Mi paso por aquel pueblo, gracias al hospedaje en ese mesurado y silencioso convento, fue una experiencia inolvidable. No tardó el capellán en demostrarme su inclinación a apoyar mi candidatura, y a partir de ese día tampoco dejó de consumir, él también, las mejores botellas de diferentes alcoholes (aunque en el fondo sea el mismo) que yo había llevado al pueblo. La mismísima madre superiora, al asegurarme que su voto y el de las demás hermanas del convento serían para mí, sacó media docena de copas y con las dos Marías más otras tantas monjas, brindó a mi salud con cierto vinillo de consagrar que yo le había consignado a mi llegada.
Después de los discursos y de las libaciones con los notables y líderes locales, me retiraba con el capellán a sus aposentos del segundo piso. Allí le aseguré varias veces que, si bien unido estratégicamente a los enfadosos liberales, mi secreto propósito era restaurar aquella antigua alianza entre poder terreno y ultraterrenal que tantos beneficios había traído a nuestra golpeada nación en los siglos pasados. Recuerdo que una noche brindamos por esa restauración hasta la madrugada; destapamos más de tres botellas de un estupendo vino fino que yo mismo me había encargado de procurar en tierras andaluzas.
No olvidaré aquella madrugada en que el capellán, quizá un tanto exaltado con los jerecillos, me llevó a un recodo secreto de sus aposentos, abrió una ventanilla, camuflada en el piso debajo de una alfombra persa, y me hizo ver uno de los espectáculos más maravillosos que recuerden mis ojos. Eran las cinco menos cuarto de la mañana y ya el sol empezaba a madrugar tras los picos de los Andes. Las alumnas internas, una tras otra, somnolientas y lentas, pasaban ante nuestros ojos, bajo nuestros ojos, y se despojaban de unos largos camisones blancos con los que dormían. Estremecidas por ese airéenlo picante de las cimas de los Andes, sus tiernos cuerpecitos adolescentes parecían cobrar más vigor, más vibración, más forma. Había cinco, tan sólo cinco duchas contiguas y sin divisiones para todas las internas, y yo vi desfilar todas las formas que la naturaleza pone en los deliciosos cuerpos juveniles. Había campesinitas de varias edades, entre los trece y los diecisiete, de todos los colores, de todos los portes y tamaños. Era un deleite apreciar ese maravilloso caos étnico que ha provocado la estupenda mescolanza de gentes de mi patria y constatar también la diversidad psicológica de aquellas vírgenes cuyos pezones florecían al contacto con el agua. Las había que apenas si rozaban su piel con el jabón y las manos, y las había voluptuosas hasta el espasmo en ese único momento en que les era permitido acariciar su cuerpo. Las había de carnes abundantes, de abultado seno y caderas magníficas, y las había gráciles y tenues como apariciones de fantasmas.
Iba a expresar mi admiración al reverendo padre capellán, dueño de aquel magnífico serrallo visual, pero antes de que yo pudiera abrir la boca (o cerrarla para hablar, pues boquiabierto estaba) lo vi que derramaba lágrimas de felicidad mientras me decía: "A veces el Señor nos favorece con alguna pequeña anticipación del paraíso". Y entonces ya no dije nada, pues sus palabras me parecieron más exactas que cualesquiera de las que yo hubiera podido decir.
Pese a que yo hubiera querido permanecer para siempre en aquel anticipo del reino de los cielos, no pude demorarme mucho más. Los políticos liberales, borrachos y aburridos en mi amena población, me llamaron al orden. No entendían que las ocho horas programadas para el pueblo se hubieran convertido en ocho días. Pero no fue su voz gangosa lo que me instó a dejar el pueblo. Lo que me convenció a apresurar la partida fue que me enteré de que la reverenda madre, con el apoyo de algunas distinguidas matronas del lugar, estaba empeñada en hacerme levantar una estatua en la plaza mayor del pueblo. Lo de la estatua no sería tan horrible; lo malo era que la madre sostenía que no estaba bien que mi porte se viera desmerecido al lado del Libertador desnudo de la plaza, así que, según ella, era necesario hacerme a mí también un monumento, ecuestre y en pelota.
Tuve que abandonar aquel harem y gozo de los ojos, muy a mi pesar, pues ya me veía posando en la mitad de un establo, a horcajadas sobre un rocinante semental, y dejándome tomar las medidas de las pantorrillas por algún escultor incompetente. Y debí haberme quedado, pese a todo, pues de ahí en adelante, en toda la campaña política, no volví a ver nada que valiera la pena. No volví a ver más que borrachos y borrachos.
Por eso mismo, cuando poco faltaba para las elecciones (y aquí doy fin a este relato que te embriaga, Cunegunda), y cuando mi curul de senador ya estaba asegurada, resolví dejar colgados de la brocha, pegados a sus picos de botella a toda esa parranda de beodos. Pasé las riendas del movimiento al coronel (r) Armando Armando, pues comprendí sin asombro pero con desagrado que todos, todos, en mi país, los políticos que mandan y la chusma de los mandados, los guerrilleros maoístas y castristas y contrabandistas, los industríales del cuero, de las telas y de las azucenas, los cultivadores de café, de mariguana y de amapola, los militares y los sacerdotes, los actores de cine y de teatro, los escritores de prosa y de poesía, los cantantes de boleros, de tangos y de vallenatos, los ganaderos, los cerrajeros, los violinistas y los carniceros, todos, todos los electores nacionales, a lo único que aspiraban y a lo único que siguen aspirando es a estar bien borrachos, definitivamente y hasta siempre bo-rra-chos.