en el tiempo y pensar en Medellín, mi ciudad del tercer mundo. La explicación de mi viaje a Italia, si lo pienso bien, se remonta a algunos paseos en automóvil de mi infancia. Eran los primeros años de la década del treinta y no había muchos carros en la ciudad. Pero mi tío, el hermano de mi madre, era el arzobispo de la ciudad, y los gringos de la United Fruit le habían regalado un vehículo de lujo, igual al de algunos altos funcionarios de Washington. La historia de este regalo, del final ignominioso del carro, así como la de la ceguera y recuperación de la vista de mi tío, la contaré más adelante. Ahora debo explicar mi remotísima relación con Italia, lo que explica por qué vine a dar en este país, por qué he fingido trabajar aquí y por qué estoy terminando mis días en esta Turín que puebla mi imaginación tanto como esa otra ciudad en rima que se desangra en Suramérica. El tío -y su automóvil con chofer- venía a recogerme una vez al mes. No entraba en la casa, sino que hacía que el chofer se bajara a buscarme mientras él esperaba arrellanado en el asiento de atrás, rosario en mano, encerrado en la penumbra con cortinas corridas de su Chrysler negro. Yo entraba por una de las puertas posteriores del armatoste y sentía que la cara me ardía mientras le besaba el anillo. Mi tío trataba de ser agradable y me daba palmaditas en las rodillas. La sotana era impecable y el color morado de los calcetines correspondía meticulosamente con el de la banda de la cintura y con el gorrito redondo de la cabeza (mi madre me explicaba: eso se llama solideo y quiere decir sólo a Dios). Mi tío era de un tamaño descomunal, pausado como un buey, y me inspiraba el mismo temor irracional que infunden los animales grandes y mansos. El chofer, untuoso, le decía su excelencia con acento paisa: "¿Podemos salir, sueselensia?" "¿Pasamos antes por el palacio, sueselensia?" Ibamos a recorrer parroquias y casas curales por toda la arquidiócesis o a cumplir con algún obispo de las vecindades al que había que pagarle una visita. Salíamos temprano porque, fuéramos donde fuéramos, al mediodía se concelebraba misa en la iglesia. Durante la ceremonia, yo me sentaba en las primeras bancas y demostraba todo el fervor y la devoción que había aprendido con mi monjita de compañía. Me sabía de memoria todas las oraciones, estoy seguro, así ahora con el mismísimo Credo no consiga pasar de "todo lo visible y lo invisible".

En el asiento de atrás del carro no se hablaba casi nunca. Yo me adormecía sobre los abullonados cojines de cuero y no me despertaba sino cuando mi tío descorría por un momento las cortinas para ver dónde íbamos, sacaba del bolsillo su reloj de oro macizo (el mismo que ahora extraigo de mi faltriquera para informarle a Cunegunda que ya van siendo las doce), se fijaba en la hora y suspiraba por la tardanza. Durante todo el viaje seguía desmenuzando su pausado rosario entre el pulgar y el índice. A veces, de repente, decía nombres de santos y el chofer y yo debíamos contestar, si era al principio del viaje, "llevadnos con bien", y si era al final de la jornada, "ora pro nobis". Estos nombres de santos no llegaban arbitrariamente a su conciencia; la realidad, para mi tío, consistía en una red de asociaciones que tenían que ver con patronos de la Iglesia. Así, si había un choque decía san Cristóbal, si pasábamos por una librería decía san Jerónimo o san Juan de la Cruz, si un negro se atravesaba decía san Martín, si el burdo del chofer pisaba un perro, mi tío lo encomendaba a san Bernardo.

El arzobispo solía señalarme las obras emprendidas por su iniciativa: "Allá estamos construyendo un seminario"; "en ese edificio va a quedar la facultad de ingeniería"; "detrás de esos pinares tenemos unas tierras y vamos a edificar una casa de retiro para laicos".

Después yo me volvía a adormecer, pero mi modorra era siempre turbada por los sobresaltos del nombre de algún santo pronunciado en voz alta y sin aviso previo. Recuerdo que una vez volvíamos de un pueblo de las cercanías y al pasar por un caserío que se llama Santa Bárbara mi tío dijo el nombre del sitio. El chofer, como un rayo, respondió "ora pro nobis" y mi tío reaccionó con un brevísimo "torpe" musitado casi a boca cerrada.

Mi tío hablaba con la erre afrancesada. La fascinante e insólita pronunciación, unida a su origen, tienen que ver con mi viaje a Italia. Mi tío decía que la costumbre se le había pegado en el Piamonte, en Turín, donde había hecho el seminario nada menos que con Giovanni Bosco, después santo. Mientras me hablaba de sus años de formación solía acariciarme la cabeza y me comunicaba que algún día me iba a mandar a estudiar a Turín donde los salesianos. Turín nunca fue meta para viajeros y turistas de ninguna parte y menos suramericanos. Salvo Erasmo y Nietzsche, que allí se acabó de enloquecer y le dio por besuquear caballos, pocas personas escogen ese rumbo italiano. Por eso estoy seguro de que cuando tuve que escoger la ciudad del mundo en la que buscaría un refugio al oprobio violento de mi tierra, escogí a Turín por fidelidad al recuerdo de mi tío, muerto hacía ya varios años.

