Gris monólogo con el que el bastante hidalgo don Gaspar Medina consigue terminar con su memoria
Sería ridículo preguntarse adonde irá a parar esta historia; todas las historias terminan en lo mismo, todo relato lleva la misma senda, evidente o escondida. Interrumpirlas antes es una pía estratagema para lectores en busca de evasión y consuelo. Se casaron, tuvieron hijos, vivieron muy felices, comieron muchas perdices. Sí, pero también murieron. Todas las historias, según Quitapesares, conducen a la muerte. Incluso la de Lázaro. ¿Por qué no cuenta la Escritura ese día en que Lázaro, después de resucitado, volvió a morir definitivamente? Y sí, yo he contado mi resurrección, que es lo que he escrito, y contaré mi muerte.
Un domingo de agosto en el desierto de mi casa vacía. Cunegunda se ha ido a los montes o a la ciudad o al mar, a otra parte, y mi paso arrastrado recorre corredores silenciosos, salas amobladas con los mismos trebejos que mi familia viene acumulando desde los tiempos de la Conquista, y cuartos sumergidos en esa penumbra falsa y calurosa (de cortinas corridas) que invita a la siesta o a un sueño aún más largo. Abro el viejo armario de mis trajes usados, el mismo escaparate que guardaba los secretos de mis bisabuelos. Consumidos por el tiempo, no por el uso, veo ese par de zapatos que me compré en Florencia hace cuarenta años, mis viejos zapatos vacíos para siempre. Una mujer que quise me obligó a comprarlos con una frase perentoria que parece grabada en la suela casi intacta: "¡No quiero seguirte viendo con los mismos botines de mayordomo!" Me llevó de la mano a viaTornabuoni, a la mejor zapatería de Florencia, y con el índice escogió este par de zapatos marrones; con un gesto del mentón me indicó que me los midiera. Me apretaban en la punta de los dedos (yo no podía hablar) mientras ella decía, me gustan me gustan, mira que te quedan muy bien. Me apretaban en el empeine mientras ella le decía a la empleada sí, muy bien, le quedan perfectos, los compra. Jamás los pude usar por más de veinte pasos. Ahora vuelvo a ponérmelos y tal vez me he encogido con los años pues ya casi me sirven.
Objetos inertes que despiertan un recuerdo adormilado entre las ruinas del tiempo. ¿Me habré dejado esclavizar por la memoria o habré conseguido corregir en algo ese pasado, mezclando en el recuerdo fragmentos de invención? Ahí está la chaqueta azul de paño, la de las clases de filosofía en la universidad. ¿Qué hace aquí, todavía, esta momia carcomida? El profesor explica las tres potencias del alma: entendimiento, voluntad y memoria. De donde nos vienen las facultades de conocer, querer y acordarse. He conocido; quizá y sin quizá he querido, pero no puedo estar seguro de haberme acordado de todo. Potencia vil, la memoria. Pretende lo imposible: alargar el pasado, darle otra duración al relámpago de la existencia. Como si las palabras pudieran bastar para hacer perdurable lo caduco.
Me voy paralizando. La mirada hacia atrás despoja del futuro. O la falta de futuro nos lleva a mirar atrás. Es el síndrome de la mujer de Lot, de que habla mi amigo Quitapesares. Queda esta piedra de amargura, esta estatua salada. ¿De cuál de las vigas de esta casa me colgaré? ¿En qué sillón voy a sentarme a inhalar el veneno que exhalo? Porque he resuelto morirme con los zapatos puestos (los de via Tornabuoni, los que me hizo comprar mi Pietragrúa), y levantar la mano, de una vez, contra todo lo que soy y lo que he sido.
Las puertas abiertas del armario, con mis camisas viejas y mis trajes consumidos por el tiempo. Corbatas apolilladas y a la deriva de la moda, el macizo reloj de oro de mi tío el arzobispo (vuelvo a darle cuerda y todavía anda, como mi corazón), la sotana brillante de tío Jacinto, el vestido de matrimonio de mi madre, sus cajas de sombreros, la última carta de mi padre desde Casablanca, "estamos bien, hablamos como locos, nos divertimos, cuídate". Y eran ellos los que tenían que cuidarse. Ellos, Yo, sin cuidarme, hace años, soy ya mucho más viejo de lo que llegaron a ser mis padres. Yo. Ese dueño mío que se llama yo. Yo frente a este armario, montón de recuerdos. Si tuviera, como Job, con quién quejarme. Pero el azar, como el pasado, son sordos e indiferentes a las imprecaciones de los hombres.
