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XXI

En el que brevemente se recuerda algo que se quisiera olvidar

No. Es miserable todo esto que me lee Cu-negunda. Debería borrarme, desaparecer. No contar estos años en los que me perdí. Despojado del futuro, pues para mí el futuro era tan sólo la ilusión de vivir con Ángela Pietragrúa, lo que fue mi vida después de su muerte fue otra muerte. Llevé al extremo las peores facetas de mi temperamento. No ser el que soy; ser otro. Ser otro peor, mucho peor que yo mismo. Ejemplo: por las mañanas me echaba talco sobre los hombros. Encima de la chaqueta oscura un poco de polvo, en los hombros, debajo de la nuca, con el único fin de verme casposo. Sí. No sufría de caspa, pero quería una sonrisa, un gesto de repugnancia en la mirada de los otros. Que me creyeran con caspa. Y más.

Ya he dicho que comer no me apetece. Pues me forcé a engordar como un marrano. Compraba ñervos en las carnicerías, carne gorda, sebo, grasa, manteca, menudencias. Y con conatos de vómito me tragué tales gordos. Aumenté veinte kilos en seis meses, las llantas de la barriga se me doblaron por encima del cinturón, la cara se me hinchó, no me reconocía en el espejo, los demás no me reconocían por la calle. Quise ser feo y lo logré. Nunca volví a recuperarme. Y más.

Compré en el Balón, el mercado de las pulgas de Turín, mis trajes de calle. Modelos viejos, raídos, oscuros, para que mejor resaltaran los copitos nevados de la caspa ficticia. Zapatos de tercera mano, chaquetas con corte de principios de siglo, camisas con el cuello ennegrecido por el tiempo, sombreros hongo con el paño pelado. Trajes ajados que me cambiaba, si mucho, cada quince días. Y más.

Dejé de bañarme, de lavarme los dientes. Le cogí casi gusto al vaho hediondo que se levantaba de mis axilas. Me dejé crecer las uñas de los meñiques, las uñas de los dedos de los pies. Y no me las limpiaba, sino que me dejaba una asquerosa media luna negra. Y más.

Hablé con el pobre estilo que siempre había odiado. No llamaba a las cosas por su nombre, las llamaba "cosa". No llamaba a las sensaciones por su nombre, las llamaba cosa. Para explicar por qué no me afeitaba, decía: "Es que si cojo esa cosa me da como una cosa". Desterré de mi palabra el gusto por la precisión, hablé como los otros, y lo peor, todos me entendieron. También me puse a decir palabrotas, a intercalarlas en mi soso discurso, como muletillas imprescindibles. "Porque es que la cosa, marica, es que uno, ah hijueputa, tiene cosas que, no joda, son cosas muy raras, cosas como de malparido, coma mierda". Así hablaba. Y más.

Metí en un depósito los muebles de la casa. Descolgué los cuadros de Picasso y puse afiches de los cuadros de Picasso. Compré muebles modernos, puse tubos de neón para iluminar los cuartos de la casa. Forré las paredes con paisajes suizos de montaña en invierno y en otoño. Encima del piso de madera hice poner un tapete marrón. Puse flores de plástico en floreros del mismo material. Compré aerosoles perfumados para aromatizar los ambientes. Compré discos de Clayderman para musicalizar la sordera de los invitados. Y más.

Me chupaba el dedo y me sacaba mocos y lagañas frente a las visitas. Allí mismo me rascaba los pendejos metiéndome la mano por debajo de los pantalones. Me rascaba la cabeza sin tener que fingir pues era cierto que me picaba allí ya que jamás volví a lavarme el pelo. Pegotudo, grasiento. Así viví varios años. Ese fue el luto que me obligué a pagar por la muerte de mi amada, Ángela Pietragrúa, muerta de parto por obra del semen infeccioso del vizconde de Alfaguara. Y más.

Que ya no cuento.

Cuando se terminó este terrible período de postración, de deliberada deformación de hábitos y cuerpo, quise volver a ser yo. Pero antes, por un tiempo, tenía que dejar de ser alguien. Había sido yo, me había convertido en mi antiyó: para volver a ser yo, tenía que ser nadie por un tiempo. Creo que ya empezaba la quinta década de mi existencia cuando me fui a hacer un viaje a tierras mestizas, países anónimos y enmascarados como ningún otro.

Me hice cortar el pelo (tenía mucho, entonces) a cinco milímetros sobre el cuero del cráneo. Compré y me puse unos anteojos cuadrados, grandes, con montura de carey y me dejé crecer unos bigotes mexicanos. Resolví ponerme un uniforme, usar un único traje fijo: pantalones de color azul oscuro, cinturón y botines negros, camisas de rayitas celestes. Me deshice de la ropa del Balón y de mi ropa antigua; regalé mis chaquetas y corbatas. No volví a usar mi nombre.

Quise borrarme, no ser nadie. No ser nada. Disolverme en la masa indistinta. Ser anodino, insulso, invisible. Que nadie notara al perfecto don nadie. Como un ente hice peregrinajes por remotos parajes del mundo. No con afán turístico ni de purificación: viajaba sin mirar nada. Por tener una meta, seguí la ruta de los santuarios famosos de la Tierra: pasé a visitar a la virgen de Guadalupe, me rocié con agua de Lourdes, estuve en La Meca, en Tierra Santa, en Santiago de Compostela, en el Tíbet. Recorrí los ríos de mejores aguas, el Ganges, el Atrato, el Orinoco, el Mississippi, el Putumayo, el Amazonas, el Danubio, el Nilo, el Volga y muchos otros. No escalé montaña alguna, pero hablé con santones de todas las religiones, en Roma y en Calcuta y en Teherán; en Los Angeles, en Pekín, en Wittenberg.

Poco a poco pude volver a ser la sombra de Gaspar Medina. Sí, un hombre que no siente. Encontré mi refugio en la total indiferencia. Eso logré, convertirme en alguien que no es nada, en alguien que no siente. Pero que sin embargo se parecía y seguiría pareciéndose a aquello que había sido ese que se llamaba con mi nombre. Como salieron los sobrevivientes del Lager, así surgí yo de mi amor por Ángela Pietragrúa. Pasaron muchos años hasta poder volverme a construir (si es que puede llamarse construcción a este entramado endeble) sobre las ruinas de ese tremendo recuerdo que me atrofió para siempre la memoria.

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