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A menudo, durante los juicios, le había dado consejos de este modo y en muchas ocasiones el magistrado Ueda los había seguido con buenos resultados; pero, en aquella ocasión, sus hombros se tensaron y volvió ligeramente la cabeza. En vez de interrogar al acusado, anunció:

– La sesión se aplaza durante un momento. -Se levantó y salió del tribunal.

Entonces se abrió la puerta de la habitación de Reiko. En el pasillo estaba su padre, mirándola con consternación.

– Hija. -La cogió del brazo y la llevó hasta su despacho privado-. Tu primera visita a casa no debía tener lugar hasta mañana, y tiene que acompañarte tu marido. Ya conoces la costumbre. ¿Qué haces aquí, sola, ahora? ¿Pasa algo?

– Padre, yo…

De repente, la valiente rebeldía de Reiko se vino abajo. Entre sollozos, reveló todos sus recelos sobre el matrimonio, los sueños a los que no pensaba renunciar. El magistrado Ueda la escuchó con simpatía pero, cuando terminó y se calmó, sacudió la cabeza y dijo:

– No tendría que haberte criado para que esperaras de la vida más de lo que es posible para una mujer. Fue un acto de amor ciego y poco juicio por mi parte, del que me arrepiento profundamente. Pero lo que está hecho, hecho está. No podemos ir hacia atrás, sólo hacia delante. No debes observar más juicios ni ayudarme en mi trabajo como equivocadamente te permití hacer en el pasado. Tu sitio está junto a tu marido.

En el momento en que Reiko veía cerrarse para siempre la puerta de su juventud, un atisbo de esperanza destellaba en el oscuro horizonte de su futuro. La última frase del magistrado Ueda le había recordado su fantasía de compartir las aventuras del sosakan Sano. En la antigüedad las mujeres de los samuráis habían cabalgado hacia la batalla al costado de sus hombres. Reiko recordó el incidente que había terminado con los festejos nupciales. Antes, absorta en sus problemas, apenas le había dedicado un pensamiento al nuevo caso de Sano; ahora despertaba su interés.

– Tal vez pueda ayudar en la investigación de la muerte de la dama Harume -dijo en tono meditabundo.

La preocupación afloró al rostro del magistrado Ueda.

– Reiko-chan -advirtió con voz amable, pero firme-. Eres más lista que muchos hombres, pero eres joven, inocente y confías demasiado en tus habilidades. Cualquier asunto que tenga que ver con la corte del sogún está plagado de peligros. El sosakan Sano no verá con buenos ojos que interfieras. Además, ¿qué podrías hacer tú, una mujer?

El magistrado se levantó y condujo a Reiko al exterior de la mansión, hasta la puerta donde la esperaba su séquito.

– Ve a casa, hija. Da gracias por no tener que trabajar para ganarte el arroz, como otras mujeres con menos suerte. Obedece a tu marido, es un buen hombre. -Después, haciéndose eco del consejo de O-sugi, añadió-: Acepta tu destino, o se hará cada vez más difícil de soportar.

A regañadientes, Reiko subió al palanquín. Al saborear el amargor del tinte de sus dientes, sacudió la cabeza en triste señal de reconocimiento de la sabiduría de su padre.

Aun así, ella poseía la misma inteligencia y el mismo ímpetu y valor que lo habían hecho a él magistrado de Edo, ¡el cargo que ella habría heredado de haber nacido varón! Cuando el palanquín emprendió su camino, Reiko gritó a los porteadores:

– ¡Parad! ¡Volved!

Obedecieron. Reiko bajó y entró corriendo en la casa de su padre, hasta su habitación de la infancia. Del armario sacó dos espadas, una larga y una corta, con similares empuñaduras y vainas con incrustaciones de oro. Después volvió al palanquín y se acomodó para el viaje de vuelta al castillo de Edo, abrazada a sus preciadas armas, símbolos de honor y aventura, de todo lo que era y pretendía ser.

De algún modo iba a conseguir una vida satisfactoria y con sentido. Y empezaría por investigar la extraña muerte de la concubina del sogún.

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