En el que se hacen conjeturas sobre el olor de santidad y se dan las dimensiones secretas del seno
Si no temiera pasar por presuntuoso, e incluso considerando que no soy creyente, diría que soy un santo. Creo que todas las confesiones, ya sea de pecadores o de beatos, pretenden que el lector saque esa conclusión. Estoy escribiendo generalidades y sé que los relatos detestan la abstracción. No dicen "Pepe García era avaro", sino que cuentan un episodio de centavos reñidos en la tienda de la esquina. Está bien. Pero el cine y la televisión me han cansado ya de estos cuentos extendidos e implícitos. A la palabra le queda la rápida virtud de lo abstracto. No explico por qué soy un santo, digo que lo soy. Yo, en vez de tratar de demostrarlo en quinientas páginas de acciones, enmiendas y arrepentimientos, lo declaro sin sonrojo en dos palabras: soy santo. En tres: soy un santo. Y ni me va ni me viene pasar por presuntuoso pues los fingidos temores que se escriben en los libros son meras figuras retóricas que ya no captan la benevolencia de nadie.
Lo cierto es que no me importa demasiado la opinión que el lector vaya a formarse de mí a raíz de estas páginas, ni me interesa que sea benévolo o maligno en su juicio sobre el desmemoriado que las dicta. La vanidad, a mis años y en mi estado, es un residuo anacrónico de la juventud. La condena o el panegírico, si alguna vez los hay, no cambiarán una cana de mi cabeza dura. Es cierto que no hay nadie tan viejo que no pueda vivir un año, pero lo que me resta de vida no puede contarse, de todas formas, en decenios. Mi repugnante enfermedad, de la que por ahora no hablaré (aunque anticipo que no es gota), me permite decir que por pura terquedad sigo aferrado a la existencia. Y en estas horas o meses que me quedan he resuelto poner a funcionar el último juguete de la vejez, es decir, esta memoria desastrada que dicta a mi amanuense algunas vivencias quizá desfiguradas por la distancia y por la fantasía. A mi secretaria, sí, a usted, señorita Bonaventura, taquígrafa de mis desventuras, custodia de mis secretos, a usted le ruego que transcriba sin pudor lo siguiente:
Mi secretaria tiene veinticinco años, mucho menos de la mitad de los míos. Mi secretaria copia lo que le dicto con puntos y comas. Lo pasa en limpio cuando yo estoy cansado y de la copia mecanográfica me relee para que yo pueda hacer las correcciones. Pocas correcciones, no porque haya poco que corregir, sino porque si exagero en ello, podría perder la vida en una sola frase. La señorita Bonaventura sabe qué frases me han hecho dudar más, sabe qué partes escabrosas he tenido que volver a redactar decenas de veces, pero ella no lo dirá. Todo debe parecer espontáneo como esta confesión.
¿En qué íbamos? Yo sostenía que era un santo. Sí, si es posible definir así a un temperamento apático, a uno que no es bueno por elección o por esfuerzo, sino porque le sale. Más que un hombre lleno de cualidades, soy un hombre sin defectos. Esta carencia es mi único atributo.
Para ser santo me educaron mis tíos sacerdotes, y así salí. No por mi culpa, pues siempre quise ser, en el peor sentido de la palabra, bueno. Pero nada. A mi edad sigo siendo un santo a pesar de que he hecho hasta lo imposible por no serlo. Porque he sido santo no sólo sin pretenderlo -que es lo de menos- sino también sin quererlo. Mi condición de elegido nunca me gustó. Los santos tradicionales resisten a la tentación. Yo he hecho hasta lo imposible para ser tentado, sin conseguirlo. ¡Ah, Señor, hazme caer en tentación! Pero nada.
Después de unos pocos episodios de maldad forzosa durante la primera juventud, he limitado mis actos hasta un punto que raya con la total inactividad. Ya he dicho que no soy una persona perezosa. Madrugar, levantarme, nunca ha sido para mí un suplicio. Es verdad que gracias a mi situación familiar nunca he tenido necesidad de trabajar, y si he trabajado (poco, para qué negarlo) ha sido sólo por mi gusto. Tengo personas de confianza que se encargan de mantener e incluso aumentar mi patrimonio sin que se requiera mi intervención ni mi presencia. Dispongo de mucho dinero y lo gasto, lo ahorro o lo comparto a mi antojo. Tienen razón los que han constatado que el dinero no tiene la menor importancia, mientras lo tenemos. Viven preocupados por la plata los que no tienen suficiente, así como quienes más hablan de sexo son aquellos que poco lo practican.
A propósito, entre mi taquígrafa y yo no existe la más escondida actividad sexual; como mucho, podría reconocer esporádicos, cortos y casi casuales comercios corporales. Nada serio: un abrazo filial, una palmada donde la espalda pierde su castísimo nombre. La pongo a ella, a quien estoy dictando, por testigo. Y no se crea que Bonaventura es una chica fea. Una de mis debilidades, la más grave quizá, es que nunca he podido soportar la compañía de las personas feas. Su sola presencia me incomoda, me molesta, me impide pensar o me obliga a pensar tan sólo en el arbitrio desquiciado de una naturaleza que permite semejantes desmanes. Así, pues, que Bonaventura no es una chica fea. Siendo mi secretaria no podría serlo o al menos yo no podría estar dictándole.
