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XII

Narración del castizo encuentro con el vizconde de Alfaguara y su hermosísima concubina

La impresión que tengo de mí a los veintiocho o veintinueve años, cuando conocí a Ángela Pietragrúa, no es muy precisa. Me cuesta recordar una persona que no me gusta y el Gaspar Medina de esos días no me gusta. Hacía poco me había establecido en Turín y por primera vez en mi vida sufría una seria crisis de inseguridad. Tal vez las circunstancias precipitadas del viaje, una fuga azarosa más que una decisión meditada, tal vez la edad, unida al sentimiento de que la mitad del camino se acercaba y aún no tenía nada claro sobre mi presente y mi porvenir. No tenía la experiencia suficiente para definir de una vez por todas que la claridad no existe y que lo poco que logramos influir en nuestro presente y en nuestro futuro es deleznable. He conocido ufanos que llenos de suficiencia describen su glorioso periplo por la existencia como una serie de esfuerzos realizados. Muchos de ellos son haraganes perfectos que no se han dado cuenta de que fue casualidad que por tres veces consecutivas los dados les salieran pares. Pero no es del azar que quiero discurrir, sino de mi amor desesperado por Ángela Pietragrúa.

Mi vana ilusión de los treinta años es la de poderme unir del todo y para siempre con Ángela Pietragrúa. Pero me miro en el espejo de esos días y no me encuentro en mi aspecto nada que seduzca, miro hacia atrás y considero insípidos mis casi treinta años transcurridos sin pena ni gloria. Aunque tengo los bolsillos repletos de dólares no me dan un empleo que pueda exhibir como un triunfo profesional. He caído en el engranaje de los méritos y cualidades y me creo un cero obtuso y siniestro. Así que cuando me veo con Ángela Pietragrúa, que me quiere, yo me derrumbo en una mermelada de autodesprecio. Me borro, me hundo, me cancelo.

En los días en que la conocí, yo era un perro azotado por los últimos acontecimientos de ese país de lobos donde tuve la graciosa desgracia de nacer. En abril del 48 yo estaba en Bogotá y era, al mismo tiempo, primíparo profesor de estética y falso estudiante de penúltimo año de derecho. Mi temperamento inmune a la violencia y a las revueltas recuerda con horror el asesinato de Gaitán y el bogotazo. Pero la verdad es que a un egoísta perfecto la historia no lo toca; él pasa impermeable por el mundo (o esa es su ilusión), inmune a los acontecimientos, siempre idéntico a sí mismo, extasiado en el deshielo de su frío soliloquio.

Por eso mismo aquí no contaré los meses y decenios de sangre que siguieron a esa calamitosa fecha, origen de tantas muertes. Dejo el relato de esos acontecimientos a la Historia con mayúsculas, con toda su amalgama de verdad y mentira. Tampoco contaré cómo llegué a estar en peligro de que me mandaran con anticipación a ese otro mundo que no existe. Baste decir que el día de navidad del 48, en Turbo, me embarqué de incógnito en un buque bananero que hacía escala en Panamá. Con mi estela de bofetadas a cuestas y después de un peregrinaje por Centroamérica, México y Estados Unidos, llegué a Italia a mediados del 49. El doce de enero del 50 conocí a Ángela Pietragrúa. ¿O fue el 15 de julio del año siguiente? Parece mentira, pero ahora no me acuerdo. Debió de ser en julio pues recuerdo que sudaba mientras subía la amplia escalinata del palacio del vizconde de Alfaguara. Pero también pudo haber sido en enero pues los nobles son friolentos y acostumbran poner la calefacción a todo chorro. Subía, pues, sudando, la amplia escalinata del palacio Alfaguara, y palpaba en el bolsillo lateral de la chaqueta una carta de recomendación para el vizconde en la que el cardenal Uzbizarreta, de Madrid, rogaba al gentil hombre que de alguna manera acogiera en Turín a este infeliz prófugo colombiano. El vizconde de Alfaguara me recibió con total indiferencia, sin darme la mano ni levantarse de su silla papal detrás del escritorio. Con su escupiente español peninsular me dijo que lo único que hubiera podido hacer por mí habría sido nombrarme preceptor de sus sobrinos, pero que por desgracia el acento indígena de mi castellano le impedía hacerme esa merced. Jamás soportaría que por su culpa y la mía, en las futuras Cortes (así dijo), ridiculizaran a sus parientes por tener semejante acento servil y plebeyo de los páramos andinos. Contestele a vuezenzia que no era incapazidá fonética lo que me impedía pronunziar sus zetas y sus zés, quitarle la pé a setiembre, la dé a Madrí o la elle a su Seviya. Que tampoco por pereza o ignoranzia me resistía al uso del vosotros, sino porque simplemente no me daba la gana, y que muy lejos estaba de mis aspiraziones la de ser prezeptorzillo y paliza y carroza de los vástagos de su dignísima hermana. La consiguiese él algún castellano enfermo de laísmo y todos juntos se metieran, por último y por el mismo sitio por donde les salían, sus descargas en la hostia y en el diez, pero que yo no había atravesado la salada mar -en que él también defecaba- para soportar semejantes tonterías. Hice una reverencia y me retiré sin pedir permiso. Cuando cerraba a mis espaldas la puerta de su despacho oí que me llamaba: "Medina, venga, quiero presentarle una mujer que se divierte con las respuestas altivas".

