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II

Que narra una contrita confesión de perfecta castidad e insulsa indiferencia

La castidad, en mí, no ha requerido nunca mandamientos. En el colegio, durante la confesión, recuerdo la escéptica sonrisa maliciosa del capellán ante mis reiteradas negativas a sus preguntas sobre la pureza. Sus interrogatorios eran tan minuciosos que me obligaban a pensar en algo ajeno por completo a mi experiencia. Pero mi cara de asombro no lo complacía ni mi ingenuidad llegaba a convencerlo, y así tuve que inventarme pecados contra el sexto mandamiento con tal de dejarlo tranquilo y de evitar que advirtiera siempre, antes de la absolución, que el sacramento de la penitencia carecía de validez si la confesión de boca resultaba deliberadamente incompleta. La mía llegó a ser tan completa que excedía los límites del pensamiento, palabra, obra y omisión. Después de haber tenido que mentir sobre impalpables tocamientos o sobre miradas jamás lanzadas y tentaciones que no se me pasaban por la mente, me veía en la obligación de confesar que había mentido, de manera que se me perdonara la mentira de haber confesado pecados de lujuria imaginarios.

A esta paz de los sentidos parece que llegan las personas de mi edad, pero yo llegué a ella sin siquiera salir, o mejor, salí con ella. En la juventud me persiguió la idea de ser un eunuco psicológico, pero debo aclarar desde ahora que mi inapetencia no tiene nada que ver, por lo que sé, con frustraciones profundas o con barreras erigidas por una moral demasiado rígida. En el fondo me hubiera gustado padecer, como los demás, esa fuente de torturas y deleites que debe de ser la voluptuosidad.

No se crea que no busqué objetos a cualquier lejano asomo de lujuria. No hay perversión que no haya intentado practicar. Pero en vano porque masturbación, zoofilia (gansos, gallinas, ovejas, burras, caballos, perros e incluso salamandras), homosexualidad, gerontofilia, pedofilia, sadismo, masoquismo y todo lo que se quiera, jamás conmovieron mi ánimo apacible y hace ya mucho que cejé en los intentos de querer parecerme en esto a la mayoría de mis congéneres. Como previó Pascal, hace ya varios siglos, mis esfuerzos por ser bestia me convirtieron en ángel. Ni el estólido comercio natural de ingles en flor, ni las concienzudas aberraciones descritas por el marqués divino, consiguieron conmover los cimientos inmóviles de mi indiferencia.

Ante la ausencia total de días en que fuera tan lúbrico, tan lúbrico, llegué a fabricarme planes geométricos en pos de la concupiscencia. Las ansias de una vida intemperante me llevaron por años a practicar una aburridísima masturbación metódica: todos los jueves a las cinco de la tarde. Y no cuento, por procaces, las indecibles maromas que tenía que hacer para lograr mi cometido hebdomadario. Pero a mí me ha faltado constancia hasta en los vicios y muchos jueves olvidaba mi deber de manipulación vespertina. Así mismo, nunca pude perseverar en el tabaco, en el alcohol, en los tics… La fidelidad que me debo, me obliga a un permanente cambio.

No hay en mí, por lo demás, ningún trastorno físico que sirva de coartada a la precaria actividad de mis sentidos. Tengo, aunque cada vez menos, erecciones matutinas como cualquier otro hombre; doné en mi juventud litros de esperma a los bancos de semen, que no se lamentaron por escasez de zoos en mis donaciones; mi equilibrio hormonal es impecable, no he sufrido diabetes y, a pesar de la edad, mi próstata está intacta. Podría hablarse, si mucho, de un climaterio bastante prematuro, que coincide con la fecha de mi alumbramiento.

A veces me atormentaba (pero el verbo es sin duda exagerado) esta idea de ser una especie de asceta innato. Durante los años de la crianza, mis padres sufrieron con aquello que incautos médicos calificaron como un insólito caso de anorexia precoz. Comer, para mí, ha sido siempre una especie de deber, un compromiso obligatorio que hay que cumplir con el cuerpo. Nunca logro acordarme de lo que comí el día anterior y es necesario que por la mañana, al mediodía y al anochecer, alguien me recuerde la hora de las comidas. Las raras veces en que no he tenido cocinera en la casa, no se me pasaba por la mente la idea de comer y tenía que instalar despertadores que me indicaran la hora de ir al restaurante para tragar almuerzo y cena. La palabra hambre, para mí, es una abstracción, no menos intangible que la noción de líneas asintóticas: asuntos paridos en el cerebro de los hombres, y quizá existentes, pero que no comparten la indudable certidumbre del dolor.

