Que tiernamente trata de las esclavas del servicio doméstico
Hay algo que yo sabía de mí, pero que no sabía decirlo hasta que leí a Quitapesares y me di cuenta de que eso mío podía decirse con exactitud con sus más apropiadas palabras decimonónicas. Han cambiado los siglos pero no las circunstancias. El era un casi noble revolucionario con los burgueses y yo he sido un casi burgués revolucionario con los pobres. Otra vez exagero. Yo nunca he sido revolucionario. Nada se aleja tanto de mi temperamento como el activismo y la violencia necesarias al temperamento revoltoso. De todo soy, menos un exaltado. Pero la incomodidad que he sentido frente a la estupidez e indiferencia de la gente de mi clase, me llevaron a ponerme -con la mente, señores, con la mente- del lado de los pobres. A propósito, que no se me olvide contar mi expulsión del Club Brelán, la sede de los oligarcas de mi pueblo. Pero esto lo dejo para otro capítulo. Porque aquí me toca confesar que en todo caso yo, y aquí viene Quitapesares, nunca he podido aguantarme a los pobres de cerquita. El lo dice así y yo siento lo mismo: "Haría cualquier cosa por la felicidad del pueblo, pero preferiría, creo, pasar quince días al mes en la cárcel en lugar de vivir con la plebe. Debo confesar que no obstante mis opiniones perfecta y profundamente republicanas, mis padres me transmitieron sus gustos aristocráticos y reservados. Aborrezco la plebe (cuando tengo que tratar con ella), y al mismo tiempo, llamándola pueblo, deseo con pasión su felicidad. Mis amigos, o los que pretenden ser mis amigos, se pegan de esto para poner en duda mi sincero liberalismo. Todo lo sucio me produce horror y el pueblo, a mis ojos, está siempre sucio. Con una salvedad, para mí: las muchachas del servicio. Ellas han sido mi contacto directo con los pobres. Las quise y las quiero y las recuerdo, mis esclavas que se creyeron empleadas. Voy a hablar de Tata, la más vieja de ellas.
Tata era una niña. No. Para mí la palabra niña aplicada a Tata es un acto de fe en el que finjo creer, pero en el fondo mi convicción es que ella tuvo siempre entre setenta y noventa años. En todo caso, se contaba en la casa, Tata era una niña abandonada que había entrado a trabajar en casa de mis bisabuelos maternos antes de que mi abuela se casara. Tal vez en ese entonces tenía algún sentido la palabra criada: el orfanato de las monjitas de la caridad decidía, después de una limosna más o menos sustanciosa, que el mejor destino para la huerfanita era confiarla a los cuidados de una familia acomodada donde le darían colchón, comida, horarios rígidos y una serie de oficios.
Tata, que en ese entonces se llamaba todavía Sixta Sánchez, había ayudado durante años a llevar los calderos de agua caliente a la tinaja donde la señorita Constanza, mi abuela, hacía su baño semanal con agua hirviendo, leche de burra recién parida y yerbas varias. Sixta tendría unos veinte años cuando recibió la orden de seguir a la señorita, ahora señora Constanza, a su nuevo hogar. Mi bisabuelo era un varón pío y recto, presidente del directorio conservador, cónsul honorario de España y autor de crónicas amenas. Tal vez percibió que incluso la juventud desaliñada de Sixta podía ser una aleve tentación para su primogénito, el cual ya estaba destinado, por voluntad paterna, a sentir el llamado sobrenatural de la vocación sacerdotal. Sea como fuere, el caso es que Sixta abandonó la casa como parte de la dote de bodas de mi abuela Constanza.
Sixta tendría unos veintisiete o veintiocho años cuando mi madre y mi tía Marujita empezaron a llamarla Tata (que no era una deformación de Sixta, sino el sobrenombre que esconde una tercera vía entre mamá y papá) y yo debo haberla conocido a mediados de los años veinte, con el uso de razón y cuando ya ella estaba llegando a los setenta años. Pasaba seis meses en mi casa y seis meses en casa de la tía Marujita, pues había sido niñera de ambas, y las dos se peleaban por tenerla. Llegué a conocerla muy bien, en los seis meses de todos los años que pasó en mi casa y en los miércoles de todas las semanas en que iba a comer y a rezar el rosario en la casa de tía Marujita.
Tata le tenía siempre prendida una veladora a san Martín de Porres. Era negra, como él, aunque tal vez tenía más sangre de india porque era flaca y bajita y tenía el pelo liso y negro. Cuando yo la conocí el pelo ya no era tan negro, pero le llegaba hasta la cintura y se sentaba en el patio a que el sol se lo secara. Después se hacía una moña llena de ganchos.
Dormía en un cuarto apartado de la casa, superior en rango al de las demás muchachas, sumergida en medio de baúles grises llenos de secretos y triciclos dañados. El cuarto olía a esas galletas que se llaman deditos, a vino moscatel y uvas pasas. Cuando yo estaba enfermo, Tata me hacía coladas de maizena, me frotaba la espalda con alcohol y me leía la desgarradora historia de Genoveva de Brabante porque, según ella, las lágrimas que derramaba me hacían salir los malos humores del cuerpo. Cada día estaba más sorda y pocos años antes de su muerte la operaron de cataratas. Cuando me leía a Genoveva veía con los dos ojos, pero sacaba una gran lupa que le había regalado el señor arzobispo, mi tío, antes de que yo naciera.
