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Prólogo

En el que se declaran nombres y pronombres

Aquel que dice sí, esta boca es mía (un deslenguado), su humilde servidor, Gaspar Medina para mayores señas, el que esto escribe, quien dicta estos recuerdos presumidos, el hijo de mi madre… No: máscara idiota. Yo. Yo yo yo yo yo. La verdad está en este fastidioso monosílabo, tocayo de todos, pronombre del que cualquiera se cree dueño, comodín para el rey, el burgués, el vasallo, el santo, el asesino, y mágico sonido para mí: yo. I, io, moi, ich. Yo.

Yo, palabra impúdica, yo, el nombre que me doy a toda hora, yo. Yo voy a recordar los yoes que he sido desde que soy yo. Desde que de mí me acuerdo (poco), desde aquel yo de ayer, plural, lejano y sucesivo, hasta este yo de hoy en que empiezo a dictar y ya soy otro, hasta ese de mañana en que termine estas memorias del otro yo que seré. Una alucinatoria y grotesca galería de espejos que repiten la imagen siempre distinta de mí mismo.

Yo estoy aquí sentado frente al escritorio, casi inmóvil, con mi boca que se abre y se cierra como la de un pez tonto del que no salen burbujas sino palabras copiadas de inmediato por mi amanuense y leídas quién sabe cuándo por usted. Somos tres: mi secretaria, usted y yo. Yo me llamo como queda escrito, mi secretaria se llama Cunegunda Bonaventura, llámese usted como se llame usted. Los tres y este papel. Sin mentiras ni falsa modestia. Como yo soy quien dicta, como yo soy el arbitrario, como soy el demiurgo estrafalario, como soy el locuaz atrabiliario, debe saberse desde ahora que aquí el que manda soy yo. Yo solo. Un dios torpe, por el momento, con una secretaria de ventrílocuo. Y no de ventrículo, todavía no. ¿Está claro? Yo, ella, usted y este papel. Como en la primera clase de gramática yosoy túeres ustedes éles. Uno que habla, yo, una que copia, tú, uno que lee, usted, gracias a él, este papel. Quiero parecer metódico, ordenado, porque sé que después no lo seré. No soy capaz. O no me da la gana. Salto de aquí para allá. Mis recuerdos son una jauría de ecos que rebotan en el cráneo, voces que ladran y muerden.

De las dos fechas, la cuna y la sepultura, el principio y el fin de cada uno, estoy muy cerca de la segunda y lejísimos de la primera. Pero estoy anticipando demasiado para un prólogo, vestíbulo del libro en que nos saludamos. Ya habrá tiempo y páginas para decirlo todo. Todo: mis dichos, disparates, dictados y dicterios: todo.

Lector (si existes), yo sé que no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para animarme. Lector, yo sé que eres indigno de poner un pie en mi casa, pero una palabra tuya bastará para crearme. Lector, yo sé que no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.

Verás la gente que he conocido, las ciudades en las que vivo, las edades que tuve, los libros que sigo leyendo, lo que pensé y pienso, lo poco que hice y lo menos que me hicieron. Trozos de lo vivido y pedazos de mí mismo que quizá lleguen a coincidir conmigo. Fragmentos de lo que viví, pero no en el orden en que pasó, sino en el orden con que sale del olvido. Este es mi índice, no el dedo, sino el sumario de mi vida. Y este es mi índice, ahora sí digo el dedo, que se levanta y se vuelve sobre mí para apoyarse en el esternón mientras digo una vez más: yo. Yo. Yo y punto. Lo que he venido a ser, si es que soy algo, después de todo lo que he sido. Esto.

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