Pero estoy mintiendo. El viejo que soy hoy, nada tiene que ver con el joven de entonces. El viejo que soy hoy sabe (y enuncia) lo que ese joven debería haber contestado y no fue capaz de responder. Al viejo que soy hoy le gustaría modificar su pasado y convertir al que fue en un joven lleno de dignidad y arrogancia. Pero no puedo seguir maquillando mi recuerdo. El Medina de esos días debía de ser un perro pues cometió la debilidad de ni siquiera contestar. Con su complejo de hijo de puta intacto (que en vano su padrino le intentó extirpar) bajó los ojos y en voz muy baja manifestó que, en vista de que no servía como preceptor, se ofrecía como simple criado.

Por benignidad de Alfaguara, al cuarto de hora de conversación, alcanzó el alto cargo de mayordomo de palacio. El vizconde dijo, pues, otra frase, muy distinta a la de arriba: "Bien, Medina, el puesto de mayordomo es suyo. Quiero presentarle una mujer que aprecia los temperamentos humildes y serviles". Tocó una campanilla y poco después hizo su aparición Ángela Pietragrúa, su concubina.

No recuerdo ninguna otra mujer que me haya impresionado tanto desde el primer encuentro de los ojos. Cuando la vi no pude mantener más que un instante su mirada. Miré su talle y sus manos, pero tampoco pude sostener mis ojos en parte alguna de su cuerpo. Una corriente dolorosa me arrugó la garganta y me hizo sentir una especie de vacío en los riñones. Si alzaba los ojos era peor, pero sólo con escucharla ya yo sabía que estaba por entero en sus manos y que para siempre haría lo que ella me ordenara.

¿Seré capaz de describir a la mujer de mi vida? El amor, creo, no tiene nada que ver con la cadera, con el color de la piel o la estatura. En el deslumbramiento del amor a primera vista intervienen factores que desconocemos. Angela Pietragrúa tenía voz clara y suave, despacioso movimiento, manos largas y pelo menos largo. Bah, soy incapaz de describirla, así como ni siquiera era capaz de mirarla. El amor a primera vista es ciego, no mira, no tiene vista.

Ella, como si me conociera desde siempre, empezó a hablarme en su lengua, el italiano, y quizá me recuperé un poco ya que por un instante me sentí menos endeble al pasar del castellano al toscano. Había oído al vizconde dirigirse a una camarera y había podido notar que las consonantes dobles de Alfaguara daban grima, para no hablar de su caótica conjugación de los verbos italianos. Frente a Ángela, aunque sin mirarla, pude desplegar las virtudes de un italiano hablado con acento casi nativo.

Pero aquel noble empedernido tampoco me dejó gozar la dicha de esta superioridad lingüística ya que con un latigazo de su lengua apuntó que hablar sin acento los idiomas foráneos era señal inconfundible de menguado carácter. De aquí, tal vez, el pecado original que nunca conseguí expiar frente a Ángela Pietragrúa: ante ella fui siempre un perdedor.

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