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Amor amor sentí, tan sólo, por Ángela Pietragrúa, mi primer capricho italiano. Tenía unos veintiséis años cuando la conocí, y un amante noble a cuestas. Trabajaba en Einaudi, la editorial de Turín, pero en un cargo administrativo, y por lo mismo ni Calvino ni Pavese la habían notado. Peor para ellos que no sabrán jamás de lo que se perdieron. Tenía un cuerpecito de quinceañera y una cara estupenda de veinticinco vividos con intensidad. Los ojos amarillos y el cabello castaño oscuro en sortijas amplias, desordenadas, casi siempre peinado hacia atrás y cogido con un simple elástico. Piernas largas y busto amable, las manos perfectas. Pero dice mi secretaria, o mi esposa Bonaventura, que no es nada de buen gusto que el mismo día de nuestro matrimonio yo me ponga a escribir primero de Robledo y de Logroño y ahora de esa mujer que tal vez amé, Angela Pietragrúa, y no de ella, mi única esposa legítima. Tiene razón. Toco el timbre para llamar al efebo que hemos contratado especialmente para que nuestra unión se consume. Yo no puedo, o no quiero, ya lo he dicho, así que hemos contratado al hijo de mi cocinera, un cacique ojiazul, para que calme los ímpetus de recién casada que tiene Cunegunda y mis escrúpulos canónicos por aquello del ratus sed non consumatus o como diablos se diga.

Ahí entra el cacique, bien armado ya, pues sabe a qué lo llamo. Envuelto en los calzones se le nota el bulto de eso que se resiste a quedar encerrado entre sus piernas, detrás de la bragueta.

Recibo las hojas en blanco de manos de mi esposa y ahora me encargo yo de tomar los apuntes. El catío Jesús de ojos azules la está besando en la boca. Mi esposa Bonaventura no se niega a abrir los labios. Se entregan a una ventosa lingüística, como esa de las que me aplicaba con Eva Serrano… ah, intercambian saliva con furia de sonidos, sin esa castidad postiza de la Tomasinina, mi mujer que no fue. Ahora Jesús, con una mano, le recorre la espalda en busca del cierre de la blusa. Hábil se ha vuelto en la operación de desvestirla pues ya cae el primer velo de la novia robada. Debajo está el corpiño que se ha puesto para la ceremonia. Impaciente debe estar mi buena mujer pues ha bajado la mano hasta el pubis del marido vicario. Baja la cremallera, introduce la mano y no la saca vacía, la saca con la mulata verga enardecida entre sus dedos. Se han puesto horizontales sobre el blando jergón. Él consigue deshacerla del fastidioso corpiño y las tetas perfectas de Cunegunda Bonaventura vibran con la luz que se filtra detrás de las cortinas. Veo su pecho palpitar y la boca del indio se apodera de parte de su teta derecha. La mano de mi esposa sigue apoderada de la polla rebosante de mi buen servidor. Ella lo acaricia con apremiante insistencia, forma un anillo con su manita tersa y hace que la piel del oscuro miembro indígena se estruje contra sí mismo. Él le levanta la falda y le baja los calzones precipitadamente. Aparece el vello bermejo de mi pupila y mujer, su coñito inaudito está mojado como una espuma marina. Yo les recito en voz alta una vieja jaculatoria: Abre las piernas, muchacha, ganas más de lo que pierdes. Empuja, muchacho, sacas más de lo que metes. Wall Street se quisiera los negocios del tálamo. Mientras recito con gran recogimiento el rezo del epitalamio, la pareja se abraza y ambos agitados y trémulos están. Entonces les sonrío con paternal cariño, mas cruza por mi espíritu como un temor extraño, por lo que en el futuro, de angustia y desengaño, las prisas del cacique a ella guardarán. Y como si se oyera mi presentimiento, ¿qué veo?, veo que el miembro restregado por la blanca mano está escupiendo leche antes de tiempo, que la inefable semilla cae sobre el ombligo de mi asombrada esposa, que el muchacho ojiazul gime de gusto y susto, pues ya mi mujer protesta enfurecida y pide que mi mano, por lo menos, la mano que le di ante los testigos esta misma tarde, la haga sentir allí, en su vulva espumosa, el placer que el ojiazul no ha sido capaz de darle con su verga mulata. Ah, si yo tuviera menos años y menores achaques lo haría de buen grado, pero como aquel lisiado soldado de Urbina, tengo más lengua que manos. En mi estado no me queda sino escribir.

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