En el que la memoria, in memoriam, insiste en recordar a la inefable Angela Pietragrúa
Si yo creyera en el libre albedrío, si yo pudiera confiar en que depende de nuestras acciones el curso de nuestra existencia, diría que entonces cometí el error de mi vida, el que ya nunca más me permitiría ser feliz. "Dos no se casaron, desde entonces viven una recíproca viudez". Esta es la frase de Quitapesares que me martilla en la cabeza cada vez que recuerdo a Ángela Pietragrúa.
Ahora ella está muerta. Muerta de parto, algunos años después de nuestra despedida, en un hospital público de Toledo, al que el vizconde la había llevado por ahorrar. En todo caso, siendo yo infértil por propia voluntad, Ángela jamás hubiera podido morir de parto por mi causa. Si el habernos separado nos preservó a los dos del desengaño, su muerte la preserva en mi memoria de toda corrupción. Me impide corregir su imagen, borrar las tardes felices en que se nos iban las horas poniendo en contacto todos los centímetros del cuerpo menos unos pocos.
En los cuatro años que siguieron a nuestra despedida, hasta su muerte, nunca volvieron a cruzarse nuestros ojos, nunca nos escribimos una línea ni nos enviamos un mensaje. Yo estuve en Toledo, ella estuvo en Florencia y en Turín, pero no nos buscamos. Yo supe de su matrimonio con Alfaguara, casi un año después de su viaje a España, por pura casualidad. Estaba en la peluquería, haciéndome cortar mis muchos pelos de entonces, y el peluquero, por distraerme, me había pasado una de esas revistas tontas que traen los chismes de farándula y las crónicas de sociedad. El peluquero sintió el temblor de mi cabeza y me preguntó si me sentía mal.
Ángela Pietragrúa sonreía, el velo blanco levantado, al lado del vizconde de Alfaguara. El pie de foto decía el sitio y el lujo de la boda. Detrás de la pareja se veía una niña rubia que corría. Nada más. Puedo decir tan sólo que la novia, en la foto, tenía el aspecto y el candor de una jovencita bien educada, de esas capaces de someterse a cualquier tortura con tal de no darle un disgusto a la mamá.
Angela sabía que yo me había retirado por completo del mundanal ruido. Por cuatro años, hasta su muerte, hice lo imposible por intentar que mi amor por ella se convirtiera en amor propio, sin conseguirlo. Practiqué, como aconsejaban los pitagóricos, el retiro total, el silencio absoluto. Si no podía hablar con ella, mejor no hablar con nadie. Si no podía tocarla a ella, mejor no tocar a nadie. Me aislé, viví solo, apartado, en perfecto silencio. Una siniestra aspiración al ascetismo me redujo a esta sombra de ser humano en que quise transformarme. Un hombre que no siente. Fue entonces cuando más tiempo pasé en esa ermita abandonada de Pulignano, en aquel caserío perdido en las colinas toscanas, que desde esos lejanos años ha sido el sitio de refugio y salvación para todas mis penas.
Un sueño recurrente, obsesivo, se repitió casi todas las semanas de todos los años de mi retiro voluntario. Yo me presentaba en Toledo, pero todos me impedían entrar a la casa de Angela y el vizconde. Guardias, policías, cercas, rejas, gente normal, gente armada. Un muro infranqueable me separaba de ella. Al fin el vizconde se iba de viaje y ella, de luto, se asomaba al balcón y me llamaba, me hacía entrar al patio de su casa por una puerta secreta; sábanas blancas y trenzas tronchadas bajaban a levantarme, como en cuentos y romances, del patio hasta su ventana. Yo conseguía entrar por la ventana y empezaba a hacerle el masaje ritual y esta vez, al rato, ella me dejaba hacer lo que en realidad nunca hicimos: me permitía penetrarla. Hacíamos el amor de todas las maneras posibles y yo sentía ese goce inaudito que la realidad nunca me ha deparado. Todo parecía salir a la perfección, como en el cielo, cualquier deseo o pensamiento se hacía de inmediato realidad. Mi boca recorría sus senos queridos hasta el delirio y todo yo me introducía en su cuerpo, que me recibía todo entero. De repente, en el mismo momento del orgasmo mutuo (porque en el sueño yo sentía el mío y el de ella al mismo tiempo, yo era él y era ella y los dos juntos), todo se derrumbaba. Yo no me despertaba, pero me daba cuenta de que por alguna oscura estratagema mi esperma, en realidad, había salido de mí estando fuera de ella. Yo tenía la horrible sensación de que tampoco esa vez el acto se había realizado por completo. Como si de la unión total vislumbrada se saliera con una nueva ruptura y del uno que habíamos sido salieran de nuevo dos. De alguna manera yo percibía, en el último instante, que Ángela no se había dejado poseer. La separación, al amanecer, era dolorosa.
Por esos absurdos de los sueños ella tenía que levantarse rápido, de madrugada, pues tenía que ir a Einaudi, la editorial donde trabajaba y empezaba a vestirse de prisa. Entonces yo ponía música y era un aria de Mozart, del todo inoportuna, esa que empieza Madamina, il catalogo e questo I' delle belle che amo il padron mio . Ella se despedía con frialdad y apenas se iba del cuarto yo corría a mirarme en el espejo: me faltaba un ojo, como ese Blas de Lezo de Obregón, o mejor dicho lo tenía casi cerrado y blanco por completo (otras veces veía que tenía un orzuelo asqueroso).
