De cómo el intento de hacer un autorretrato puede dar por resultado un mamarracho
Poco me han importado la potencia y la apostura, esos dos atributos que tanto preocupan a los hombres. Toco a Cunegunda y no me angustia esta reacción de eunuco capaz de convivir en el gineceo sin tener pesadillas ni malos pensamientos. Cuando me miro en el espejo, observo sin piedad y sin preocupación los signos ineluctables del envejecimiento. Tengo un recuerdo vago, sostenido a fuerza de fotografías, de mi imagen a los quince, a los veinte, a los treinta años. Después todo ha sido un descenso continuo, con leves recuperaciones y bruscas recaídas. Por la mañana, sin camisa, me lavo los dientes y contemplo sin compadecerme el amorfo, flojo ondear gelatinoso de mi pecho. Nada consigo si contraigo los músculos pectorales, pues esa masa que ondula ya no es controlada por ninguna fibra. Pero yo tan campante, con mis dientes limpios (y míos todavía) le sonrío al espejo. No le hago la más mínima concesión a esos remotos llamados de conciencia que me aconsejan hacer un poco de ejercicio. Esto no me molesta, como no me molestan las arrugas de la frente ni las ojeras sombreadas por una azulosa profundidad enfermiza. Claro, aunque no me molesten, me doy cuenta de que esta negación de la molestia es ya la muestra de un esfuerzo de autoconvencimiento. No es una actitud positiva, no es un "me gustan", sino el intento de neutralizar un verbo que me agrede.
¿Haré mi retrato? Digo que ya no se me da nada de este cuerpo derrotado por los años. Alguna vez tuve otra piel, mejor, pero no es posible apegarme a todo eso. Diré algo sobre mi carácter. Diré que detesto (el verbo es excesivo, pero yo me entiendo) la gravedad. La vida, para mí, no ha sido nunca una carga. Me divierten (o me aburren) por igual la pornografía y la hagiografía; ni la primera me excita ni la segunda me exalta, pero mi vida no pasa como los domingos frente a la televisión. No huyo del aburrimiento mediante actividades insulsas. Digo yo, y lo digo aunque la frase anterior me suene un poco grave. Soy contradictorio, sí, como tengo dos pies y dos manos y dos ojos (la analogía es ajena), cada cual con sus manías. Bah. Estoy viejo y me voy a morir pronto. Vivo mi última parte en este paréntesis de ser entre dos nadas. La muerte, o la vida, son como ciertos libros y ciertas películas: uno no tiene miedo de que se terminen, simplemente no tiene ganas. No todo lo que no se desea se teme. Pero esto no es una definición, o no pretende serlo. Es sólo poner en muchas palabras lo siguiente: no le tengo miedo a la muerte; lo que pasa es que no tengo ganas de morirme. ¿Pero por qué uso tantas palabras para decir algo tan simple? Lo cierto es que desprecio ese desierto que se acerca. Morir es caer en la nulidad, en la nada total y por lo tanto no tiene ninguna relación conmigo, que estoy vivo y pienso.
No faltará quien opine que mi apatía me impide llevar una vida intensa. No. Lo que esta distancia me permite es no perder el tiempo en bobadas. Eso. Atender a los clientes, llamar por teléfono, revisar el extracto del banco, pagar cuentas: la vida de los otros. Llorar porque se entraron los ladrones, por el carro estrellado, porque el pelo me lo tiñeron mal, porque la niña sacó tres en el colegio, porque no encuentro el cheque: la vida de los otros. Pareceré altivo, pareceré un fingido noble, pareceré un hidalgo insoportable, hablarán de mi torre de marfil, de mis babias ilusorias, y tendrán razón, pero yo no viviré la vida de los otros ni me importará un comino mi nobleza, mi supuesta hidalguía, esta torre feudal de mi soberbia o todo lo demás que los demás me atribuyan. Las opiniones son también la vida de los otros.
Ridículo que en una autobiografía uno no sea capaz de hacer su autorretrato. Pero tengo a Quitapesares, mi amigo, que ha escrito mi descripción o semblanza, lo que diría en mi entierro si mañana me muriera, lo que él sabe o piensa que sabe de mí. Dice: "Gaspar tiene una cara neutra, perfectamente inexpresiva. No tiene un rostro serio ni severo, diría más bien sereno. Elevado, absorto, parece vivir en otra parte, pensar en otra cosa que a nadie comunica. ¿Pensar? Uno muchas veces se pregunta si Gaspar tiene algún pensamiento, alguna duda, algo que lo turbe. Pocas veces escucha cuando se le habla y aunque trata de mirar a quien le habla, la vista se le pierde, se le desvía para ninguna parte. Parece estar mirando siempre para adentro. No demuestra sus años. Hay pocas arrugas en esa cara que jamás ha hecho una mueca, un gesto enfático. Vacío, como en éxtasis, ensimismado, embelesado en algo que no dice, parece que estuviera siempre de paso o de visita. Lo menosprecia todo, sin excluirse a sí mismo. Habla poco, con frases secas y seguras que no expresan, sin embargo, ninguna certeza, y que parecen quedar a medias. Los que lo conocen, de inmediato, lo odian o lo aprecian. Unos pocos lo llegan a querer, pero él poco se deja y a lo mejor ni se da cuenta".
