Donde se revela quién fue la primera víctima de la Guerra Civil y se recita una plegaria por la pobre viejecita de don Rafael Pombo
Ningún psiquiatra consiguió convencerme de los daños que me había provocado mi madre ni de los problemas que tenía como consecuencia de errores de mi padre. Pese a su insistencia en que me fijara en esto o en aquello, nunca pude echarles la culpa de nada a mis padres, salvo, tal vez, la de haberse dejado matar jóvenes y al mismo tiempo. Yo tenía dieciséis años y estaba todavía en bachillerato. Ellos estaban viajando por Europa y colonias desde hacía un par de meses. La noche del 18 de julio de 1936 fueron abaleados por desconocidos en un hotel de Casablanca. Por lo menos eso decía el telegrama que recibimos el día diecinueve, donde se nos informaba, además, que no habiendo consulado colombiano en aquel puerto, y dadas las circunstancias de agitación del momento, los cuerpos serían enterrados en una fosa común de aquel protectorado. El dinero que mis padres habían consignado en el hotel, bastaría para tal efecto. Eso era todo. Y eso fue todo. Cuando pude ir a Marruecos habían pasado más de diez años y de mis padres no quedaban ni huellas ni recuerdos, cancelado todo por años y años de guerras y abandono.
El 19 de julio de 1936, un colombiano, yo, era el primer huérfano de la guerra civil española. Un huérfano triste y rico al que faltaban más de cuatro años para alcanzar la mayoría de edad. Yo casi nunca recuerdo las fechas, ni me importan, pero guardo memoria de ésta que fue, quizá, la grande ruptura de mi juventud. Por muchos meses vagué de una casa a otra de mis tíos interminables, sin que ninguno pudiera llegar a un acuerdo sobre quién se debía encargar del huerfanito. Yo no sentía inclinación por ninguno y a pesar de que en todas las casas, quizá por seducirme, me trataban como a un rey, yo tan sólo pensaba en volver a mi habitación en la casa de mis padres. De la tutela de los tíos y de mi misma ruina me salvaron las rivalidades entre ellos y la perspicacia y predilección que sentía por mí el arzobispo. Ya retirado y ciego, vivía sus últimos años, pero los demás tíos (incluso de parte de mi padre) le concedían una cierta autoridad. Él, que con los años se había vuelto completamente desprendido en asuntos de dinero, se dio cuenta de la voracidad de mis parientes pues todos se peleaban por entregarme sus cuidados siempre y cuando se les consignase también la administración del patrimonio heredado. El arzobispo, a la vista de tantos buitres, decidió entonces conformar una junta de familia que velaría por verificar los progresos en mi instrucción. Para tal efecto se harían reuniones quincenales en las que yo mismo estaría presente y les haría un resumen de mis actividades. Nombró también un administrador de los bienes, ajeno por completo a los dos bandos familiares, cuyo desempeño sería juzgado también por la misma junta de tíos hasta que yo cumpliera mis legales veintiún años.
El administrador era un viejecito prudente y mojigato, manso y honrado como ninguno. El arzobispo, que durante veinte años había sido su inútil confesor, tenía muy claros estos datos. Y así fue como hasta incluso mucho después de mi mayoría de edad este contadorcito puntilloso se encargó de anotar cada centavo y cada peso salido de mi patrimonio familiar. En familia le teníamos el sabroso sobrenombre de Insípido, y yo, desde entonces, cuando he tenido que escoger administrador, lo he hecho siempre eligiendo personas que parecen cortadas con la misma tijera. Esta ha sido mi única habilidad económica.
Insípido se pagaba cada mes una cifra irrisoria, y cada mes presentaba balances impecables que mis tíos no podían sino aprobar, salvo algunas críticas (a las que el contador era por suerte inmune) sobre los mejores negocios que podrían hacerse con ese capital con sólo correr un tris de riesgos más. Pero en esto el administrador era intransigente; sus inversiones eran cuidadosísimas y aunque el rendimiento no era el mejor, año tras año mi patrimonio se conservaba y aumentaba. Mis tíos, viendo que por mi lado no podrían sacar partido alguno, me fueron dejando, para mi fortuna, cada vez más solo, y pude completar mi juventud como me dio la gana. Gracias a esas figuras desteñidas y sosas de administradores prudentes y prolijos, he podido vivir desde entonces con la conciencia liberada de cualquier preocupación práctica.
Cuando acabé el bachillerato, dos años después de la muerte de mis padres, decidí tomarme un sabático. Quería descansar un año, y no para pensar mejor qué profesión escoger, como les dije a ellos para justificarme, sino simplemente para eso, para no hacer nada, para no tener que hacer por un año lo que a los profesores se les ocurría que yo debía hacer. No contaré aquí el escándalo y los aspavientos de mis familiares cuando, en la quincenal reunión familiar, les comuniqué mi decisión. En un primer momento se miraron perplejos pues la mayoría de ellos no había oído jamás la palabra sabático que yo acababa de pronunciar (y de aprender, hojeando el diccionario). Tío Justo, el más franco de todos, me confesó después que al oír esa palabra él había pensado que, raro como era ese sobrino suyo, se estaba con seguridad convirtiendo al judaismo. Cuando me expliqué mejor y comuniqué que por un año pensaba descansar, viajar y meditar en el futuro, pusieron el grito en el cielo. El arzobispo ya había muerto y el monseñor no estaba presente. Me defendió solamente la tía Julita, pero no por bondad, como pensé yo en aquel momento, sino porque me odiaba tanto que pensaba que así precipitaba mi perdición definitiva. Con frases mordaces y alzando la voz más que cualquiera de los varones presentes, les calló la boca a todos los demás en nombre de mi libertad e independencia. Su énfasis era incluso mucho mayor que el mío. Poco después comprendí sus verdaderos motivos secretos y desde entonces estoy convencido de que muchas veces los que quieren hacernos un mal, si se salen con la suya, no saben el bien que nos hacen.
