Fue al oír el grito con el nombre del hotel que el vizconde volvió a llamarme a su despacho y, sin que mediara palabra, en presencia de Angela, me abofeteó. En otros tiempos la defensa de la honra hubiera obligado a retarlo a duelo. El que yo era se limitó a sonreír, dio media vuelta y salió del despacho por última vez.
Alcancé a oír la carcajada de Ángela Pietragrúa, y los alaridos incomprensibles de un vizconde fuera de sí. Yo no tenía muy claro si Ángela se estaba riendo de él o de mí, pero en todo caso el malentendido dejaba peor parado al noble que al plebeyo y creo que la divertía la idea de que su arrecho masajista hubiera resultado ser el heredero universal de una de la mayores fortunas de las Indias occidentales, como había dicho, por exagerar, Uzbizarreta.
Esa misma noche ella me llamó al hotel y me sacó de dudas. Con palabras retorcidas fingió regañarme por haberla engañado y sobre todo por haber engañado al pobre vizconde. Había cierto cambio en el tono de su voz, pero me gustó el detalle de que, a pesar de las nuevas circunstancias, no hubiera empezado a tutearme. Esto fue algo bonito de mi relación con Pietragrúa: hasta la fecha aciaga de nuestra despedida definitiva e incluso en los momentos de mayor intimidad, nos tratamos siempre de usted. Puedo afirmar también que ella ya no dejó de usar nunca el modo imperativo en que se había acostumbrado a tratarme, y también eso me gustaba. Incluso la última frase que oí de su boca, cuando nos despedimos, fue un imperativo, pero yo esa vez no le obedecí.
Esa noche, pues, por teléfono me dijo que lamentaba que el vizconde me hubiera echado de la casa pues ella estaba más que satisfecha con mis servicios. Es más, si yo quería seguir desempeñando alguna de mis tareas, podía decirlo y ella trataría de arreglarlo. Le dije que los oficios más gratos de su casa eran los de pedicuro y masajista de la señora; que si ella quería seguir contando con mi humilde servicio, me dijera el horario y el sitio en que debíamos hacerlo. Ella preguntó que si rechazaba el antiguo cargo de lector y secretario, pues también le parecía que desempeñaba bien estos quehaceres. Acepté seguir siendo su amanuense, pero ya no lector de novelas nacionales, pues se me había acabado el repertorio decente. Ella me dijo que yo debía saber que su situación económica no independiente le impedía pagarme como sería su deseo. Yo le aclaré que gratis no hacía nada, pero que me contentaría con una cifra simbólica, siempre y cuando viniera de sus manos. Y así llegamos a un arreglo.
Yo seguí viviendo por todos esos meses en el Hotel Príncipe, pero Ángela, persona conocida como era, no podía ir allí a que yo le prestara mis servicios, pues las malas lenguas habrían empezado a murmurar. Encontramos un hotelito de mala muerte, cerca de la estación de Porta Nuova y casi todos los días, en horarios insólitos y nunca repetidos que ella me comunicaba por teléfono, nos encontrábamos allí. Las primeras veces no quiso masajes y ni siquiera cura de los pies. Yo tenía que limitarme a sostener sus manos con las mías, a llenárselas de crema y a fingir que le limaba las uñas.