Es cierto que, si fuera por los recuerdos de mi tío, habría podido escoger también a Roma como mi meta de vida italiana. Pero tengo la impresión de que en mi elección influyó el hecho de que el recuerdo de Roma de mi tío me parecía mundano y en cierto sentido repugnante. Por un lado estaban las audiencias con el Papa, que él describía en tono cortesano, con el ritual del beso anular y la genuflexión y las palabras en latín eclesiástico aprendidas de memoria. Y por el otro, algo que el arzobispo nunca me contó, pero que le escuché en los estertores de la agonía. El delirio tenía que ver con un cantante conocido en los albores del siglo en la capital de la cristiandad y se refería a su voz y a su canto con insólita efervescencia. Era curioso, pero mi tío mezclaba una ópera de Donizetti, Lucia di Lammermoor , con salmodias sacras de la Capilla Sixtina. "¡Ah, tu voz, tu voz, el terciopelo de tu voz irrepetible!" Había algo de escabroso en su ecolalia estertórea. Tanto que mi otro tío, monseñor Jacinto, se vio obligado a dar explicaciones para sacarnos del caletre los malos pensamientos. Nada de lo que yo (o mi hipócrita lector y semejante) empezaba a imaginar, no, nada de eso. Resulta que en Italia mi tío se había aficionado al bel canto , con delicadísima sensibilidad musical. De esta pasión no habíamos sabido nunca en Medellín y sólo su hermano nos reveló que de año en año, en absoluta soledad, el arzobispo escuchaba extasiado una vieja grabación del cantante de Roma.

El futuro arzobispo había conocido allí, en el 1901, al último Maestro Cantore de la Capilla Sixtina, quizá el postrer castrado de la historia del canto. Y este castrado, de día, entonaba los salmos sacros; y de noche, en la temporada de ópera, arias en el teatro. Mi tío, poco antes de que lo ordenaran, lo había visto y oído disfrazado de mujer en el papel de Lucia di Lammermoor de Donizetti. Y a su hermano le había confesado que nunca más volvería a escucharse una voz similar, salvo que los tiempos regresaran a su ancestral cordura.

He dicho que él, en mi país, jamás reconoció haber tenido, o tener todavía, este vicio mundano de la ópera, demasiado frívolo e impúdico para un eclesiástico de su alcurnia y cargo. De todas formas no le pesaba abstenerse de escucharla ya que, como nos reveló el tío Jacinto, en la intimidad confesaba que la voz dei castrati era la única que daba al canto su dimensión celestial. Desde que algún prelado modernista había suprimido aquella regla sensata de que tan sólo los varones cantaran en la Capilla Sixtina, esa magnífica profesión del castrado había desaparecido. La conciencia moral de un siglo desquiciado (que daba mayor importancia al sexo que al canto) había privado a los hombres de la voz de los ángeles. Pero él había tenido el extraño privilegio de conocer y escuchar de viva voz al último niño adulto ungido para el canto. Y desde entonces y para siempre la música no volvería a ser la misma.

No quiero pasar por un santo mentiroso. La erre de un obispo que había estudiado con Giovanni Bosco: ¿puede ser esto lo que me trajo a Italia? Es absurdo y no es cierto. Tampoco fueron el sol, las aventuras o la luz cálida que añoran los nórdicos, pues si algo abunda en el trópico es el sol, y también los calores y las aventuras. Un pasado imperial, ruinas, esa lengua pagana (lengua madre de mi lengua) convertida en monopolio de la Iglesia. Cristoforo Colombo, don Cristóbal. Vino, castillos, aceitunas, corbatas, canales, campanarios, mares de nombres célebres, islas. No, nada de esto. Y tampoco me iba a impedir llegar a Roma el recuerdo mojigato de un castrado cantor. Qué va.

Lo cierto es que llegué a Italia por casualidad. En un mapa de Europa puse el índice (ojos cerrados) y la yema se apoyó en Turín. Lo del obispo fue mera racionalización a posteriori . Al ver a Turín debajo de mi huella digital, pensé: ¿qué sé yo de esa ciudad de la que depende la forma que asumirá mi futuro? Tenía una única referencia, el lejano recuerdo del seminario de mi tío, los paseos mensuales en su carro de lujo por los mismos años en que canonizaron a Juan Bosco. Eso era todo lo que sabía. Al elegir mi ciudad del primer mundo no sabía siquiera que allí funcionaba la imponente fábrica italiana de automóviles de Turín, ni que allí había una gran editorial en la que trabajaba la mujer de mi vida, ni un museo famoso, lleno de momias y de estatuas hieráticas. Llegué al sitio de mi probable tumba de la misma manera en que llegan los recién nacidos al lugar donde nacen: vacío de prejuicios.

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