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Agobiado por mi ignorancia hagiográfica he llamado por teléfono a mi amigo Quitapesares. Me ha citado a Mateo, quien bien dice "que hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres; y hay eunucos que fueron castrados por los hombres; y eunucos hay que se castraron a sí mismos por amor del reino de los cielos". Ha dicho que en este y otros pasajes bíblicos se han detenido muchos doctores de la Iglesia. De ahí que para él mi interpretación de los sagrados textos no es descabellada, pues a igual conclusión había llegado por ejemplo Orígenes, beato, mártir y sabio. Este hombre singular, harto de la zozobra en que lo sumergía la concupiscencia, se había hecho castrar. La Iglesia, sin embargo, siempre se ha opuesto a esta mutilación testicular y por lo mismo, sólo por esto, no ha hecho santo oficial a ese varón que fue tan o más santo que muchísimos santos. Oh san Orígenes, patrono de los eunucos, yo aquí te invoco y suplico que por tu intercesión jamás mi simiente salga de las oscuras y estrechas cavernas donde la he clausurado.

Sí, con esta volteriana Cunegunda, he contraído matrimonio. Tantas veces pude haberlo hecho, lo de contraer, y no con ella. Con Eva Serrano, por ejemplo, con Catalina Mejías, con Susana Robledo, con Angela Pietragrúa, con Josefina Logroño, con Matilde Sotomenor, con Artemisia Tomasinina, con Lorenza Battaglia, con Luisa Spiraglio… Debería aprovechar para contar mi trunca educación sentimental de amoríos fallidos. La historia de Eva Serrano ya la saben y saben también que se trató de pura lengua. La Catalina Mejías, en lo mejor de mi euforia premarital, me resultó lesbiana, como una de las protagonistas del Paraíso Perdido de John Huecos, una novela de costumbres ciudadanas. Fui despreciado con ignominioso y sumario proceso, como ese tal de la novela, y yo no repito historias. Baste decir que por el mero delito de ser hombre, quiero decir homo erectus de género masculino, Catalina Mejías me acusó de todas las culpas y todos los delitos, salvo el abigeato. Con Susana Robledo (última descendiente de don Jorge, conquistador de mis tierras) no sé por qué no me casé. Era una pianista excelente con un defecto solo: tocaba las sonatas con el metrónomo puesto a un ritmo demasiado lento; los allegro assai le salían en lentissimo y los lentissimo le salían en somnífero: una nota cada dos segundos. Hablaba como tocaba: sus frases de corrido eran palabras aisladas porque entre cada vocablo hacía una pausa y uno tenía que preguntarle siempre por la puntuación de lo que iba diciendo: "El otro… día… estaba… en mi casa… y se… me…o-cu-rrió…llamar… por…te-lé-fo-no… a… ". Yo era incapaz de oírle enteros los cuentos, y eso que prisa no he tenido jamás, pero su estilo oral exigía una concentración muy larga. De todas formas, como casi nunca hablaba, este defecto de Susana Robledo no se notaba mucho. La verdad es que era despaciosa para todo. Cuando se duchaba se gastaba el mismo tiempo que se lleva cualquiera haciéndose un baño de inmersión con doble cambio de agua. Si se bañaba en bañera se demoraba toda la mañana. Era de una lentitud para comer que exasperaba a los camareros. Yo, sabiendo su problema, entraba con ella a las once y media de la mañana a los restaurantes. Pero a las cuatro menos veinte no había sido posible que pasara a los postres y teníamos que irnos a tomar el café a otro lado si no queríamos que nos echaran a los gritos. Su parsimonia llegaba al extremo de que varias veces el semáforo volvía a pasar a rojo sin que ella, durante el verde, hubiera tenido tiempo de poner la primera. Y si hubiera decidido casarme con ella, creo que los preparativos para la boda hubieran podido durar hasta ayer, o sea que el asunto no cambia, casarme o no con ella habría dado el mismo resultado vital: esta extendida soltería. Las pocas veces que tuvimos tiempo suficiente para llegar a acostarnos, yo empezaba los preliminares a la media tarde de la víspera, de manera que muchas horas después, a la salida del sol, con la picha hecha polvo de dolorosísima expectativa, culminaba por fin el acto de lentitud inaudita. Sólo que coronada la unión genital yo había perdido ya la capacidad de contenerme y era un desastre su furia por mi precipitado derrame. Por suerte había tiempo de sobra para un segundo embate y una o dos veces conseguí, pasado el mediodía, que ella llegara a ese éxtasis del que los demás hablan y que para mí, ay, me duele confesarlo, es sólo un desahogo, un descanso, como orinar después de haber hinchado la vejiga mucho rato.

