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XVII

Dictado que discurre de astrología, de un poeta modernista y de un efebo nefando

Vuelvo a empezar con orden, a la David Copperfield, a ver si por fin me entiendo: nací en Medellín (supongamos que fue a la media noche y con la luna llena, es decir un auspicio, como todos, neutro) en una clínica particular, con mi madre anestesiada y rodeada de comadronas masculinas graduadas en obstetricia. La pobre tenía cuarenta y dos años y era casi primípara pues en el único parto precedente había tenido un monstruo diminuto y muerto. De ese hermano o hermana inexistente no se hablaba en la casa y lo único que yo sabía era que había tenido la suerte que no tuvo Judas y por fortuna no había nacido vivo y mas le había valido por lo horrible que era. Aunque ahora hay quienes dicen que por dentro yo soy también un monstruo, por fuera, cuando nací, tenía un aspecto angelical y cuando mi mamá salió de la anestesia le dio gracias al cielo, a los tocólogos de batas salpicadas y a mi padre que inspeccionaba circunspecto al nuevo vastago, recordando el momento ardoroso de su fecundación.

Es dogma que hubo una mujer que, sin conocer varón, quedó fecundada de infinito. No lo discuto. Ni lo entiendo. Yo no he conocido mujer virgen, ni me interesa conocerla. Pero no me ha parecido nunca indigno que mi madre, al parirme y desde antes, no haya sido virgen, y no sé por qué pudo haber alguien que pretendió tener una madre virgen o una virgen madre (inviolata, integra, et casta es, Mater purissima). Por eso aludo al recuerdo amoroso del abrazo de mis padres.

Jamás caeré en la tentación, eso sí, de revelar las fechas de mi fecundación y nacimiento. Sé lo que gozan los candidos astrólogos ejerciendo su estólida pérdida de tiempo, trazando coordenadas y compases que expliquen los aspectos recónditos de un temperamento. Allá ellos; espero que se desbaraten las entendederas con sus manidas y simples conjeturas sobre las absurdas influencias intergalácticas que los astros lejanos y cercanos (prendidos y apagados) infunden en nuestro oscuro destino. Deben saber, en todo caso, que sea cual sea mi complicado signo zodiacal, con ascendiente y descendientes, me ha fabricado impermeable a la superstición. A todas las supersticiones y a todos los agüeros porque en esta materia pasa como con los precipicios: si se cede en algo, caemos despeñados sin posibilidad de regreso. Basta caer en una superstición, aun en la más anodina (gatos negros, trece comensales) para despeñarnos sin retorno hasta volvernos devotos, uno por uno, de los innumerables dioses del Olimpo.

Yo cuento sólo los hechos que moldearon, en el pasado, mi presente: como el bautizo, por manos del arzobispo y tío, en la capilla privada del Palacio, con padrinos tan ilustres como el joven filósofo González y la todavía no matrona pero ya cocinera Sofía Ospina. No son los astros los que nos dictan un destino. Tampoco las hadas madrinas o los duendes padrinos, aunque de éstos, por lo menos, me queda la antipatía por los platos típicos (no menos fuerte que la que les tengo a los foráneos) y cierta inclinación a las divagaciones irreverentes.

El más certero resumen de una vida es el recuento preciso de las personas que hemos encontrado durante el trayecto. Son los otros y no nosotros los que determinan el sentido que tendrá nuestra existencia. Yo no sería el que soy si no hubiera encontrado y perdido a Ángela Pietragrúa, a mis oscuros tíos curas, a las muchachas del servicio de mi casa, a la querida Bonaventura (custodia de mis secretos) que me copia, a toda la parentela y los amigos. Inclusive un huraño como yo he sido siempre, ha llegado a ser lo que es gracias al contacto con los demás.

A estas alturas me doy cuenta de que, como siempre, he abandonado en la trastienda a mis amigos. Yo, que siempre he sostenido ser mucho más amigo de Platón que de la verdad, pues en ésta no se puede confiar (infiel y puta, resbaladiza y variable), mientras el amigo es único. Pero no he hablado de mis amigos. Aquí mis ojos, mi querida Cunegunda, ama y señora mía, me lo confirman. De tantas página y páginas que le he dictado en estas largas semanas, poco o nada le he dicho de mis amigos. Los tengo a este lado y al otro del océano, de todos los sexos, de muchas edades, vivos y muertos. Exagero. O me explico mal. Cuando digo de todas las edades no quiero decir que hoy, ahora, aquí, tenga amigos de quince, de veinticinco, de cuarenta, de sesenta y de ochenta y nueve años. Quiero decir que, como huidizas criaturas del pasado, los tuve de esas edades. Yo soy, ya lo he dicho mil veces, todo lo que fui. Y fui amigo, por ejemplo, a los quince años míos y diecisiete de él, de Manuel Saldarriaga.

Manuel era un sonámbulo, un poeta romántico, un loco, un cuerdo, no sé. Entre las penúltimas cosas que recuerdo de él, me veo a su lado en cuclillas sobre el tejado de su casa, viendo revolotear las oscuras golondrinas. Estamos bebiéndonos una colección (hurtada en el bar de su casa) de botellitas de todos los licores: verde menta, marrón licor de café, ginebra pálida, whisky color orines, vino tinto marchito, turbio aguardiente de caña y todo lo demás. Mientras nos inventamos cocteles impotables, hablamos de los más certeros métodos para quitarse la vida. El revólver, el acantilado, el accidente fingido, la soga en la viga, venenos varios, matarratas, pastillas, último piso del Empire State Building, el centro del mar, la cima del Chimborazo. No sabíamos nada de eutanasia ni de muerte libre. Encadenábamos ideas que nos quitaran de en medio. Y a cada solución nos moríamos de risa. Atados á la cola de una yegua, debajo de un camión en la autopista, mordisco de culebra cascabel en el zoológico, ahogado que flota río abajo, tibia bañera con el propio jugo. No parecíamos hablar en serio, estábamos borrachos y se jugaba a estar muertos.