Sí, porque del dolor poseo una percepción más clara. Tal vez a esto se debe mi completo rechazo a la anestesia y la incomprensión que tengo por los analgésicos. Es tan precaria nuestra condición humana, tan difícil de distinguir a veces de la de las plantas, que tengo al dolor por un tesoro, casi la única demostración de que estoy vivo. Nunca le tuve miedo al pinchazo de la aguja o al brotar de la sangre después de un movimiento poco diestro de la navaja barbera. Al contrario, estos raros momentos son para mí mementos de que existo. Nunca me escandalizó, por consiguiente, ese uso de los beatos tan estigmatizado por los iluministas, es decir, el cilicio. ¡Ah de las cerdas y los pinchos que te aprietan el muslo, lánguida doncella! Sólo gracias a ellos recuerdas que eres carne y no frío guijarro. Poco saben de la vida quienes no se han concedido la mística experiencia de rociarse una llaga enconada con un chorro abundante de vinagre y limón. En cuanto a las demás mortificaciones de la carne, como ayunos, desvelos y votos de silencio, nunca tuvieron ante mis ojos mérito alguno, ya que forman parte de mi disposición natural. Sin contar con que los tiempos modernos han degradado estos hábitos hasta una vulgaridad inconcebible: las dietas para adelgazar han convertido en régimen el sacro ayuno, la televisión ha hecho callar a la familia entera que comparte su absoluto retiro espiritual frente a ese altar multicolor de idioteces, pasan la noche en vela los que se van de discoteca en discoteca, ebrios de ruidos etéreos. En todo caso el ser insomne, inapetente y taciturno son cualidades de mi disposición natural que no han requerido reglas monásticas para desarrollarse. Cuando en verano me retiro a la vieja casa cural de Pulignano, en Toscana, donde tengo mi refugio para las horas de mayor misantropía, siento cierta satisfacción al comprobar que sin proponérmelo repito el ritmo y el estilo conventual de los monjes cistercienses. Ya a las cuatro estoy levantado y medito paseando por un centenario huerto de olivos salpicado con las cruces rotas de un cementerio que ya hace decenios cerró el cancel a los entierros. Una rebanada de pan y algo de agua son mi único alimento matutino. Después leo o me pongo a… Pero no voy a hablar ahora de esto. De mi vida en Pulignano, de esos días más celestiales que monacales que he pasado allí, hablaré más adelante.

Tampoco aprecio los esotéricos deleites de la embriaguez. He tenido, como todos, mis amigos borrachos. Recuerdo por ejemplo a Sergio Valderrama, que derramaba en su esófago cálices de ron (en realidad eran vasos) como quien llena un pozo sin fondo, o por lo menos muy hondo. Recuerdo su silencio hecho locuaz en virtud del espíritu ingerido, su timidez hecha trizas y convertida en azarosa audacia. Yo, en cambio, siento con la ebriedad un mareo insípido instalado en una mente obnubilada. El alcohol para mí tiene visos de somnífero. Si me interesara dormir más de las cuatro horas que ya duermo, me tomaría unas copas de más, pero en la vigilia me aburro menos que en el sueño.

En el juego, durante algunos meses de mi lejana juventud, creí encontrar, al fin, un asilo, un templo de perdición. Una ocasión para dilapidar mi fortuna, para retar mi inamovible buena estrella. Pero qué va. En los casinos llegué a maldecir las alturas por mi buena suerte. ¿Qué gusto hay en ganar, ganar, ganar siempre o casi siempre? Así me siento, despojado del gusto por exceso de gusto.

Ah, si yo pudiera, como podría, ser un sibarita. En cambio, un caldo tibio o el té manchado con leche son los mayores manjares que mi paladar y mi lengua reconocen. Pero no se piense que mi educación me permita no elogiar las exquisiteces que se me ofrecen en manteles ajenos. El caso es que denigro o elogio todos los platos por igual. No me apetece nada, pero como de todo. No encuentro mayor deleite en deglutir una langosta que un plato de lentejas (o viceversa, para los defensores del rústico yantar). La preferencia de los hombres por ciertos manjares exóticos la comprendo por lo que es, una debilidad de entendederas, y creo que todos, si lo pensaran bien, estarían de acuerdo conmigo en que el pollo sería tan exquisito como la perdiz si tan sólo se consiguiera invertir la cantidad disponible de los dos volátiles. Degluto con disciplina, sin sentirme que hago penitencia o que mastico gloria, hígado, caviar, tortillas mexicanas, trufas de Alba, hamburguesas gringas, gazpacho andaluz o pan y agua. No veo diferencia entre un lomillo de vaca a la pimienta, una morcilla frita o una coliflor hervida. Porque si aquello que me gusta no lo conozco, desconozco también los melindres de quienes se niegan a tragar unas ancas de rana, un platillo de sesos al gratín, hormigas santandereanas o trozos de camello rancio, macerados por el sol del desierto. Ante los libros de cocina y los tratados de metafísica, mi estupor es el mismo. Ni me va ni me viene lo que allí se desmenuza: me tiene sin cuidado, y a lo mejor no lo entiendo.

Que el mundo sea mágico o esté hechizado, como sostienen mis amigos más cargados de pías ilusiones invisibles, es para mí un invento de otros para otros que no son como yo. Despojado de supersticiones me asomo a la ventana y aunque admita que el paisaje no está mal, me cuesta descubrir la deslumbrante maravilla, el perenne entusiasmo, las secretas correspondencias, la impalpable energía. Nada. Falsos signos, signos tan sólo de sí mismos, aparentes mensajes que no quieren decir nada. No creo en los milagros ni puedo ver en la cadena de azares que mezcla a su capricho las cosas y los hombres, un secreto designio de la Providencia o un paso designado de la historia. De todas las magias improbables desentraño las reglas o los trucos (o si no yo, sé que hay alguien que lo hará) y me queda el sabor desencantado del que desvela trampas. Yo, sacerdote de ninguna cosa, no me apoyo en el bastón del misterio. Y lo que desconozco lo vivo sin horror, firme con mi bastión de incertidumbre. No le doy nombres rimbombantes ni explicaciones abstrusas a lo que no entiendo: suspendo el juicio y repito no sé, no sé, sin que se me derrumbe la autoestima. Si oigo ruidos en el techo de la casa, pienso primero en los ladrones, en las ratas o en el viento, sin desperdiciar mi imaginación con los fantasmas. Sólo los insensatos tienen respuestas (insensatas) para todo; incluso ante la odiosa pero definitiva nulidad de la muerte sacan a relucir su exasperante esperanza en un imposible más allá.

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