A las tres semanas, fecha del regreso del vizconde, tuvimos que volver a Turín. Éste, en realidad, había vuelto antes de lo previsto y gracias a espías pagados estaba enterado de nuestro retiro en Toscana. Al día siguiente del regreso, Ángela me anunció que el vizconde lo sabía todo, y no sólo eso, sino que, desesperado, le había pedido que se casara con él y se trasladaran a vivir a Toledo, donde él se quería establecer. Mientras me lo contaba me arrancó más que me quitó camisa y pantalones. Recorrió con su cuerpo todo mi cuerpo, besó y bebió también ella todos mis humores, pero no permitió que mi cipote enardecido penetrara la carne que, húmeda y abierta, se ofrecía entre sus piernas. Por un instante pensé en cometer una violencia que hasta ese día jamás se me había pasado por la mente, pero rechacé la idea como algo indigno de tan bajo hidalgo y tan alta concubina.
Pasaron días de incertidumbre. Ella me quería a mí, pero había resuelto irse a Toledo con Alfaguara. No me pregunten por qué, pues esto nadie lo sabe, y tan sólo lo comprenden algunos tortuosos corazones de poquísimos hombres y de muy pocas mujeres. Nos veíamos para llorar juntos y después volvíamos a hacer nuestro amor incompleto, o completo como ninguno. Resolvimos que si ella se iba, sería definitivo. Yo no la seguiría a Toledo, no nos escribiríamos nunca, volveríamos al mismo silencio de antes de conocernos.
La última vez que nos vimos, ella vino directamente al Hotel Príncipe, de madrugada. Esa misma mañana se iría a España con Alfaguara. Lo suyo, ahora lo sé, su visita, era una súplica de que yo la raptara, de que yo la salvara de las garras del vizconde.
Ella sabía que sólo yo podía hacerla feliz, que yo sería feliz solamente con ella, que la felicidad de ambos en la vida dependía de los dos, de que siguiéramos juntos. Ella, como alguna vez me lo explicó el escritor Quitapesares, comprendía que, al irse, me mataba y que ella misma sería desgraciada. Comprendía, además, que el vizconde era un hombre despreciable y sabía que ella misma no lo amaba en lo más mínimo. ¿Por qué se iba entonces? Quitapesares responde que porque -a pesar de todo- había decidido hacerlo. ¿Y por qué no la retuve yo? Por el mismo motivo, que al parecer, según Quitapesares, es una regla general en el amor.
Nos desnudamos por última vez y volvimos a acostarnos. Ella, después de abrazarnos y tocarnos y poseernos por fuera, como siempre, me pidió, por fin, que la penetrara. Esa era la clave, la señal de la fuga, de la entrega, y yo ahora lo entiendo. Pero yo me negué a entrar en su cuerpo. Acaricié con mi sexo erguido su vientre, su vello, los labiecillos vaginales, pero me negué a entrar en ella. Ella se iba esa mañana y yo pensaba que si entraba allí jamás volvería a la realidad, me quedaría anclado para siempre en su recuerdo. Ella pensaba que si yo entraba en ella, no se iría. Había querido que eso poco que nos faltaba para la unión definitiva, lo tuviéramos sólo en ese momento, que era el de su decisión de irse conmigo y el del principio de la fuga. Quería tomar su decisión de quedarse conmigo en el mismo momento en que probábamos el fruto prohibido. Yo no entendí. No sé si ella entendió que yo no había entendido. O lo entendió todo mejor que yo. Muchas veces en ese amanecer ella me rogó, me ordenó que la penetrara. Yo, por primera vez, no quise obedecerla.