Saldarriaga era capaz de escribir doscientas diez poesías en una sola noche, y al menos ocho eran buenas, lo cual no es, aunque parezca, poco. El vecindario se quejaba por el tiptap incesante de su máquina nocturna, porque escribía a máquina y solamente de noche. Meses y meses de insistencia en el teclado los acostumbraron, como uno se acostumbra al tictac del despertador. Jugábamos ajedrez y él me ganaba casi siempre. íbamos al mismo colegio, pero a clases distintas por los años que me llevaba. Los curas lo atormentaban porque estudiaba poco. Teníamos un alfabeto secreto en el que nos escribíamos cartas inocuas, pero nos prohibieron usarlo en el colegio pues el director de disciplina no había sido capaz de descifrar la clave.

Manuel era flaco, alto, desgarbado. Con unas manos larguísimas y macilentas, como pintadas por el Greco. Devoraba chocolates y mantenía el bozo velado de marrón por la voracidad con que se los tragaba. Leíamos con pasión a los poetas modernistas y Manuel, como ellos, iba todo de negro hasta los pies vestido. En cada verso suyo había sombras y palabras de Silva y hasta nenúfares de Rubén Darío, heliotro-pos de Lugones y suspiros de Barba-Jacob. Su última carta empezaba con un verso de Gutiérrez Nájera que ya no recuerdo, pero que tenía que ver con la muerte negada. Nos veíamos todos los días hasta que yo me sumergí en los besos de Eva Serrano y él en el abrazo receloso de no sé qué muchacha del barrio.

Una mañana, en el colegio, nos llamaron a la capilla. A rezar por las desesperadas intenciones de un compañero desesperado. No serviría de nada, pero al menos la familia hallaría alguna consolación viendo a todo el colegio arrodillado. Manuel, harto de pisar la tierra, como los poetas que imitaba en sus versos, se había dado un tiro en el corazón.

Fue la primera vez que sentí la tristeza con toda su contundencia. Ese pesar oscuro y árido, sórdido, que no estalla en lágrimas sino en un dolor meditabundo, seco (así lo describió una vez, pesaroso, Quitapesares), sin gritos y sin consuelo. Por fidelidad al llanto de un poeta que habíamos leído pocos días antes, yo tampoco quise verlo. Ni en el piso de su cuarto donde por años permaneció la mancha opaca de su sangre, ni en la camilla en que lo sacaron para hacerle la autopsia, ni en el ataúd de madera clara y sin barnizar. Por intercesión de mi tío el arzobispo lo enterraron en sagrado, aunque sin misa pública, según la despiadada costumbre de entonces. No importaba que el suicida tuviera diecisiete o setenta años, ni que los familiares desearan de todos modos un entierro como el de cualquier cristiano. No sé si fui al cementerio, no recuerdo, pero me imagino que sí. Cuando todavía pienso en él, casi sesenta años después, lo veo sentado junto a mí, en el tejado de su casa, recitando versos suyos y ajenos o hablando, como por charlar, de las mejores técnicas para quitarse la vida.

Tiempo después del suicidio de Manuel, conocí a Diego Velásquez. No me refiero al pintor, sino a un muchacho de carne y hueso (sin bigotes) que se llamaba con el mismo nombre. Me imagino que los menos concienzudos pupilos de Sócrates y los lúbricos efebos de Catulo habrán sido como él. Era vital como un potro, luminoso como un tubo de neón y silencioso como un tocadiscos dañado. Mis símiles son éstos, nunca fui buen poeta. Después de la muerte de Manuel yo hubiera preferido amigos lúgubres, pero me parece, aunque ya no estoy seguro, que ese enemigo mío que llevaba mi nombre se ató de pies y manos a ese compañero y sufría de despecho por el abandono de Diego Velásquez.

Hay un lugar recóndito de la memoria (mis recuerdos son tantos, tantos, que no me caben en la cabeza) donde sé que escarbando con violencia hallaría la mano de Diego Velásquez (¿la derecha, la izquierda?) que estrechaba la mano de alguien a quien yo llamaba yo. Si hurgo más a fondo me parece recordar las piedras de una quebrada distinta a esa en la que Eva Serrano me había enseñado los ritos de la lengua. Me parece percibir también el ondular marítimo de una hamaca, el zumbido de once mosquitos y la mano de Diego Velásquez que más que acariciarme parecía dibujarme el cuerpo. La mano de alguien que, como yo, se llamaba Gaspar Medina, recorre también el cuerpo de Velásquez y de repente esa mano que fue mía se llena de un líquido viscoso y caliente, también la mano de Velásquez se llena de esperma y ambos nos ungimos la barriga con el mismo ungüento.

Es como una película muda, en blanco y negro, vista hace mucho tiempo. Y es la mudez del recuerdo lo que me indica que Diego Velásquez no quería siquiera darle voz al asunto. Lo que no se habla, lo que no se dice, logramos relegarlo a ese territorio de irrealidad muda del sueño. Ese despechado que se llamaba con mi nombre sufría su propio silencio, incapaz de expresarse, y el vergonzoso silencio de Diego Velásquez.

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