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El vizconde, por su oficio de correveidile de la nobleza peninsular, estaba obligado a hacer numerosos viajes por toda Italia o a pasar temporadas en otras partes de la vieja Europa. Cuando su amante hacía viajes largos, Ángela se vestía de viuda. Toda de negro hasta las pantorrillas, velo sobre la cara y mantilla de encaje en la cabeza. A mí éste me parecía un detalle de gran coquetería, casi un anuncio a todos sus admiradores de que por fin estaría sola algunos días, pero por una carta descubrí que se trataba de una orden del vizconde, el cual se soñaba con evitar así todo intento de traición.

Cuando ella estaba de luto, me invitaba a su alcoba y frente al hogar encendido me pedía que le leyera libros. Yo escogía a los pocos autores dignos de mi patria (para ese entonces) y ella gozó con la insostenible indecisión de Efraín, con el candor de María ("no conozco mujer que se me parezca menos", me decía), con los periplos de aquel que jugó su corazón al azar y se perdió en la manigua, con las caballerescas descripciones de la ancha Castilla ("su España me gusta más que la que Rodrigo me cuenta", decía ella), con las mañanas sin gracia de los pueblos de Antio-quia y el lenguaje castizo y arcaico de los personajes de don Tomás Carrasquilla. Yo leía hasta ponerme afónico, pero ella siempre seguía sedienta de letras.

Durante uno de estos viajes luctuosos, después de una apasionada lectura de los eufónicos versos de De Greiff, Angela me llamó a su lado. Dijo que yo sabía tantas cosas útiles que con seguridad sabría también hacer masajes; que la ida del vizconde la tenía tensa, agarrotados los músculos del cuello y de la espalda, deshechos de tensión los tendones. Y mientras me comunicaba sus achaques se fue despojando de los oscuros velos. Sin descubrirse las piernas, quedó desnuda de la cintura para arriba, pero no logré ni entrever su pecho pues estaba de espaldas y de inmediato se tendió boca abajo sobre el edredón de plumas de su cama. Me indicó dónde había crema para los masajes, en un cajoncito de su secretaire, y yo, tembloroso, empecé a realizar el nuevo y dulce oficio de acariciarle la espalda. Después de un medroso e inicial acercamiento, ella pidió más vigor, más vigor Gaspar, que así me deja peor que antes. No sé de dónde saqué la fuerza y el arrojo para encaramarme en sus torneados glúteos. Me senté en sus asentaderas y con la crema empecé a masajear la espalda más perfecta que mi memoria recuerde.

Mi esposa Cunegunda no es celosa, como lo era el vizconde de Alfaguara con su mantenida. Pero se ha puesto pálida al notar mi entusiasmo por el recuerdo de aquel lejano masaje de hace cuarenta años. Se ha levantado y me ha dejado aquí, palabras agolpadas en la boca, hojas regadas por el suelo, tinta de la pluma derramada. He recogido los papeles y me toca seguir solo, sin dictar, dictando directamente de mi cabeza a la mano.

Ángela Pietragrúa se estremeció sin decir una palabra cuando yo me senté encima de sus preciosas nalgas. Yo vi que la carne de sus brazos se erizó un instante, que su espina dorsal se hizo un poco más áspera y animado por esta muda muestra de placer, con todo el vigor de mis brazos, empecé a acariciarla desde el cuello, a recorrerle la espalda en círculos concéntricos. De su boca, de vez en cuando, se dejaban oír gemidos espasmódicos, contenidos, casi censurados. Yo trabajaba en silencio, presionando muy poco con mis nalgas sobre las suyas, pero con un lento y prolongado movimiento rítmico que de las manos repercutía en todo el cuerpo. Después de unos minutos de asombrada gloria, la oí decir "sí, sí, Gaspar, ya está bien así, podría ganar mucho más como masajista que como mayordomo, puede irse". Yo me bajé de ese cuerpo que por primera vez había estado debajo del mío.