Pero después que yo hube conseguido un colchón nuevo y decente, sábanas de holán (ni aún hoy sé qué es eso, pero ella pidió ese género), y un edredón más amplio y de más pura pluma que el del palacio de Alfaguara, ella accedió a desvestirse y a enseñarme la espalda, los muslos, las nalgas, para mis masajes cotidianos. No contaré mis noches en vela, mis dolores bajos por la insoportable fuerza negada de la abstinencia, mis gemidos ya explícitos cuando estaba con ella, pero su gesto claro de que no quería pasar adelante, o al menos no con demasiada prisa. En ocasiones los viajes del vizconde nos daban una mayor libertad o por lo menos más tiempo. Los sueños monárquicos de don Rodrigo lo llevaban con frecuencia a Roma, donde vivía el heredero del trono que tarde o temprano su Excelencia restauraría en España. Durante uno de estos viajes de su protector, llegó el día en que Angela me permitió acariciarla de frente. El vello de su pubis en la mitad del cuerpo, el nudo del ombligo apenas insinuado, las tetas que antes había podido apenas entrever, la boca semiabierta y húmeda, con la lengua que se paseaba por los labios rojísimos pero sin colorete, los ojos amarillos que me miraban llenos de. De lo que sea, de lo que ponga el lector. Mis manos pudieron recorrerla de arriba abajo, por dentro y por fuera, por detrás y por delante. Tampoco pudo impedirme que también mi boca la besara, y sintió que mis labios se anidaban en su boca, recorrieron su cuerpo con lascivia loca (hablo como un Quitapesares) y besaron todos sus pliegues llenos de tibio aroma y las puntas rosadas, rígidas, de sus senos. Lo único que me impedía era quitarme la ropa.
Por lo demás también ella empezó a recorrer mi cuerpo con sus manos y puedo jurar que ni siquiera se detuvo ante mis partes que más se destacaban. Recuerdo sus labios que pasan o se posan sobre mi miembro erguido. Allí palpó y besó (detrás de los pantalones, que yo me hacía coser cada vez con telas más delgadas) con un ímpetu y un apremio que no he vuelto a ver en mujer alguna, allí vio que yo mismo llegaba a humedecerme, casi con tristeza de notar esa humedad que yo hubiera querido derramar en otro sitio. Sí, en ese sitio que también se deshacía de humedad entre sus piernas. Pues yo allí bebía, chupaba, entraba con los dedos, con la lengua, con la muñeca y la nariz y los labios y el mentón, con lo que fuera menos con lo que era o con lo que según costumbres ancestrales debería ser.
Estoy corriendo mucho. Para llegar a lo anterior pasaron meses de centímetros de piel tomados, batallas cotidianas por ganar la fortaleza del lóbulo de la oreja izquierda, por rozar el pezón de la derecha, por tomarlo del todo en la concavidad ansiosa de mi mano, por ganarlo después con labios, lengua, dientes. Muchos días de paciente asedio fueron necesarios para acercar mi boca al vello de su centro, mis dedos a los labiecillos entreabiertos, mi lengua a esa abertura que día a día se iba preparando mejor para mejor recibirme. Además podíamos recaer en viejas prohibiciones que volvían a ampliar las zonas vedadas de su cuerpo.
Una vez, durante toda una semana, no me permitió ni siquiera rozarla con los dedos. Ocurrió durante otro viaje, esta vez más largo, del vizconde. Fue un tiempo de prohibiciones, pero también de libertad, que nos permitió una prueba fugaz de convivencia, una especie de matrimonio efímero suspendido en un terreno perfectamente intermedio entre el espíritu y la carne.
Ya habían pasado varios meses desde el bochornoso despido de su casa, cuando el celoso pero por vanidad confiado vizconde de Alfaguara se vio en la obligación de regresar por algunas semanas a Madrid. Ángela se vistió de luto y me citó de inmediato en el hotel de mala muerte de nuestra buena vida. Me ordenó que consiguiera una casa en el campo, cuanto antes, y esa misma tarde yo había adquirido, sin verla, la casa cural de Pulignano, de la que ya he hablado alguna vez. Una casona vieja, de piedra, con capilla anexa, rodeada por un cementerio abandonado, viñas estériles y por los troncos retorcidos de muchos siglos de aceitunas. En las dulces colinas toscanas, eso sí, con vista a torres, a villas y a las entre doradas y verdes curvas del Arno donde Manzoni lavaba -en público- sus sucios trapos lombardos.