Este sueño de unión y goce momentáneo, con repentina y sucesiva angustia, invadió mis noches de esos cuatro años de mi retiro en la Italia de los primeros años de la década del cincuenta. Al despertarme, me llenaba de desasosiego la sensación de que todo lo soñado en el sueño era de alguna manera realidad. Era obvio que Ángela me despreciara; por mi cobardía, por mis arias inoportunas, por mi ojo blanco. Escuché muchas veces ese trozo de Don Giovanni en que Leporello concluye voi sapete quel chefa I voi tapete quelchefa .
Fueron años en los que los planos de la realidad y de la imaginación se me mezclaban y había siempre invasiones de la una a la otra. Me obsesionaba el olor a vainilla de Ángela Pietragrúa y con los ojos cerrados era capaz de recobrarlo por entero. Así también la textura de su piel, la mullida dureza de su seno, la humedad cálida y gomosa de su vagina entreabierta. Semana tras semana, como en una misa privada, repetía los gestos, las comidas, los silencios o las palabras escritas que nos habíamos dicho en los días de paraíso que habíamos vivido.
Jamás tuve un amor tan complicado y aparatoso y, además, para colmo, tan completamente imaginario. No la buscaba, no le escribía. O, mejor dicho, no le mandaba las encíclicas interminables en que volvía a describir, paso a paso, los más mínimos episodios de nuestro breve idilio. Mantuve vivo ese amor a fuerza de un recuerdo minucioso de todos los minutos vividos a su lado. Y ella ahí, a pocas horas de avión o de tren. En lugar de ir por ella yo pasaba mis días y mis meses escribiéndole cartas que jamás le envié o soñando uniones totales que jamás tuvimos. Le declaraba de una u otra forma mi amor en cada página. Pero no me parecía que estuviera claro, ni bien dicho, y tenía la certidumbre de que ella no me entendería ni me creería hasta que encontrara las palabras secretas para hacérselo saber.
No sé si ella en este tiempo habrá pasado o pensado algo parecido, si habrá tenido sueños similares, algo. No sé nada ni hay ahora persona viva a la que se pueda preguntar. Sé de mí que desde aquellas fechas no he podido liberarme de una cierta predilección por la vida retirada. Sé también que fue entonces cuando me salieron estas ojeras azulosas que desde entonces ya no me han abandonado. Todavía hoy, cuando me las veo en el espejo, recuerdo que son la cicatriz inconfesable de mi amor inaudito por Ángela Pietragrúa, y ese origen sagrado (cómo somos de cursis los amadores) me las hace querer, no como el defecto que son, sino como si fueran mi mejor atributo.
Como nada desmiente al ser que tiene la medida de nuestro pensamiento, de nada nos enamoramos tanto como de algo que no existe; podemos acomodarlo a nuestros cambios, adaptarlo a cada amanecer. Lo que hace que los místicos vivan pedientes de Dios es su silencio. No hables, desaparece, y serás imprescindible, inolvidable. Toda nuestra atención es capaz de ocuparse en una ausencia. No le escribas nunca, no quieras volver a verlo (¡ni siquiera te dejes ver por él!) y desde lejos te será fiel hasta siempre.
Ese silencio repentino y definitivo de Pietragrúa fue mi destrucción pues hizo que mi amor fuera perpetuo. Menos mal que existen los amigos. Sí, porque Quitapesares, mi dilecto amigo, me dijo que entre el amor desgraciado y nosotros hay que poner hechos nuevos, así sea una mano rota. No me bastaron cuatro años de aislamiento ni me bastó la muerte de Ángela para sanarme; tuve que romperme una pierna. Parece mentira que una caída casual y torpe, dolorosísima, me haya sacado de la desolación. Muchas cosas pasaron en pocos días, después de que me enteré de la fuerte de Ángela.
Todavía estaba en el hospital cuando me invitaron a presentarme a unas oposiciones para una cátedra de literatura española en la Universidad de Turín. Un infarto fulminante había acabado con la vida del joven catedrático, que no había tenido tiempo para dejar pupilos ni nombrar herederos. Mis cuatro años de aislamiento (años en los que a duras penas leí) me habían hecho ganar fama de hombre erudito y además Einaudi, gracias a los amigos dejados por Ángela en la editorial, me había publicado hacía poco una colección de viejos ensayos sobre la doble escatología de Quevedo, la metafísica y la defecatoria. Me presenté al concurso todavía con el yeso puesto y creo que fue este impacto visual, más que mis pobres títulos, lo que convenció a los jurados para darme el puesto.
Me encontré de repente con la amada bajo tierra en España, y con cátedra sobre el mismo sitio en Italia. Si fuera creyente, pensaría en una sobrenatural intervención de mi musa desde las alturas. Mi vida profesional, en Italia y en el mundo, se había resuelto, como por arte de magia, de la noche a la mañana. Pero no era ese el triunfo que yo estaba buscando, esperando. Al día siguiente de haber ganado la cátedra renuncié al puesto por motivos de salud. En vano varias comisiones universitarias fueron hasta Pulignano a tratar de sacarme del caletre semejante locura. Nadie entendía que yo estaba en duelo por la muerte de Angela y por la muerte necesaria de mi amor por Ángela. Yo no quería salir de mi estupor y, ahora que lo pienso, creo que desde entonces no he vivido otra cosa que el asombro por haber amado así, y por haber tenido que dejar de amar a la única mujer que conmovió mi existencia.