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Me acuerdo también de Adela la planchadora, que venía a la casa dos veces por semana, una vez para arreglarnos los vestidos y otra para poner en orden la ropa de cama. Almidonaba las sábanas y los cuellos de mi padre toda la mañana en grandísimos calderones metálicos llenos de engrudo. Ese crujir de sábanas blancas al meterse en la cama es un arrullo que no he vuelto a tener desde entonces.

Adela la planchadora tenía una hija, Marisol, que le había salido casquivana. Marisol, a los diecisiete años, se escapó con un hombre. Volvió a los dos años con la barriga llena, y Adela la planchadora la recibió contenta. Parió un niño robusto y bonito. Todavía le daba de mamar al niño cuando volvió a escaparse con otro hombre. Tres años sin volver, sin mandar una razón ni una carta. Nuevo regreso con el vientre hinchado. Adela la planchadora la recibe con júbilo. Esta vez pare una niña, rubia y preciosa, parece una gringuita. Al año vuelve a escaparse Marisol, con otro tipo. Que su madre se encargue de los dos chiquitos. Marisol parece más razonable y durante esta ausencia se hace ligar las trompas, ya tiene hijos suficientes para cuando quiera criarlos. Adela la planchadora, mientras tanto, no da abasto. Trabaja de casa en casa pero cuello tras cuello no le alcanza para sostener a los niños, pagar los zapatos, darles de comer, pagarle a la vecina que se los cuida mientras ella trabaja. Hay parejas de norteamericanos que mandan intermediarios a recorrer el barrio en busca de hijos. Pagan bien por los niños, tienen contactos para arreglar rápido los papeles de adopción.

Llena de dudas, aconsejada por la pobreza y la desesperación, por la falta de noticias de la hija Marisol (ya volverá con más niños, ya lleva tres años fuera), Adela la planchadora cede. Los niños se van con una pareja de canadienses. Marisol vuelve a los ocho meses, sola, barriguita vacía, abandonada por el último tipo. Ahora se dedicará a esos hijos que ya no puede tener. Adela la planchadora le muestra una tarjeta de navidad. Merry Christmas, dice, y se ve en una foto a dos niños muy bien vestidos, llenos de trapos colorados, con esquís en los pies, sobre la nieve. Año tras año, por navidades, siguen recibiendo fotos de los niños que crecen, tan ricos y sanos que "parecen místeres", dice Marisol, lejanos, completamente ajenos, las tarjetas no traen ni siquiera un remitente, sólo el sello y las estampillas canadienses con la reina del imperio, revelan de dónde vienen.

Romualdo, el jardinero, era el hijo número trece de su madre, que tuvo veintidós embarazos. No eramos suspicaces, nosotros, en los años treinta, o estábamos demasiado distanciados de Viena, pues no entendíamos y nos exasperaba, en casa, una fobia agresiva que sufría Romualdo: no podía ver a una mujer encinta sin escupir y enfurecerse. Recuerdo el embarazo de una de mis tías, hermana de mi padre, que iba al costurero de mi casa los jueves por la tarde. Durante los seis meses de su embarazo notorio, los jueves por la tarde Romualdo el jardinero se escondía en su cuartico del fondo, iracundo. A veces, incluso, se lo oía vomitar. Pero en mi casa, poco perspicaces, no entendíamos por qué.

Romualdo era, en todo, un hombre excepcional. Tocaba guitarra clásica y acordeón vallenato. Después de hacer, con suma parsimonia, sus oficios terrenos, en las noches serenas, desde el jardín oscuro, entraban a la casa las notas de sus cuerdas. Por Romualdo conocí, parece increíble, las notas de algunas fantasías de Fernando Sor. No las tocaba bien, ahora lo sé, y su guitarra era un instrumento basto y barato fabricado en Marinilla, pero las notas seguían con cierta fidelidad la partitura.

Cuando estaba de buen humor sacaba el acordeón. Esto fue mucho antes de que los costeños bogotanizados (y viceversa) pusieran de moda el vallenato. Pero ya a mi padre, al oír a Romualdo, le encantaba, y no sabía por qué, decía, esa música salvaje de largas retahilas.