Me doy cuenta de que no hago retratos sino caricaturas, pero lo cierto es que mis amores fueron superficiales.

No todos. Por Josefina Logroño, ramera de mal agüero, mi ultimo amor colombiano, creo que sentí eso que las novelas decimonónicas denominaban pasión. Pienso en ella (en el período que fue de nosotros dos) y todavía me muerdo los labios de coraje. Escupitajos de ira mala me afloran a la boca. Josefina Logroño, ojalá te estés pudriendo con el dentista de tu maridito. La sedujo, pero quién va a creerme, con la obtusa música ambiental de su consultorio, música de dentista, pueden imaginarse: Beethoven para bobos y Bach edulcorado, un Chopin hecho Clayderman, melcocha de electrónica. En fin, este es el fin de la historia. Pero cuánto me gustaba, al principio, y hasta que le salió ese maldito absceso que sería la causa de mi desgracia.

Ahora veo con claridad que ella era tan sólo una ramera de alcurnia que consiguió hacerse mantener por el ilustre dentista gracias al aroma insuperable de su coño y a la dimensión rebosante de sus tetas de antes. Pero miento, lo anterior no es verdad; por mi recuerdo no habla la serenidad de estos días en que escarbo mis antiguas heridas sino la rabia de aquellos días aciagos en que Josefina Logroño me cambió por el dentista. Torpe sería ahora el misógino consuelo de convertir en putas a las mujeres que nos amargaron la existencia. Además, bien mirado, Josefina eligió lo que más le convenía.

Para olvidarse de un viejo amor, en todo caso, la receta infalible es no recordarlo en el período del buen amor. Lo mejor es tratar de ver de nuevo a ese pasado objeto del deseo. Eso hice yo en este caso.

La última vez que vi a Josefina Logroño fue en su casa de casada, la que le puso el dentista, y después de varios años de matrimonio sin hijos y con can. Yo estaba en uno de mis viajes periódicos de regreso a la patria y recuerdo que la llamé por teléfono; contestó la empleada del servicio: "Casa del ilustre dentista don Aurelio Escovar". Estuve a punto de colgar, muerto de rabia todavía pero ya también de risa; conseguí contenerme y pedí que me pasaran a la dignísima esposa del ilustre dentista. Ella me invitó a almorzar. Llegué al mediodía y lo primero que noté fue que también la casa, como las salas de espera de los aeropuertos, estaba invadida de música ambiental; las notas dentísticas se esparcían a través de altavoces puestos en todos los rincones, desde el baño hasta los árboles del patio.

En el patio, precisamente en el patio, encontré a los cónyuges Escovar Logroño. Ella, extendida en un sofá con forro plástico amarillo, se fumaba un larguísimo cigarrillo mentolado y al mismo tiempo observaba extasiada el infame oficio al que estaba dedicado su consorte. Yo, que no he sido remilgado ni demasiado escrupuloso con la higiene, sentí asco cuando el dentista me estiró la mano. No sé si me creerán, pero juro que el sacamuelas estaba ordeñando la perra. Sí, porque la pareja, a cambio de hijos, tenía una perraza de no sé qué raza, la cual sufría de embarazos utópicos. Después del calor, después del celo inútil (pues la pareja la sometía a total abstinencia), la pobre perra histérica se convencía de que, por alguna intervención sobrenatural (esto lo pongo yo de mi magín), había quedado preñada. Y tan preñada quedaba que al tiempo de parir empezaba a dar leche. Después de una mastitis que la había llevado al borde de la hoya, el ilustre dentista tenía que proceder durante las largas semanas de ilusoria lactancia, a ordeñar a su perra dos veces al día. Así lo hallé, envuelto en música y salpicado de rosada leche canina cuando me dio la mano. Fui al baño a lavarme la diestra, envuelto en el insoportable hilo musical.

