Dictado que lamentablemente cae en la nostalgia y en pretensiones de hidalguía
Me veo a los veintisiete años, encerrado en mi biblioteca de la casa de Medellín. He apagado la luz para no distraerme con los ojos mientras oigo un trozo de la quinta sinfonía de Mahler. Al acabar de escuchar el disco por segunda vez, apago el aparato. Desde la oscuridad empiezo a pensar en otro sitio que no sea mi biblioteca, mi ciudad, mi país. Me imagino viviendo en otra parte, en la Viena de Mahler, por ejemplo, o en alguna de esas ciudades de la Saboya italiana que para Flaubert eran lo más aburrido del mundo. No me importa pensarme en otra ciudad, entre otras cosas porque el ejercicio de imaginarme en otra parte es demasiado arduo. Ese que yo era, no ha sido distraído turista por los vastos continentes. De otras partes del mundo sabe tan sólo lo que le habían contado sus padres, viajeros empedernidos, y lo que había leído en las crónicas de viaje.
Ese joven no puede revivir en su memoria una calle de Viena y sabe que cualquier invención, aunque se base en datos de lecturas recientes, será de todas formas falsa. Lo que de veras le interesa, pues él sabe que se irá, es tratar de descubrir lo que en otro sitio pudiera añorar de su país. Siente en la espalda la comodidad del sillón en el que está sentado, respira la presencia de los libros (dejados en herencia por su padre, en parte, en parte heredados del tío Jacinto, en parte suyos), gira la cabeza hacia donde sabe que se encuentra el escritorio, pero concluye que el cariño por este sitio no tiene nada que ver con la ciudad. Piensa que en Viena todo podría ser igual y probablemente mejor; una buena biblioteca podría tenerla en cualquier sitio.
¿Tal vez el clima que, según dicen, es mucho mejor que en otras partes? La montaña en el trópico tiene la ventaja de quitar el calor y la humedad sin llegar a ser nieve ni frío intenso. Hay mucho sol al año y la ciudad inundada por los aguaceros no es un problema que lo afecte personalmente. Claro, cuando esté afuera, no añorará los derrumbes de laderas sobre los tugurios de los barrios pobres.
Podría llegar a sentir nostalgia por la conversación de algunos amigos, cuando el ron sigue teniendo sabor y todavía no emborracha. La música de alguna amiga que puede pasarse la noche cantando. Ese joven sentado, inmóvil, está seguro de que el olor de la guayaba no le haría falta en otra parte, ni el gotear del agua sobre los techos de aluminio, ni el silbido interminable de las chicharras en el campo, ni las novelas urbanas de los escritores locales que, como dice un amigo (del que sin duda añorará el filo de la lengua), siguen oliendo a boñiga.
A ese joven que yo era y que yo veo le gustan las hojas de las matas de plátano, pero el recuerdo (aunque no muy nítido) le bastaría; no llegaría a tener nostalgia de volver a verlas con los propios ojos. Los periódicos nacionales le harían tan poca falta que pelearía para siempre con la persona a la que se le ocurriera seguírselos mandando, cuando estuviera afuera. Dicen que el nuestro es el mejor café del mundo, pero él, desde ese entonces, bebe café, o té, o manzanilla, o agua de tila con magdalenas, o lo que sea, con indiferencia. Como es indiferente su relación con la coca, que probó sólo una vez por imitar a Segismundo, y con la mariguana, que le da mucho sueño y un embotamiento mezclado cona ansias de volver a la vigilia.
Después de mucho pensarlo llega a una conclusión: lo único que de veras le hará falta será la lengua. La lengua de su infancia, la palabra de sus amigos, la lengua con que Eva Serrano le reveló que era rico y que podía ser rico darse un beso. El joven que yo era, entonces, piensa que en Viena se seguirá ocupando de su lengua: la enseñará o la seguirá aprendiendo, que poco más o menos es lo mismo, y ahora me doy cuenta que es eso lo que he estado haciendo en estos larguísimos decenios de voluntario exilio.
¿No hay entonces destino ni azar, sino elección? Algún barbudo de gafas ya habrá dicho que la libertad es la elección de la necesidad. Escogí lo que necesitaba: seguir viviendo en mi lengua, por mi lengua, fijado en ese sitio que se le pudrió a Freud y lo llevó a la tumba, y que llevó a la hoguera o al patíbulo a lenguaraces tan ilustres como Giordano Bruno o el utópico Moro. Yosoy túeres éles, esto será lo que me hará falta en Viena, la lengua de Valdés y de Nebrija, de don Andrés y de Cuervo.
Si algo bueno nos dejaron los peninsulares, culpables del matadero levítico y contrarreformista que es mi tierra, fue este instrumento que nos sirve incluso para insultarlos, carajo (que es nuestra forma criolla de decir sus hostias), y para echarles parte de la culpa de nuestras desgracias. En todo caso los azares no me llevaron a Viena ni me devolvieron a Medinaceli. Me trajeron a esta Turín de avenidas anchas y palacios estrechos, de erre afrancesada y vino bueno. Y agradezco no haber ido a parar a Viena, pues jamás habría sido capaz de aprender alemán. Y agradezco (es un decir, no le agradezco a nadie, ni al altar con un dado que es mi única capilla de creyente) también no haber ido a dar a Madrid, pues con estas manías de hijodalgo, ahora, en vez de estar rememorando, andaría escarbando entre los archivos de toda la península, haciendo lo imposible por hallar un apoyo documentado que me permitiera mendigar con altivez un titulillo de barón o de vizconde. Y todo por ser requetataranieto inventado de un cabo asturiano -muy de su majestad buen súbdito y de limpísima sangre- que consiguió arcabucear a ochenta y siete indios asustados durante la Conquista.