Revuelco mis trajes, los riego por el suelo en busca de un recuerdo que no sé. Tengo la sensación de haber olvidado algo fundamental. La punta de la madeja, la raíz que podría dar un sentido a toda mi existencia. Nada. Uno a uno repaso mis recuerdos. Los he cultivado, por escasos, día tras día en estos meses de dictado; los he venido acicalando, puliendo, acariciando como cuenta el avaro su tesoro o mastica el mendigo sus migajas. Ahí está, intacto, el traje con que llegué a Italia, derrotado, durante la violencia de mi tierra. Sangre, sangre, sangre. Un país descuartizado por guerras idiotas e inútiles, por el abstracto fanatismo de unos grupos de locos. Minúsculos dictadores guerrilleros, contrabandistas sin escrúpulos ascendidos a las alturas del dinero, políticos solapados y ladrones, militares incapaces y vengativos, terratenientes ávidos de reses y de tierras sin gente.
Me han obligado a odiar el sitio donde nací. He cultivado ese rencor con esmero. Hubiera preferido un rencor tan corto como la ofensa. Parece, en cambio, un verso manido y manoseado: es tan corta la ofensa y es tan largo el olvido. Como esos amores que quizá y sin quizá he tenido. Sin ese rencor, con esos amores, mi vida hubiera sido otra, la que debió haber sido.
Viejas libretas de direcciones con manchas de humedad. Nombres perdidos en la geografía y en los años, nombres que no remiten a ninguna cara. Y fotografías invadidas de mohos multicolores donde las caras miran, vacías de nombre, desde ese blanco y negro amarillento de los años idos. No abriré más cajones. Embuto en las repisas del armario todos estos despojos de lo que fui. No cedo a la debilidad de la nostalgia, renuncio a arrepentirme. Cierro la puerta, no miro atrás, vuelvo a mi escritorio a tratar de convencerme de que lo que he escrito es presente. Releo estos papeles y me digo que no he recordado por recordar, por decir o falsificar lo que era, sino por construirme, por saber finalmente lo que soy mientras dejo de serlo. He escrito para aprender a ser otro. Para lo mismo he leído. Esta prosa charlatana habrá apresado algo de lo que mi vida quiso ser. Me gusta creer, como a Quitapesares, que el que soy hoy, en las mismas circunstancias del que fui, no volvería a hacer lo que hizo aquel que se llamaba con mi mismo nombre. Pero la vida no es un ensayo que sirva para aprender a corregir las faltas. Tan sólo un libro, esa vida duplicada, puede servir de ensayo.
Aquel que fui, y que tanto amó la vida, no se estaría tragando, una tras otra, estas pastillas que concilian el sueño. Pero ese que fui no podía tener esta percepción única, rotunda, de la enfermedad. Que es lo que hoy me invade. Todo lo que he sido termina rodeado, sitiado por un mal que crece y me atormenta. Pero no un mal concreto, definido, sino la certidumbre de que la muerte se acerca. Mi enfermedad son las ganas que tengo de morirme; me he vuelto amigo íntimo de mi cercana muerte.
Creo que si anticipo el final ineluctable, esta lucha termina en un empate. Ni gano ni pierdo. Termino mimando un derecho que todos deberíamos tener: el de morirnos como nos dé la gana cuando nos dé la gana. Final de este paréntesis; abur y buena suerte a los que quedan dentro. \b me voy a mi parto.
Parto. Cuando ponga otro punto me voy a desnudar por última vez; quiero irme del mundo como vine a él, sin respirar siquiera. Voy a imitar a uno de mis Quitapesares, me anudaré al cuello una bolsa de plástico, me acostaré en la cama y abrazaré la nada, volveré a entrar en ella. Dejar de ser. Acaba uno teniendo, al fin, un único deseo: dejar de ser. No ser. No ser ya nunca más. No ser. Pronto no seré nada. Ser yo. Haber sido yo, yo, yo. Y pasar a ser nada. Nada, nada, nada.
Nota
En éste como en otros libros supuestamente míos, se copian, sin comillas ni crédito (salvo vagas atribuciones a Quitapesares), numerosas frases de escritores vivos y muertos. Dar todos sus nombres significaría hacer una lista demasiado larga y dejar sin trabajo a los detectives del plagio.
H. A. F.