Romualdo cuidaba los perros y cortaba el prado, podaba los rosales y abonaba las hierbas aromáticas. Un día no volvió de su domingo de descanso. Y nunca lo encontramos ni lo volvimos a ver. Esfumado. Algunos dijeron que lo habían matado a machetazos; otros, que había vuelto al pueblo remoto de la costa donde había nacido; otros, que se había caído y ahogado en el río Medellín. En una de mis casas de Antioquia todavía lo esperan su guitarra marinilla y su acordeón vallenato. Y también, en uno de mis discursos políticos, que quizá algún día te cuente, Cunegunda, propuse una medida en honor a la sensata fobia de Romualdo: prohibir la circulación pública de las mujeres encinta, cuya vista, sostuve, constituía un pésimo ejemplo para el pueblo raso.

Manuelita, Benilda y Tomasa eran las hijas de Rosaura y Feliciano, los mayordomos de una hacienda que tenían mis tíos por Amalfi. Rosaura Marín Bernal se había casado, con dispensa del obispo, con su primo hermano, Feliciano Bernal Marín. A Tomasa, entonces, le encantaba decir que ella se llamaba Tomasa María Bernal Marín Marín Bernal. Las tres se llevaban pocos años y parecían trillizas; eran tan blancas que en el pueblo las llamaban vasoeleche, ahí vienen las vasoeleche, y tenían una especie de orgullo campesino de cristianas viejas que solamente se encuentra en la Antioquia de ahora y en la España del siglo XVII. Feliciano y Rosaura las fueron mandando a mi casa, una tras otra, cuando cumplieron los dieciséis años. Dejaban el corregimiento de Amalfi en donde habían crecido sin salir por quince años, y se venían a servir a Medellín. Doña Pilar Medina tenía fama de ser buena patrona y aquí venían a dar.

Primero llegó Manuelita, que hablaba castellano antiguo, muy castizo, y tuvo enormes resistencias para aprender el anglo español con que se expresaban en mi casa. La primera semana le comunicó a mi madre que ella se volvía al pueblo pues nunca iba a ser capaz de aprenderse todos esos nombres: suiche, clóset, osterizer, barbiquiú, amplificador… Se estaba enloqueciendo, por las noches se acostaba con un zumbido en el cerebro. Nunca en su vida se había subido a un carro y se aterrorizaba cuando le tocaba montarse en el de mi padre los fines de semana, al salir para la finca. Se arrinconaba en la silla de atrás, tensa y temblorosa como un cachorro. Pero Manuelita era una mujer llena de inteligencia y en poco menos de un mes todo lo había aprendido. Nunca la casa de mis padres estuvo mejor puesta que cuando Manuelita trabajaba con nosotros.

Después llegó Tomasa. Como en un principio ya había demasiadas muchachas en mi casa, mi mamá la desvió a casa de unos parientes. Pero Tomasa se enfermó. Tenía los dedos morados, la respiración cortada, no podía trabajar aunque intentaba hacerlo hasta caer exhausta. Los parientes nos la devolvieron como a un electrodoméstico imperfecto. Mi madre la llevó al médico. Después de una infección en la garganta mal curada, le había quedado una fiebre reumática que le había afectado no sé qué válvulas cardíacas. O la operaban o se moría. Las Bernal Marín Marín Bernal tenían un tipo de sangre escasísimo, con factor negativo. Hermanos, padres y primos tuvieron que venir de Amalfi a que les sacaran sangre en la unidad cardiovascular, antes de la operación. Tomasa se curó a los pocos meses y por lo que sé todavía debe estar baldeando y echando cepillo por alguna casa de ricos de Medellín.

Benilda fue la última en llegar y tuvo la buena o la mala suerte de conseguirse un novio. Quedó embarazada, tuvo mellizos, y se tuvo que ir de la casa. Mi padre le encontró trabajo como empleada de aseo en un banco y no volví a saber de ella.

Pero por un tiempo largo de mi infancia, Manuelita, Tomasa y Benilda, las hijas de los mayordomos de Amalfi, trabajaron juntas en mi casa; y de ellas, de Tata, de Adela, de mi cocinera Rosario y de muchas otras que no menciono, aprendí el dolor y la ternura, la limpieza y el empeño. Entendí, sobre todo, la injusticia. Y me quedó un cariño tan hondo por los pobres, que ya no se me quita.

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