Me parece verla, sentada al sol en el patio de la casa. Está desgranando lentamente, con las manos torcidas por la artritis, una mazorca tierna. En este lejano atardecer de mi recuerdo ya Tata está completamente sorda, pero sigue llevando en la oreja o en la mano (como si fuera un arete o un bastón) la vieja corneta acústica o trompetilla para sordos que le había comprado mi mamá en Viena, al más famoso otorrino de la Europa central. Han pasado muchos años desde cuando me podía leer a Genoveva de Brabante pues le veo una de las órbitas vacías y sé que el otro ojo alcanza a distinguir siluetas, sombras de objetos, fuentes de luz. Cuando la operaron de cataratas el ojo se le infectó y tuvieron que sacárselo. Después le operaron el otro ojo, que no se le infectó pero tampoco le quedó bueno, así que tenía que caminar muy despacio y poniendo los brazos adelante. Siguió usando, sin embargo, el par de lentes espesos de la presbicia y la lupa del arzobispo. Cierro los ojos y puedo volver a verla: tiene más de ochenta años y se obstina en trabajar, en "hacer oficio", como dice ella. Por eso hay que comprar mazorcas tiernas, frísoles en su vaina, alverjas, verduras que su tacto reconoce y con los cuales sabe, por instinto, lo que se debe hacer. En su cuarto, para poder hablar con ella, mi madre ha puesto el tablero negro con el que yo jugaba a la escuelita. Con tiza blanca le escribe mensajes que tienen que ser brevísimos por el tamaño de las letras. Para que las reconozca, cada letra debe ser tan grande como una cara de adulto. TATA ¿CÓMO AMANECIÓ HOY?, dibuja más que escribe mi madre en el tablero. Y Tata responde que bien, niña, oyendo un poco más y viendo mejor aunque todavía no del todo. Le decía niña a mi mamá, que ya tenía más de cincuenta años. Durante los últimos dos años Tata, todas las mañanas, seguía contestando que estaba bien, aunque mi madre supiera que había dormido poco o nada, doblada por ese dolor de estómago del que a veces habla en voz alta cuando cree estar sola.
TATA, HOY LA LLEVO DONDE EL DOCTOR.
El médico al que la lleva es un viejo simpático que se sorprende de que Tata, a esa edad, pueda demostrar muchos más años de los que tiene. Después de examinarla habla con mi madre y dice lo más trágico sin perder el sentido del humor: "Es un cáncer de estómago todavía incipiente. Tata parece una mujer de ciento diez años y en los viejos hasta las enfermedades van despacio. Vamos a ver quién llega antes: la edad o la enfermedad. Pero sinceramente no me parece posible que ella le dure a ese cáncer". De todas formas mi mamá se larga a llorar.
Tata vive todavía un par de eneros, acercándose a los noventa, sin que el cáncer avance lo suficiente para matarla. Hasta una semana antes de morir, ha seguido trabajando. Cada día come menos; pasa semanas con agua y unas pocas cucharadas de arroz blanco. Sólo la última semana se queda en la cama sin poder levantarse. Entra en un letargo tranquilo desde el que lo único que acepta, rigurosamente, es agua. Una madrugada, con mi madre a su lado, deja de respirar y el médico viene a hacer el certificado de defunción. Tampoco aquí pierde el buen genio: "Se ha muerto de hambre", dictamina. Mi madre llora angustiada: "Nos sirvió por casi ochenta años y no dejó que yo me dedicara a cuidarla ni siquiera ocho días".
Se decide un entierro en el mausoleo de la familia, cementerio de San Pedro. Ese que yo era se emocionó con la idea de nuestro apego a la servidumbre. Los años me han hecho leer libros en los que se cuenta que los faraones se hacían enterrar con sus perros y sirvientes, por lo que mis ideas de entonces se han vuelto más lúcidas y mi tristeza más amarga.
Recuerdo también la indignación de mi familia por la homilía del entierro de Tata. La dice un cura modernista, iracundo. Como una fiera regaña a mi madre y a tía Marujita; se ofusca con el recuerdo de mi abuela muerta ya hace años, con la memoria de mis bisabuelos, muertos hace ya más de medio siglo. Se enfurece con la familia entera, hijos, nietos y bisnietos, que recibimos todos los cuidados y cariños de Sixta Sánchez, la sirvienta, por poco menos de un siglo. Nosotros lo miramos desconcertados, preguntándonos si este intermediario del Señor tiene de veras la voz del Padre Eterno. Su prédica es una admonición furiosa contra nosotros, los patrones, que no excluye la cita del ojo de la aguja ni la lista de las bienaventuranzas de los pobres.
Ahora creo entender la furia del curita modernista, que ninguno de mis parientes consiguió comprender. El cura, como casi todos los izquierdistas, podía tener razón, pero tenía también pésimo gusto. Y lo que no le gustó fue que todos los niños de esa niñera muerta, en lugar de mandarle hacer una corona de flores en la mejor floristería funeraria de la ciudad, hubieran llegado con ramos de flores en la mano. Para mí, para todos nosotros, era obvio que las flores cortadas en el jardín de la casa o de la finca eran un homenaje más importante que el de la gran corona con cintas de nombres y apellidos. Pero el curita, con su pésimo gusto y su falta de mundo, creyó que mi familia no había pedido coronas para ahorrar dinero con la sirvienta. Su rabia es contra esas flores no compradas, que a él le parecieron demasiado humildes.
Sixta, la criada de mis bisabuelos, encima de la dote de mi abuela Constanza, niñera de mis tíos y mi madre, niñera mía. Esclava nuestra hasta los ocho días antes de morir. Tal vez en el futuro no vuelva a haber Tatas, esta injuriosa injusticia de regalar la propia vida a otros. ¿Sirve como defensa alegar que nosotros nunca despreciamos su regalo o que mi madre sufrió más con su muerte que con la de mi abuela? No, el amor al esclavo no disculpa al amo, y tampoco el recuerdo que yo voy a guardar hasta el final de mis días.