Aquí se admite el deleitoso apego a Cunegunda Bonaventura
Ay, Cunegunda, Cunegunda, inocente y casta y candorosa Cunegunda. ¿Conque quieres que te presente a mi amigo Quitapesares, admirador silencioso de tus pechos? Pero hijita mía, angustia de mis años, flor de mi decadencia, pedazo de mi despedazado corazón (que diría un bolero), ¿no has entendido nada de lo que te dicto? Quitapesares, mi dilecto amigo, ¿quién ha de ser si no un bustrófedon fingido, la máscara más cara, el disfraz de mis lecturas? Ah, Cunegunda, entérate, mi Quitapesares son los libros que leo, la escritura que me da fuerzas para sobrevivir a esta podredumbre del tiempo que me crece por dentro. Luengos son años y muy largos conmigo, con viento fresco idos, idos, idos. ¿Son míos estos versos? Por supuesto que no, amabilísima Cunegunda, son de Quitapesares, ese demiurgo de mil cabezas, uno, plural y múltiple.
El pensamiento, en mí, son un montón de frases superpuestas. Frases de otros, claro, ya que uno de mis dichos sentencia que todos los aforismos son ajenos. Todos, a lo mejor este mismo que te dicto. Mi fiel secretaria, mi indisoluble esposa, hoy tengo ganas de hablar sobre ti.
Con Cunegunda Bonaventura yo estoy solo y sólo en su compañía yo siento la perfecta soledad. He llegado al extremo de poder estar solo tan sólo cuando ella está conmigo. No se trata de la tranquilidad absurda de no mirarla nunca, sin remordimiento, o la cochina serenidad de poder rascarme las axilas sin esconder la mano; es también una soledad mental, de pensamiento que fluye sin tener que hacerle concesiones al otro. Ella no me pide que le explique nada, si hablo; ella no me pide que hable, si estoy callado, ni mucho menos indaga en mi silencio. No sé si entiende o no mi silencio y mis palabras (creo que no, muchas veces) pero ella asiente, consiente, escucha, calla. También niega, reniega, chilla, grita, sí, pero como es especialista en disentir, en criticar lo que hago o lo que escribo (ella no se equivoca), cuando me pongo furioso con sus observaciones, se retira, espera a que se me pase; sabe que el más capaz de esperar es dueño de la victoria.
Si estoy triste no se queja, si estoy feliz no se exalta. Es como vivir con un perro, dice mi amigo Quitapesares, que es un simple simplista.
Es como vivir con Cunegunda, la soledad. No hay un test ni un criterio para evaluar la inteligencia de Cunegunda. Ella parece genial y tonta al mismo tiempo, al tiempo santa y maligría, bondadosa y malvada, calculadora e ingenua. Cuando yo apoyo mi cara sobre el pecho de Cunegunda, casi siempre, me sorprende encontrar que algo allí adentro palpite. Ella camina descalza, silenciosa, por la biblioteca, y parece flotar varios centímetros por encima del suelo. Si yo creyera en las levitaciones diría que la he visto levitar. Y no la he visto, pero su cuerpo tiene levedad de mística.
Es de carne y hueso, Cunegunda, pues cada vez que esta duda tremenda (la de que ella sea un ser espiritual) me ha asaltado el caletre, he tomado el látigo para azotarla. Cojo un error de ortografía como pretexto y la azoto hasta hacer que brote sangre de su espalda. Después me inclino sobre ella y lamo sus heridas y las salo con lágrimas. Cunegunda sonríe como una santa ante el cilicio y también ella lame las manos que la fustigaron.
Conocí a Cunegunda, como todo lo importante que ha pasado en mi vida, por casualidad. Ni ella ni yo sabíamos que nos estábamos buscando: ella un trabajo, yo una secretaria. Caminábamos ambos por los jardines del Valentino, en esta ciudad de mi probable tumba, yo detrás de mi bastón y ella detrás de su novio. Cunegunda lloraba y el novio apretaba el paso. Yo quise detener esa injusticia, detuve a la muchacha, le dije que eso no, que así no. Ella me contó la historia, la única historia de Cunegunda que yo de veras me sé, porque ella es silenciosa. Quizás la cuente algún día, después de mi muerte, ella misma, cuando descanse del dictado y tenga mucho tiempo. No es una historia que deba contar yo, pero es la historia que nos ligó esa tarde y que ya pienso que no habrá tiempo para que no nos una para siempre.
Eso son las historias, una alianza entre quienes las cuentan y quienes las escuchan.
Esa misma tarde Cunegunda entró a mi casa de Turín por primera vez. Esa noche, por primera vez, durmió en mi casa, y desde entonces ya no ha vuelto a salir sino a lo necesario. Ha sido mi compañera, mi secretaria, y desde hace no mucho tiempo ya es también mi esposa. Yo creo que la quiero, creo que la quiero aunque no sé de qué modo. Hemos hecho una alianza, en todo caso, y ése es otro de los nombres del matrimonio, una alianza. Nos miramos, ella sonríe y escribe. Yo le dicto. Mirando a Cunegunda yo siento que me puedo morir tranquilo.