Como quien le pide un retrato a un pintor amigo, a un fotógrafo, deberíamos hacer lo mismo con la escritura. Pedir a los amigos que nos describan con palabras. Le pido a Bonaventura que haga mi retrato hablado. Le ordeno que escriba lo que se le ocurra y ella obedece así:
"Don Gaspar Medina es mi dueño y mi señor. El no sabe que tiene unas manos hermosas; él no sabe que cuando apoya una mano en uno de mis senos yo me disuelvo por dentro. Don Gaspar se cree frío como el hielo y viejo como el padre de Matusalén. Tal vez lo es. Pero, como el hielo, quema, y fascina como Matusalén. Don Gaspar ahora dice que no debo escribir con las metáforas manidas de los poetas viejos. Él es duro para juzgar, pero como decía el de arriba, también para juzgarse. Es más indulgente conmigo que consigo mismo. Si fuera menos rígido con él mismo, también él sentiría que algo le pasa cuando toca mi seno. Tiene un pelo blanco blanco y brillante, del mismo color de la barba que a veces no se afeita. Cuando se afeita me da rabia. Yo quisiera que se dejara crecer la barba canosa: le esconde un poco la mueca irónica de la boca, la sonrisa cínica. Yo a veces no lo entiendo, no sé si está regañándome o tomándome el pelo. Creo que las dos cosas al mismo tiempo. Ahora me mira y no sé si le gusta lo que estoy escribiendo sobre él o si lo va a romper. Le sonrío y él no me sonríe. Quieto como una esfinge. Escribo esta palabra y me pregunta (no sé si regañándome o tomándome el pelo) si no querré decir más bien efigie en vez de esfinge; me dice que las esfinges tienen tetas como yo y no el pecho caído y fofo como él. Yo digo que quería decir quieto como una estatua de ojos excavados y mirada vacía. Es muy difícil querer a don Gaspar, es verdad que no se deja. Ya me dio rabia y no escribo nada más, punto, ¿para qué se burla de mí? Añado solamente que no siempre tiene mirada de estatua; a veces tiene mirada de cuadro, vivísima, y desde donde esté, parece que me estuviera mirando". ¿Será este libro mi efigie? Sí, la efigie del olvido. Hacerse un retrato, así sea la foto para el pasaporte, es un ejercicio de vanidad. Cuando salen la fotos miramos con ansiedad si el resultado coincide con la imagen que tenemos de nosotros. Me estoy mirando las manos, un pellejo viejo dividido en cinco más cinco dedos cuarteados y de uñas resecas. Bonaventura dice mentiras piadosas. Al dictar lo de "mentiras piadosas" se ha ido indignada. Tengo que hacer mi ejercicio de tinta solo.
Cojo la pluma de Cunegunda con mi mano manchada por el tiempo. Quiero insistir, con mi puño y letra, en que no me ha importado el cuerpo. Tomo una decisión: me quito la ropa y empiezo a escribir con el bolígrafo por la piel de mis piernas. A veces los vellitos se interponen (aunque ya no son muchos) y a Cunegunda le resultará difícil descifrar estos signos alfabéticos. Uso de folio la convexa barriga y como venas azulosas el curso de mi escritura recorre ese pellejo destemplado por los años. ¿Qué palabra escribiré sobre mi miembro? Pues sobre el corazón, en el pecho, escribo que de cuando en cuando algunas mujeres consiguieron darle cuerda. En mi caído brazo izquierdo pongo una letanía de endecasílabos cojos: tengo la piel para escribirme encima, mi mano izquierda con la derecha rima, versos que no merecen tanta lima, si los lee la vista que te estima, la lengua que me lame y me lastima, sin ser de fuego el agua que me arrima, hasta toparse con el codo o sima, pedazo que no me hunde ni me anima… Bah, estos versículos son una tontería y no consigo escribir algunos más derechos en la espalda (no me llega la mano) y este mi cuerpo en pelota, hasta donde he alcanzado, ya ha quedado surcado de letras torpes que no me describen, que no me ocultan, que no me delatan ni relatan. Tanto escribirse encima, para nada. Tanto buscarse en la escritura para saber que cuanto digo de mí no acaba por parecerse nunca a lo que hago.
Pues mejor que escribir es que otros escriban. Lo que me importa todavía son los libros que leo, en los que sí me encuentro. Este disparatado que dicto (menos ahora, porque se enfureció mi amanuense cascarrabias) me interesa menos y siendo mío a veces me parece que poco o nada tiene que ver conmigo. Me ha interesado indagar la engañosa memoria, en ocasiones de gusto mentirosa, y tratar de comprender un tiempo que a veces me parece vertiginoso como el relámpago o lento como una de mis novias (de la que ya contaré). Yo, como aquel hidalgo de buen recuerdo, los ratos que estoy ocioso (que son los más del año) me dedico a leer libros de caballerías o de cualquier otra cosa, con tanta afición y gusto, que he olvidado casi del todo las usuales actividades de mi clase y aun la administración de mi hacienda; y ha llegado a tanto mi curiosidad y desatino en esto, que he cambiado amores, tierras, viajes, cualquier otro tipo de diversiones, tan sólo por tener algunos libros que leer y todo el tiempo para leerlos. He descubierto, leyendo, en qué consiste la alegría de estar despierto.