Allí mismo, en esa casa de mi fugaz desposorio, hay una torre con un confesionario de madera arrumado en un rincón y un reclinatorio destruido por la carcoma. Desde ese sitio he dictado parte de estas memorias y ahí mismo, arrodillado, dicté a Pietragrúa mis oraciones más enardecidas y devotas. Es curioso, es como una venganza del paganismo, que lo mejor de mi vida se haya erigido sobre las ruinas y el desastre de recintos cristianos que se derrumban.
Hice mandar al sitio los pocos muebles necesarios para una pareja, dos criados y un cocinero que limpiaran y se prepararan para recibirnos. La casa estaba medio caída, el techo lleno de goteras, las puertas de agujeros por donde silbaba el viento, el piso de madera apolillado, el patio invadido de maleza y matas altas llenas de espinas prehistóricas, la capilla vacía, con sus restos de frescos carcomidos por la humedad y el altar derruido, tomado por las telarañas. Las vides sin uvas y los olivos con pocas aceitunas. Pero allí transcurrieron las tres semanas que, si no me equivoco, justifican mis setenta y dos años de existencia.
Ángela había impuesto una regla férrea para los primeros siete días de estancia. No podíamos intercambiar ni una palabra. Tampoco podíamos tocarnos. A fuerza de gestos y sobreentendidos, a fuerza de mirarnos en los ojos o en cualquier parte del cuerpo (pues podíamos estar desnudos) lo haríamos todo. A la servidumbre se le dio la orden de mostrarse lo menos posible. A ciertas horas establecidas debían dejar la comida, por cierto o por mentira muy frugal, en el destartalado comedor de la casa. Con horarios rígidos debían limpiar y arreglar las habitaciones.
La segunda semana, según la regla impuesta por Ángela, podíamos comunicarnos por escrito, con boletitas, y ella empezaría de nuevo ya no a dictarme sino a escribirme cartas, esta vez para mí, todas para mí, y una tras otra, de manera que se pudieran percibir sus repentinos cambios de humor, su sentimiento ambivalente por ese mayordomo y heredero de las Indias. No podíamos decir ni una palabra, no podíamos tocarnos todavía, pero también yo podía escribirle cartas, mensajes, peticiones. No recuerdo lo que le escribí. Sé sólo que acumulamos montañas de hojas garabateadas, sé que escribí seiscientos catorce anagramas de su nombre, pero de aquellos días no podíamos guardar la huella de un solo papel, pues el último pacto era tirar al Arno, el día del regreso, todos los mensajes que habíamos intercambiado. De esas tres semanas que no olvido me viene el hábito insanable de dictar en lugar de escribir. Escribir es un oficio galante; se dicta para hacer literatura. Allí, también, contraje el vicio de ser un donjuán de letras, uno que ama a las mujeres por escrito.
La tercera semana se abría a la palabra y al contacto de los cuerpos. Podíamos hablar, decírnoslo todo, tocarnos con todo, hacerlo todo, menos penetrarnos. Y digo penetrarnos porque a esas alturas yo ya había perdido toda mi identidad de penetrador. Penetrar era la parte, una parte ínfima de unión que faltaba, y yo ya no sabía a quién correspondía realizar este acto, si a su permiso o a mi imposición.
Cuánto nos miramos en la primera semana de silencio perfecto. Cuánto nos escribimos en la segunda semana gráfica. Nunca he hablado tanto ni tocado tanto como en la tercera semana de palabras y contacto. En los últimos días era doloroso no estar en contacto por lo menos con un milímetro de una parte cualquiera de su piel. Éramos incapaces de despegarnos, de desprendernos. No estar muslo contra muslo o mejilla con mejilla o lengua y lengua o boca y coño o al menos dedo con dedo, nos producía una especie de insoportable y dolorosa crisis de abstinencia. Y todo nos lo dijimos, todo nos lo contamos, resumimos su vida y la mía hasta que los recuerdos de los dos parecían una sola memoria. Y el amor que nos declarábamos parecía único. Casi no sé explicarlo, me sofoco, fueron como el periplo de Dante por infierno, purgatorio y paraíso.