Los tíos hubieran podido prohibirme ese año sabático a los diecisiete o dieciocho años. Habrían podido obligarme a elegir entre derecho, ingeniería o medicina, las únicas profesiones decentes que había en ese entonces para la gente de mi clase. Pero para la tía Julita la libertad era el único camino que conduce al precipicio; y ella quería el precipicio para mí. Escogió la libertad para hundirme, y me salvó, o por lo menos me dio la posibilidad de seguir construyendo mi vida como me iba saliendo.
Yo había resuelto, en caso de que la oposición de mis tíos fuera demasiado fuerte, matricularme en derecho. Dudaba mucho que me permitieran ese sabático soñado, pero todo fue facilitado por la repentina e inesperada muerte de la abuela. Me doy cuenta de que aquí hay otro hueco en mis memorias; hasta ahora no he dicho nada de mis abuelos. Esto se debe, tal vez, a que alcancé a conocer sólo a una de ellos, a la madre de mi padre. Los otros tres ya habían muerto cuando yo nací.
¿Qué decir de doña Blanca Calderón, viuda de Urdaneta? Parecía hecha a imagen y semejanza de la pobre viejecita de don Rafael Pombo. Avara, quejumbrosa, perpetuamente preocupada por sus achaques imaginarios, por su oro en vías de extinción, por los inexistentes caprichos del perenne clima del trópico. Había tenido seis hijos (que ella parió, es verdad, pero que crió Mincha, la nodriza negra) y no sé cuántos nietos. A pesar de la prole numerosa se mantenía sola en la misma casona de El Poblado donde habían crecido mis tíos y mi padre. Se quejaba de soledad, pero no invitaba a nadie. Si uno de los hijos o nietos iba a verla, desde que entraba les advertía que no podía invitarlo a comer porque no había avisado con la debida anticipación. Y si alguien avisaba con anticipación y desde el lunes le decía, el jueves voy a comer, abuela, ella respondía, ah, ya veremos, de aquí al jueves hay tiempo. Después se quejaba porque sus hijos y nietos nunca iban a comer con ella.
Recuerdo que por allá en los días de mi uso de razón, debió ser para la fiesta de mi primera comunión, me hizo un buen regalo, un trencito de juguete costoso, si no recuerdo mal. De ese día en adelante y por los trece años sucesivos, hasta que se murió, cada vez que me veía se acordaba del regalo y me lo hacía saber. "¿Te acuerdas de ese trencito que te regalé yo?" Juro que si el maldito tren no hubiera estado ya deshecho por el tiempo, se lo habría devuelto.
Cuando murió su hijo menor, mi padre, la mayor preocupación que tuvo fue la de que no se les fuera a ocurrir encargarla del nieto sobreviviente. Me besuqueaba las mejillas, me decía todo lo que le hubiera gustado llevarme a vivir con ella, pero no era posible, era muy complicado; tenía espacio, no podía negarlo, pero con más gente en casa se le aburrirían las muchachas del servicio y la dejarían sola. Nunca hubo afecto en su voz, todo el cariño de que era capaz lo dedicaba a sí misma. Protestaba, se sorprendía por su soledad sin darse cuenta de que ella misma alejaba cualquier contacto, cualquier compañía.
Jamás en su vida había tenido que mover un dedo, ni había hallado por su cuenta algún quehacer útil o inútil, así fuera el más insulso; el abuelo Urdaneta la había tratado siempre como una reina, y sin embargo ella se mantenía, al mismo tiempo, aburrida y cansada. Tenía manías de grandeza, se creía de mejor familia que toda su familia, de más alcurnia que sus pocas amigas, que también la fueron abandonando.
Destino ineluctable de los que nunca quisieron, nadie la quiso nunca. Se murió, al fin, de mal de arrugas, cuando ya nadie se lo esperaba. Llevaba decenios anunciando su próximo fallecimiento y, como el pastorcito mentiroso, cuando se puso mala de verdad ya nadie le creyó. Llamó por teléfono, uno tras otro, a sus cinco hijos, para decirles que se sentía asfixiada. Todos le contestaron que pasarían a verla cuanto antes, pero no pensaron siquiera en moverse de la propia oficina o de la propia casa. Pegada del teléfono y con la voz cada vez más débil por la asfixia, se fue quedando muerta y expiró con la corneta en la mano, sin que nadie creyera en sus estertores telefónicos. Cuando llamó Camila, el ama de llaves, a decir que había muerto, mis tíos a duras penas podían creerle. "No puede ser", "¿está segura?", "¿cómo dice?", fueron las respuestas recurrentes. La misma tía Julita, cuando finalmente llegó a la mansión de la muerta, empezó a notar que a la abuela algo se le movía tras los párpados y trataba de convencer a sus hermanos de que debía ser un caso de muerte aparente. Los hermanos estaban demasiado ocupados en hacer las listas de las pertenencias de la abuela para hacerle caso. A esas alturas, incluso en caso de segura catalepsia, hubieran resuelto enterrarla viva.