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Iban llenando renglones de cuadernos con la minuciosa descripción de los cuadros, tapetes, muebles, vajillas, joyas. Tesoros acumulados en una vida de avaricia de los que ahora cada uno de los hermanos trataba de quedarse con la mejor tajada. Habiendo muerto mi padre, a mí me correspondía un sexto del legado de la abuela. Yo vi en este caso fortuito la oportunidad para que me dejaran decidir en paz mi año sabático, comprándolo al precio de mi herencia. Haciéndome el tonto aposta, me hice adjudicar los ripios del reparto con tal de que me dejaran decidir mi vida.

Yo fui uno de los pocos nietos que estuvo en el entierro de doña Blanca Calderón viuda de Urda-neta, mi ilustre abuela. Jamás he vuelto a ver un entierro más seco. Ninguno de los hijos derramó una lágrima ni citó un recuerdo agradable. El cura de la parroquia trató de conmover con un sermón canónico a los deudos, con los símiles más trillados y clásicos sobre la maternidad, pero todo inútilmente. Habló de la vida laboriosa de doña Blanca, de su dedicación a la casa y a los hijos, de la generosidad y el desvelado amor filial de la abuelita cariñosa. Habló de «congoja de los nietos, de la desolación en que quedaban los hijos después de tan grave, más aún irreparable pérdida. Pero ni siquiera todos los hijos estaban en la iglesia. La tía Ana había venido de Santa Marta para ayudar a hacer la lista de las cosas (no la fueran a engatusar sus hermanos avivatos), pero por compromisos ineludibles había tenido que regresar esa mañana a la Costa. El tío Pedro se había levantado con dos líneas de fiebre y el médico le había recetado reposo, la tía Julita tenía jaqueca y había tenido que ir, precisamente a la hora del entierro, al prano-terapeuta para que le hiciera una saludable imposición de manos. Quedábamos la tía Amalia, el tío Juan Gustavo y yo, que era el representante de mi padre. Al salir del cementerio los tíos Amalia y Juan Gustavo iban discutiendo cuanto tiempo de podredumbre sería necesario (¿dos, tres años?) para volver a liberar la tumba y dejar de pagar el altísimo alquiler del cubículo en el Camposanto.

Fue después de este entierro cuando resolví cambiarme el apellido. La estirpe de los Urdanetas, por mi rama, me parecía mejor dejarla liquidada. Sabía que mi padre nunca se había sentido muy ligado a su familia y por lo mismo su recuerdo no me daba remoras de conciencia. Yo quería cerrar, al menos con un símbolo, mi relación con esa banda de mercachifles sin sensibilidad. Sin decírselo a nadie me empecé a firmar Medina, mi segundo apellido, y aunque aquel apellido ajeno todavía me asalte al abrir el pasaporte, eludí en adelante presentarme con la urdimbre ancestral de los umbrosos Urdanetas.

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