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XVIII

Cuyo tema es la historia de faldas con Virgelina Pulgarín, alias la Proletaria

No fumo, ni tabaco ni nada, ni he fumado nunca. Y no por cuidarme o cuidar a los otros, sino porque no me gusta. Pero no puedo soportar la costumbre salubérrima de las últimas décadas. En este norte del mundo, pero el vicio fue importado de Norteamérica, les ha dado por perseguir a quienes se hacen daño fumando. Sacan las estadísticas alarmantes de los fumadores pasivos y así destierran a los activos, cuando les va bien, al desván de la casa. El humo pasivo hace daño, sí, y vivir también hace daño, y la mucha risa arruga las comisuras de los labios y el mucho pensar llena de líneas la frente y las comidas excavan la barriga. Bah. No fumo, pero si llego a la casa de alguien y ese alguien prohibe que los invitados fumen allí, yo me levanto, doy la mano cortesmente y me largo. O al menos aquí escribo que me largo, ya que no tengo carácter o me educaron demasiado bien para hacerlo de veras. Que se vayan al carajo los cómplices de la marea creciente de las prohibiciones.

Aunque me gustan los vegetarianos, odio (siempre exagero con los verbos) a los que prohiben comer carne. Me gusta tanto el Quijote que me parecen detestables quienes lo hacen leer por obligación en colegios y universidades. Me encanta madrugar y no soporto los despertadores. Prefiero diez misas al tercer mandamiento. Y no sigo, porque tampoco me gustan los predicadores, ni siquiera los de la tolerancia.

Permisivismo, indisciplina, libertinaje: palabras que me han perseguido desde la infancia. A mis padres siempre los acusaron de mimarme demasiado, es decir de permisivismo, indisciplina, libertinaje. Yo hacía más o menos lo que me daba la gana. Y casi todo se me consentía, que es lo que se hace para obtener un hijo consentido. Podía, por ejemplo, contestarles a mis padres. Y no viví esas escenas absurdas de las casas de mis amigos: el papá pide explicaciones: "¿Dónde está la pelota? ¿Por qué no se fija dónde deja las cosas?" El hijo calla, muerto de susto. El papá insiste: "¿Qué dónde dejó la pelota! ¡Conteste!" El hijo se decide: "Es que como era mía porque me la habían regalado, entonces yo…" Y el papá interrumpe furioso: "¡No me conteste! ¡Ya mismo a la cama sin comer!" O ese otro padre de familia que, fuera de sí, le lanza alaridos al hijo contento: "¡Ricardooo, no griiteee!" Porque así es la vida autoritaria de las familias normales, las que criticaban a mis padres.

Me expulsaron del Club Brelán, en el fondo, por no aceptar las prohibiciones. Prohibiciones tácitas, por lo demás, que son las peores. Y también porque creo en las reglas, pero mucho más en las excepciones. La primera prohibición de un club privado no tiene nada que ver con lo que uno es, sino con lo que debe parecer. Allí, en el fondo, uno puede ser lo que le dé la gana, ladrón, traficante, proxeneta o delincuente, siempre y cuando no lo parezca.

Es un hábito mental de los países católicos. Parecer libertino, en este ambiente, es mucho más grave que serlo. El pecado no existe -o tiene una forma de existir más soportable- mientras no se lo revele, o peor, se lo reivindique. Hay un motivo racional para esto: la persona que exhibe u ostenta un pecado, o por lo menos no lo tapa, de alguna manera lo está defendiendo, difundiendo. Ocultar el pecado es dejarle una dosis de censura, que es como decir de condena. Hago algo malo, pero por lo menos lo escondo para indicar que me avergüenzo de hacerlo.

La eficacia del sacramento de la confesión, por lo mismo, no se limita a la catarsis de vomitar las maldades hechas. Tan importante como la catarsis es el sigilo sacerdotal, que es el que nos permite seguir haciendo lo mismo de antes sin que nadie lo sepa. Y su repetición infinita nos permite, sobre todo, arrepentimos una y otra vez del camino torcido, sin abandonarlo jamás. Además, nadie lo sabe y la confesión me lo perdona; el que peca y reza empata; todo, a la larga, y siempre que se haga al escondido, está permitido o a la larga perdonado. Sin respetar esta regla, no se puede vivir en un país católico, y aún menos en el club privado de un país católico.

Yo había heredado de mis padres la acción del Club Brelán, el más exclusivo de la ciudad, ese donde se hacían los negocios importantes y donde se elegían alcaldes, ministros y gobernadores. Allí aprendí a nadar, ahí aprendí a jugar tenis, golf y bridge, allí mismo aprendí a beber whisky, como un pimpollo inglesito transplantado a los trópicos. Ahí iba con mis compañeros del colegio, con mis conocidos ricos de la universidad.

Y allí mismo empecé a ir con una mocita alegre, impetuosa, desenfrenada, pero con el no pequeño defecto de ser (y parecer) montañera y pobre: Virgelina Pulgarín Huitaca, alias la Proletaria. Fue por allá por la sexta década de mis años (y los setenta del siglo), poco después de mi experiencia política, que a lo mejor cuente después, y ya harto de discursos y de alcohol etílico. El recuerdo imborrable de Ángela Pietragrúa se estaba destiñendo y por acabar de sacármelo de encima me refugié entre los muslos y la tierna entrepierna de esta mocita del pueblo, Virgelina, oficiando en el club, el templo de los ricos de mi pueblo.

