Que se ocupa en hacer un repertorio de los ruidos corporales
Que por qué nunca en mi larga existencia me había casado, es la pregunta que me hace Cunegunda Bonaventura en nuestra noche de bodas. ¿Haré, por fin, una pura confesión? Es tan simple y tan sucia, y explica tan bien las deformaciones de mi mente… Pero, en fin, lo diré: por los ruidos corporales. Nunca soporté la gama crepitante del hervidero del cuerpo. No acepto ni siquiera el triquitraque del pulso. Esa remota percusión amniótica (clepsidra de sangre del cuerpo) es para mí angustia por el paso del tiempo, cruel reloj, innecesario ruido del alma silenciosa, confutación del espíritu inmutable y afirmación del transcurrir.
Además, mientras se escucha ese palpitar ordenado, puede superponerse un repentino crujir de vísceras más bajas. Burdos líquidos burbujeantes que pasan de un sitio a otro, borgorigmos inesperados, tripas que se acomodan en el espacio estrecho de la caja torácica.
Para no hablar de la estridencia de los estornudos con su ducha en aerosol de saliva y de gérmenes. O los golpes convulsivos de la tos con el climax carraspeante del catarro desgarrado. O el repentino ronquido del eructo, que es pedo malogrado. O el ritmo caótico y secreto del hipo. O la metralla hedionda de las ventosidades inferiores, regüeldo posterior. O el estertor de ahogado del bostezo. O el silbido estridente (¿de adentro, de afuera?) que a veces se apodera de los tímpanos.
Recuerdo que de niño me daba escalofríos esa gente que se sonaba en misa, o en lo mejor de una lectura de Isaacs, en clase. Me exasperan esos que se doblan los dedos hasta hacerlos traquear con esa protesta seca de las coyunturas. Y la maquinaria oxidada de las rodillas crujientes. Y la chimenea obstruida de la angina, y el sorber de narices, y el cucurrucutú pesado del asmático, y el chapoteo monótono y voraz del lactante.
Desde los mas nítidos, como el resoplido anhelante del cansancio o el jadeo sofocado del susto, hasta los más leves, más sutiles, y que por lo mismo captan nuestra atención con mayor tiranía, como el diminuto chasquido de los párpados (oh sí, se necesita un oído muy fino para oírlo) con su abrir y cerrar intermitente en un pequeño golpe que no es líquido ni contundente. La voz, la respiración, el espíritu, acechados por tantas disonancias.
Por ruidos secos, húmedos, espesos, agudos, bajos, agobiantes. Como el chorro de la meada contra el agua del sanitario, cascada diminuta, con sus golpes finales intermitentes, cuando los esfínteres escurren la vejiga, y todo termina en una gota, otra gota (plas), con un desespero de grifo mal cerrado hasta la última gota. Como la histeria sonora del sollozo, los ruidos guturales, los gemidos agudos, la nariz succionada, el charco chapoteante de los ojos. Y el chasquear de la lengua para decir que no, y la carcajada sonora del aplauso o el gutural aplauso de la carcajada.
Salvo, tal vez, el rumor de los besos. El rumor de los besos sobre la piel de Angela Pietragrúa (y de tu piel también, está bien, Cunegunda), del cuello hasta las nalgas. El rumor de los besos en sus labios o en los labios míos, la boca recogida en una trompa o tromba o trampa aspiradora, las trompas que se unen y se chupan y retumban con esa resonancia que conmueve todo el cuerpo. O ese rumor sordo de los besos herméticos, que parece que el alma (no sé qué es eso, un hueco) se estremeciera y emitiera un chirrido inaudible, doloroso, audible solamente para adentro. Mi ficción científica, mi sueño de ser un ángel, ha esperado en vano una operación magnífica que me despoje del cuerpo, este animal. Este es el sueño: la cabeza cortada (el resto en pasto a los cerdos) y maquinarias y tubos que me mantengan en vida, que sostengan la actividad silenciosa del cerebro, nada más. El sueño de un alma pura (despojada de deseos, ruidos, necesidades) transformado por el racional cientifismo del que no cree en el alma sino en la materia gris como fuente de todo el pensamiento.