Es más, por complacer a los lectores curiosos y de libido atenta, voy a copiarles la descripción pormenorizada que una vez hizo un amigo, Quitapesares, del cuerpo de mi amanuense. Allí él, el autor de la descripción, o su demiurgo, afirma que los pechos de la señorita Cunegunda Bonaventura son una de las pocas perfecciones del universo. He aquí la página de mi Quitapesares:
"Tetas como las de Cunegunda Bonaventura, la evolución las produce cada dos o tres siglos. Debe de haber una especie de número pi secreto que da la dimensión perfecta de los senos y este número debería medirse de una vez por todas en las tetas de la secretaria de Medina. Una vez él me permitió tocárselas, en su biblioteca, y mis manos las abarcaban casi por entero sin acabar de abarcarlas. Era como sentir que se poseía por completo una teta pero a esa completez faltaba siempre algo, una reserva de deseo, para ser completa. El grado de turgencia era también irrepetible. No eran esas tetas duras en exceso de algunas quinceañeras o de las cuarentonas operadas con silicona. Si un inventor de almohadas consiguiera medir la mullidez del pecho de Bonaventura daría con la receta del imposible insomnio y también del imposible despertar. Esa misma vez probé la textura de la piel y mi lengua resbaló por el seno de Cunegunda como si la piel de ésta fuera un helado de natas, pero cálido. El redondel del pezón se conmovió brevemente al contacto con mi lengua e hizo que su piel, antes un poco más lisa, si se puede, que la del resto del seno, se uniformara en todo a la teta entera, salvo en el color que pasó del rosado al rosa intenso”. Acabamos de leer juntos, divertidos, esta exagerada descripción pectoral del amigo libidinoso. Por una vieja debilidad de lector, que me obliga a tratar de comprobar siempre todas las descripciones que leo, le pido ahora mismo a mi amanuense que me enseñe su seno, y confirmo al lector que es casi cierto lo que el lujurioso Quitapesares sostiene. Y ya que uso el verbo sostener, mi secretaria no requiere sostenes. Si yo fuera un puerco, como mi amigo y como la mayoría de los hombres, ahora mismo temería acercar una mano hasta el cuerpo de Bonaventura. No puedo hacerlo con toda inocencia. Sí, ella está aquí, al alcance de mi mano (más aún: su teta izquierda en mi mano derecha), copiando lo que usted está leyendo, pero no hay deseo en las yemas de mis dedos y tan sólo puedo hacer apreciaciones estéticas. No dudo que haya personas que se exciten ante la marmórea estatua de una Venus platónica; pero si alguno no tiene erecciones frente a las estatuas (ni siquiera tocándolas), piense que eso mismo me pasa a mí frente a las perfecciones pectorales de Bonaventura.
Ella sabe, por ejemplo, que puede mear en mi presencia, y por lo mismo hemos puesto una bacinilla en esta biblioteca. Así yo no debo detener el hilo de mis pensamientos por el simple hecho de que mi secretaria tenga una necesidad corporal. Con eso de orinar, creo que pasa como con los bostezos: son algo contagioso. A eso se debe que Bonaventura, mientras yo le dictaba lo de sus meadas ocasionales, haya tenido que subirse la falda y bajado los calzoncitos para dejar rodar su chorrito amarillo de inocente orina. Acabo de levantarme y he sumergido el índice en la tibieza de la bacinilla. Ahora me estoy chupando el índice. Creo que después de algunas horas de dictado empiezo a entrar en déficit de sal. Sólo por eso lo hago, no se crea. No se crea el lector que aquí podrá encontrar desaforadas páginas de sexo, habiendo buenos escritores que lo hacen y aún mejores que no lo hacen.
Digo: Borges tampoco hablaba de la cama compartida con sus lazarillas. No pretendo parecerme a él, no aspiro a adquirir esa perfecta frigidez de sus escritos. Yo veo bien y no sufro de temblores; si no escribo con mi mano es por costumbre y porque me parece más cómodo desenredar la madeja de mis pensamientos sin preocuparme por la caligrafía o por las metidas de pata de mis dedos sobre el teclado. Quitapesares dice que escribir es hablar sin que a uno lo interrumpan. Pues eso mismo es dictar. Querida secretaria, déjeme otra vez darle las gracias por sus buenos oficios y permítame depositar un ósculo perfectamente paternal en la raíz de sus muslos todavía húmedos.
Decía que yo era un santo. Una exageración. Setenta y dos años de vida pueden hacernos indulgentes con nosotros mismos. Pero no sé por qué revelo mi edad. Poco interesan a los jóvenes (y jóvenes, frente a mí, son la mayoría de los hombres) las peroratas de los viejos. Mejor sería decir que soy un joven de veintisiete años que se imagina a sí mismo con la cifra de su edad invertida. Pero en tal caso todo esto que escribo sería una falsificación y tampoco estoy seguro de que a la gente le interesen las falsificaciones. En fin. En todo caso lo que menos interesa al lector son las digresiones. Así que volvamos a lo mío: soy un santo. O casi.
Esto lo puedo decir yo, que me conozco y me dicto. Desconfíen del omnisciente, del omnipotente, del demiurgo que en tercera persona puede decir de mí lo que le dé la gana y divulgarlo a los cuatro vientos. Siendo que mi verdad es mía y sólo yo la sé, expongo mis hechos para demostrarla. Desconfío de los juicios supuestamente imparciales y creo, aunque no siempre, a este tremendo yo, mi único dueño. Digan lo que digan los caletres malpensados, sólo yo sé que soy un santo. Un santo. Aunque tal vez estoy exagerando.