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Jalándolo por la manga lo levantó de la mesa en que se estaba quedando dormido frente a los otros tres jugadores, y a la fuerza se lo llevó a otra sala a bailar un pasodoble. Pese a que Mora White llevaba años sin pasar un rato más animado, al día siguiente, en la portería, fui recibido con un "Doctor Medina, tenga la amabilidad de decirle a su amiga que lo espere en la calle".

Yo, aunque tenía previsto lo que iba a pasar, no había preparado mi reacción ante los crudos hechos. Sin saber bien qué hacer, le pedí al portero que me llamara a Loreto, el administrador. Éste se hizo esperar un cuarto de hora. Al fin se presentó y con voz muy melosa me dijo que no era por él, que la decisión se la había impuesto la Junta, que de nada habían servido sus palabras en defensa de la señorita. Yo no pude aguantar este espectáculo de hipocresía y como no podía hacer nada por revocar la decisión de la Junta, me puse a insultarlo, a gritarle lambón, vendido, solapado. Loreto llevaba años criando un rencor oscuro por todos y cada uno de los socios del club que, al tiempo que lo humillaban día tras día, le daban de comer a su familia. Mis insultos en público le daban la posibilidad de una única, diminuta venganza. Fue así que al día siguiente me llegó una carta de suspensión por dos meses, dado mi comportamiento impertinente con el administrador del club, que no hacía otra cosa que cumplir con su deber.

La Proletaria, sentada en el carro a mi derecha, lloraba sobre sus rodillas en el trayecto de regreso a la casa. Frente a la puerta modestísima del sitio donde vivía le juré que no volvería jamás al Club Brelán hasta que revocaran la orden de no dejarla entrar. Y así lo hice, incluso después de que mis vaivenes por la geografía me hicieron perder las huellas de la Proletaria. Pensando en mi promesa volví a pisar el Club Brelán muchos años después, cuando me enteré de que el doctor Mora White, viudo desde hacía pocos meses, contraía segundas nupcias. La fiesta de gala se celebraría en el salón dorado del Club Brelán y aunque a mí no me habían invitado quise asistir a la entrada triunfal de doña Virgelina de Mora White, antes la Proletaria, casi irreconocible, que subía las escalinatas del club del brazo del exrector de la Pontificia. Ella me lanzó una mirada por encima del hombro, pero no porque me hubiera reconocido, sino por el contrario: no podía entender quién era ese maleducado que se había atrevido a presentarse a su boda sin esmoquin. Era evidente que, si bien Virgelina seguía siendo una pobre mujer, ya había aprendido a no parecerlo demasiado. Me reconoció Gilberto Loreto, todavía administrador del club pero ahora además socio efectivo, quien desde su traje estrecho y con una amnesia que creo sincera, me interrogó: "Doctor Medina, ¿por qué no había vuelto por aquí?

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