Hay, o había, en el Club Brelán cuartos reservados, aislados, para negocios oscuros. Y una piscina vacía a ciertas horas, y a toda hora sauna y baño turco y gimnasio y bañeras con masajes de chorro caliente y frío que nosotros llamábamos escocés pero que ahora llevan nombre japonés. Sitios sagrados donde la Proletaria y yo prendimos el escándalo. A mi Virgelina Pulgarín el apodo se lo dieron en la Junta Directiva de socios cuando se discutió del problema. El problema del socio Medina y, y, ¿cómo llamarla si no sabían su nombre, si su apellido no era de esos como los de uno?… ¡la Proletaria! A ella se le veía a la legua que era de barrio y de familia pobres. Los signos de esta disparidad de rango yo no los sé describir bien, pero cualquier socio del Club Brelán reconoce al vuelo el estigma de la pobreza. Lo delata cierto matiz de la piel no bien disimulado por el maquillaje (pues una cosa es ser de un mestizaje subido, y otra parecerlo), cierta manera de coger el tenedor y levantar la taza, un escondido pliegue en el vestido, un acentuado desgaste en la suela del calzado y sobre todo cierta manera de pronunciar las palabras al pedir un simple cubalibre, un vaso de agua (ella decía "con agua") o el vale de la cuenta. Yo no soy Pigmalión y además me gustaba la carcajada auténtica y las piernas abiertas de la Proletaria, así que nunca me preocupé por moderar los indicios de su proveniencia.

Su estigma, en todo caso, lo reconocían mejor que nadie los porteros y vigilantes del recinto. Como esos perros clasistas que detectan a la cuadra el acercarse de un mendigo, así mismo los porteros fueron los primeros en quererme impedir la entrada de mi compañera. Yo impuse su ingreso con sobornos y voz autoritaria. Pero vino ese otro hueso más duro de roer que era el administrador del Club Brelán.

Se llamaba Gilberto Loreto y tenía familia. Si no hubiera sido un funcionario obsecuente y arribista su solo pelo crespo con su voz de lotero le habrían impedido (no menos que a mi moza) atravesar las racistas puertas del Club Brelán.

La Proletaria, desde niña, se había soñado con conocer por dentro la morada del ocio de los ricos de mi pueblo y yo le prometí mostrársela hasta el último de sus recovecos. Le mostré el sitio y me mostré con ella por los salones de todos los colores (el Rojo, el Dorado, el de los frescos feos del maestro Otoniel). Ella eructó en el bar de los espejos después de bogarse (así decía ella) entera una cerveza a pico de botella. Ella se limpió la uña del meñique con el diente central de un tenedor de plata. A ella le parecieron viejos los sillones, oscuros los cuadros y apolilladas las mesas del antiguo salón colonial. Ella llamaba a los camareros palmoteando y gritándoles "quihubo pues hermano". Ella me plantaba un beso en el cogote cada dos minutos y después me mandaba la mano al mercado (son expresiones suyas) a ver si se me estaba animando el Don Giovanni (esto lo pongo yo, más cultivado). Ella saludaba por los pasillos, sin conocerlos, claro está, a los socios fundadores y me decía sin bajar la voz "qué cuchito más lindo, lástima que huela a orines". Ella, sobre todo, le decía a Loreto, usté que no es tan aliñado como todos estos, ¿por qué no viene y se toma un traguito conmigo?

Todo, menos este reconocimiento instintivo de estar con él entre iguales, se podía aguantar el administrador Loreto, que en la siguiente Junta Directiva planteó el problema del viejo socio Medina (excandidato al senado) con su desaliñada amiga Proletaria. Recibí una primera carta muy discreta, en la que se me citaba un artículo del reglamento del club, el cual decía que los socios podían sí invitar personas a la sede, pero que eran responsables de sus actos y comportamientos. Los socios, y con mayor razón sus invitados, debían seguir elementales reglas de decoro y urbanidad. Se despedían cordialmente. Yo, como si la cosa no fuera conmigo, seguí yendo al club con mi Virgelina Pulgarín.

Me divertía que ella, después de las primeras veces, se moviera allí adentro como Pedro por su casa. Yo le decía al oído quiénes eran los socios que ella me señalaba con el índice, y sin que mediara presentación ella empezaba a llamarlos por el nombre de pila. Al presidente de la asociación de industriales, Echavarría Uribe, le decía "¿Qué más Félix, mucho caballo o qué?", pues yo le había dicho que jugaba polo y le había explicado que se trataba de un fútbol con palos y caballos; al dueño de la cadena de hoteles Tupinamba lo acusaba "Vos Mauricio no tenes ni un cuarto pa' costarte conmigo"; a Enrique Ángel, dueño del mayor periódico local, lo retaba "Enriquito, ¿si es cierto que te vas a pelear por los Somoza?" Y así hasta que llegó la segunda misiva, más seca. O había de parte de mi acostumbrada acompañante un comportamiento más recatado o se impartiría ipso facto la orden a los porteros de impedirle la entrada.

Yo de estas advertencias no informaba a la Proletaria que, feliz, sólo se daba cuenta de ser el centro de atención cuando entraba a los salones del club. Por unas cuantas tardes la distraje, tratando de enseñarle las sutilezas del bridge, hasta que un día cansada de contratos y de pintas me dijo a los gritos "Qué güevonada de juego, yo prefiero el mamatoco". Se levantó y se fue a la mesa del doctor Mora White, exgobernador y rector de la Universidad Pontificia.

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