Muchas mentiras aparentes se van acumulando en este libro de memorias. Quizá la más grande es la de mi total indiferencia frente a los asuntos de la carne. Pero no es una mentira. En realidad es tan sólo una regla general. Con su excepción, que fue Ángela Pietragrúa. Salvo, tal vez, el primer beso de Eva Serrano, mi relación con Ángela Pietragrúa es lo único que me permite comprender las locuras sexuales de los hombres. Pero además mi casta indiferencia, como mi general alejamiento de todo lo sentimental, son de verdad mi vida ordinaria, regular, de estos días finales y de la gran mayoría de los veintiséis mil quinientos setenta y cuatro días anteriores. El amor, como el deseo, han sido en mí paréntesis que nada tienen que ver con el resto de mi vida. Caprichos de la epidermis o repentinos pálpitos de esa víscera cargada de metáforas. Mi corazón, como si fuera de cuerda, parece cargarse a veces y marcar una ruptura en el curso natural y en el fondo tedioso de mi existencia cotidiana. Pero vuelvo a lo mío, a mi paréntesis de amor, lecturas y deseo con Ángela Pietragrúa.

Después de este primer masaje mis noches y mi sueño, mi vigilia y mi desvelo, se convirtieron en un tormento. Sudores repentinos, terco engarrotamiento de las partes bajas, desbocada imaginación e imposibilidad de actuar. Pasaron tres días con sus noches sin que Ángela Pietragrúa me volviera a llamar a su presencia, ni para una carta o un poema, ni para una uña despicada, un velo corrido o una cremallera atrancada.

Al tercer día resucitó. Me dijo "otra vez, Gaspar, me siento la espalda tensa, venga a mi alcoba a las tres, descansado para un masaje largo". Por una trivial estrategia de amador, yo, que he sido puntual hasta el escrúpulo del segundero, me presenté en su cuarto a las tres y cuarto. Vi en su cara la furia reprimida, pero por primera vez desde que yo había entrado en su casa fue humilde como yo lo había sido siempre. Al verme entrar me señaló el cajón de la crema y se puso a deshacerse, con extrema lentitud, de sus múltiples velos color de noche oscura. Por primera vez no me daba la espalda al desvestirse y de pronto, después de algunos movimientos lentos, apareció la blanca luna llena de uno de sus senos. Apareció una segunda luna, vibrante; cayeron todos los velos hasta la cintura. Aparición instantánea y fulminante pues de inmediato estaba ya extendida en la cama, dándome la espalda. Esta vez no quise sentarme sobre ella. Desde el borde del colchón y sin que ella dijera bien ni mal, empecé mi trabajo. Al rato la oí que susurraba, "las piernas también, también las piernas". Yo le bajé con gran delicadeza la enagua y los calzones anchos (se usaban entonces) que se las cubrían. Aparecieron unos muslos y pantorrillas que deben existir tan sólo en los platónicos uranos. Ungí de crema ambas extremidades, con fuerza, hasta casi sudar sobre ella. Luego conjeturé que tal vez las nalgas podían considerarse parte de las piernas y quise introducir una mano por debajo de las bragas, mi mano embadurnada camino de los glúteos. Su voz imperativa me detuvo: "¡Ahí no! Puede marcharse".

Para el día siguiente en la mañana se esperaba el regreso del vizconde. La última noche del luto yo me encargué de pasar las bandejas de la cena a la mesa de la señora. Le había hecho preparar manjares de mar, pequeñas pruebas de infinidad de pescados y mariscos, moluscos con reminiscencias de mujeres. Muchas veces, a los postres, volví a llenarle la copa de un vino blanco de barril, ese Sauternes de proustiana memoria, que ella saboreaba con gusto. Durante el café me dijo que volvía a sentir cierta tensión en el cuello. No me lo exigía, no formaba parte de mis tareas ordinarias, ni era mi obligación, ni quería cansarme con sus quejas, pero ¿no podría yo, por una vez, repetir el masaje? "Ma certo, signora, alle dieci" "Sí, alle dieci va bene”.