La Josefina, un poco ajamonada ya después de seis arduos años de vida marital, me ofreció un entero pernil de cerdo (hueso a la vista en el medio) con papas a la bogotana. Comiendo carne yo miraba su carne y todo en ella me recordaba a Bachué, la diosa tetona. Desde el patio, y por encima de la música ambiental y los gemidos lácteos de la perra histérica, se oía el chapuceo oral de una lora afásica que repitió cacao cacao durante toda la comida. Pero la conversación en la mesa no fue de mayor trascendencia que la de la lora hasta cuando el marido se fue a la dentistería. Entonces Josefina me ofreció más carne, de cerdo en un principio, y después su propia carne, pero yo ya no tenía ganas. Así, entre el ordeño del marido y el jamón de la esposa, todo envuelto en un insulso sonsonete musical, me curé de mi última pasión colombiana.

Fue divertida y hermosa, sin embargo, la despedida con que me sorprendió Josefina. Al ver que yo ya no quería repetir con ella el monstruo de dos espaldas, me condujo de todas formas a su alcoba. Detrás de sus vestidos me mostró la puerta acerada de una caja fuerte y con lentitud le fue dando vueltas a la clave; cuando la puerta se abrió, su mano temblorosa buscó un interruptor general y suprimió, al fin, al fin, las notas dentífricas. "Seis años llevo así, Gaspar, seis años envuelta en este sonsonete, pero casi nunca me atrevo a apagarlo. Es el precio de mi matrimonio, y lo pago".

Pero no me había llevado allí tan sólo para esto. Su mano temblorosa volvió a entrar en la oscuridad de la caja fuerte y de allí sacó, con gran sigilo, una cajita de fósforos El Rey, me la entregó y me pidió que la abriera con cuidado. Dentro de la caja había unos cuantos pelos enroscados. Josefina me dijo: "La última vez que lo hicimos (yo sabía que iba a ser la última), cuando te fuiste, recogí de las sábanas todos los vellos púbicos diseminados por la pasión; son mi mayor tesoro". Yo solté una de las pocas carcajadas de mi vida, pero me callé al ver sus ojos encharcados y no fui capaz de decirle el pensamiento que me hacía reír: que había visto muchas pendejadas en mi vida, pero ninguna tan grande como la de guardar pendejos.

Después me enamoré (¿el verbo es excesivo?) también de mujeres italianas, escocesas, brasileñas. Ah, las mujeres, las mujeres. Aquí habría que poner que son todas iguales. Pero son todas distintas; ni una que se parezca a otra, todas diferentes. Iguales en esto, debo decirlo, a los hombres (y así completo otra frase para mi colección de lugares comunes invertidos). Con todas, creo, cometí algún error, por exceso o por defecto. Con Artemisia Tomasinina, por ejemplo, cometí la tontería de no pasar a la acción a tiempo. Cuando quise hacer algo, ya nos habíamos vuelto amigos y era demasiado tarde. Mucho cerebro, mucha labia y cuando quise arrimar el labio, la mente se nos interpuso. Ni mi beso la humedeció, ni ella me humedeció con su beso. Si nos gusta una mujer tenemos que impedir que se vuelva muy amiga antes de tocarle alguna parte importante; ya habrá tiempo para la amistad, pero hay que empezar por escuchar esos motivos del cuerpo que ni la cabeza ni el corazón entienden.

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