Esta vez fui puntual y a las puntuales diez volví a entrar en su cuarto. La hallé tendida en la cama, bajo el edredón subido hasta la barbilla. Siguió el ritual del cajón señalado y se dio media vuelta bajo las cobijas. Yo pedí permiso para bajarlas un poco y me fui dando cuenta, centímetro a centímetro, de su completa desnudez. Volví a ponerme a horcajadas, esta vez sobre sus muslos, y mientras inclinaba mi torso sobre ella para masajear la parte alta de su cuello, pude acercar mi boca y nariz hasta la raíz de su nuca. Fue esa vez cuando percibí con claridad por primera vez el olor natural de Ángela Pietragrúa, un olor que después me seguiría persiguiendo por años y años, y que todavía hoy, a veces, en las desoladas tardes de invierno, puedo recuperar en una prenda secreta que conservo en lo más hondo del escaparate de mis bisabuelos. Era un olor todo suyo, que yo no sé explicar, pero que, para hacerse una idea, diré que tenía algo que ver con la vainilla. Ella sintió el roce voraz de mi nariz y aumentó el ritmo de su respiración sin decir nada. Yo estaba vestido con ropa ligerísima de algodón blanco y el sudor me pegaba la tela a la piel, pero no osé ni siquiera arremangarme la camisa. Poseí con mis manos, por entero, cada una de sus partes posteriores. Me permitió incluso esparcir un poco de crema por la ranura perfecta que dividía sus dos nalgas y llegué inclusive a palpar con el índice el botón nítido, rosado, apenas insinuado, cuyo nombre es impío mencionar en vano. Ella también sudaba, pero no se volvió, no me habló, no gimió, no dijo nada hasta la madrugada. Cuando el sol empezó a dejar ver su claridad a través de las cortinas, yo, notando su perfecta quietud y su respiro sosegado, la creí dormida, profunda. Me atreví entonces a besarle el cuello y me di cuenta de que la bella durmiente estaba muy despierta. De inmediato, como estremeciéndose, me dijo que era hora de que fuera a descansar. Obedecí.

Ayer dejé mi trabajo en el punto anterior. Hoy, afortunadamente, tengo otra vez aquí, sentada en mis rodillas, a mi fiel esposa y secretaria Cunegunda Bonaventura. Llega a buena hora para copiar que al día siguiente de mi noche entera con Ángela, poco después de su llegada, el vizconde de Alfaguara me hizo llamar a su despacho. Estaba iracundo y una corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral cuando lo oí que empezaba a hablar, fuera de sí: "¡Usted, Medina, es un soberano farsante!" Temí que alguno de la servidumbre (pese a las generosas propinas propinadas) le hubiera soplado algo sobre mis repetidas visitas a la alcoba de su concubina y bajé los ojos, preparándome para lo peor. Me sorprendió, en cambio, con lo más obvio: "Me vi con el cardenal Uzbizarreta, en Madrid, y quedé como un imbécil cuando le revelé, creyendo decirle algo de su agrado, que tenía de mayordomo a su recomendado. Lleno de asombro, el cardenal me dijo la verdad sobre su origen y estado. No entiendo por qué ha querido engañarme en estos meses pasados, Medina; en todo caso largúese de aquí. Le doy media hora para abandonar mi casa, desgraciado". Alfaguara solía hablar con rimas cuando estaba bravo. Pensando en su avaricia, le dije que en vista de que no había justa causa para el despido, debería pagarme, fuera de la liquidación, una apropiada indemnización. Que no se precipitara a hacerla pues no tenía urgencia, pero que al otro día sin falta pasaría a retirarla. Mientras repartía mentalmente mi liquidación entre los demás criados, me fui a hacer las maletas e hice llamar un taxi. Antes de salir dije a voz en cuello que si me necesitaban para algo podían encontrarme en el Hotel Príncipe. Este era el mejor de Turín; una noche allí costaba quince días de mi sueldo de mayordomo. Sin duda el Gaspar que soy hoy habría encontrado un desplante de mayor elegancia. Pero dejémoslo así, tal como lo hice yo.

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