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– Hemos recibido una nueva propuesta de matrimonio -anunció el magistrado-, y te ruego que no eches a perder las negociaciones, porque puede que nunca nos llegue otra. Se trata de Sano Ichiro, el muy honorable investigador del sogún.

Reiko alzó la cabeza de golpe. Había oído hablar del sosakan Sano, como todo Edo. Le habían llegado rumores de su valentía y de un importantísimo servicio secreto que había llevado a cabo para el sogún. Empezó a interesarse. Deseosa de ver a aquella maravillosa celebridad, accedió al miai.

Sano no la defraudó. Mientras ella y el magistrado Ueda paseaban por los alrededores del templo de Kannei acompañados por el mediador y por Sano y su madre, Reiko lo miraba por el rabillo del ojo. Alto y fuerte, de porte noble y orgulloso, era más joven que sus anteriores pretendientes y, con diferencia, el más guapo. Como mandaba la tradición, no se dirigieron la palabra directamente, pero en sus ojos brillaba la misma inteligencia que su voz traslucía. Además, Reiko sabía que había dirigido la caza del asesino de los Bundori, cuyos truculentos crímenes habían sumido Edo en el terror. No era un borracho perezoso que descuidase sus deberes por las diversiones de Yoshiwara. Entregaba peligrosos asesinos a la justicia. A Reiko le parecía la encarnación de los héroes guerreros que había venerado desde su infancia. Tenía la oportunidad de compartir con él su emocionante vida. Y cuando miró a Sano, se vio invadida por un calor desconocido y placentero. De repente, el matrimonio no tenía tan mal aspecto. En cuanto llegaron a casa, Reiko le dijo a su padre que aceptara la propuesta.

Sin embargo, cuando se fijó la fecha de la boda, las dudas de Reiko sobre el matrimonio salieron de nuevo a la superficie. Las mujeres de su familia le aconsejaban que obedeciese y sirviese a su marido; los regalos -utensilios de cocina, material de costura, accesorios para el hogar- simbolizaban el papel doméstico que debía desempeñar. Sus libros y espadas se quedaron en la mansión Ueda. La esperanza había destellado por un momento en la boda, inspirada por la visión de Sano, tan guapo como lo recordaba; pero en ese momento Reiko temía que su vida no iba a ser diferente de la del resto de las mujeres casadas. Su marido había salido para resolver una importante misión, mientras ella se quedaba en casa. No tenía motivos para creer que fuera a tratarla de modo distinto a cualquier otro. El pánico le atenazaba los pulmones.

¿Qué había hecho? ¿Era demasiado tarde para escapar?

O-sugi cogió una bandeja y la dejó encima del tocador. Reiko vio un cepillo pequeño de bambú, el espejo, la palangana de cerámica y los dos cuencos a juego; uno contenía agua; el otro, un líquido oscuro. Se le encogió el corazón.

– ¡No!

– Reiko-chan -suspiró O-sugi-, sabéis que debéis teñiros los dientes de negro. Es la costumbre cuando una mujer se casa, una prueba de fidelidad a su marido. Ahora venid aquí. -Con amabilidad pero con firmeza sentó a Reiko delante del mueble-. Cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.

Llena de pesar, Reiko mojó el cepillo en el cuenco y abrió la boca en una mueca exagerada. Cuando efectuó la primera pasada por sus dientes de arriba, parte del tinte negro le goteó en la lengua. Notó un espasmo en la garganta; la boca se le llenó de saliva. La mezcla, compuesta por tinta, limaduras de hierro y extractos de plantas, era terriblemente amarga.

– ¡Puaj! -Reiko escupió en la palangana-. ¿Cómo puede alguien soportar esto?

– Todas lo hacen, y vos no vais a ser menos. Dos veces al mes, para mantener el color. Ahora seguid, y cuidado con mancharos los labios o el quimono.

Entre estremecimientos y arcadas, Reiko se aplicó en los dientes una capa tras otra de tinte. Por último se enjuagó, escupió y se puso el espejo delante de la cara. Contempló su reflejo con consternación. Los dientes, opacos y negros, contrastaban con los polvos blancos de la cara y el rojo del carmín, resaltando cada pequeña imperfección de su piel. Con la punta de la lengua se tocó el incisivo mellado, un hábito que tenía en momentos de fuerte emoción. A sus veinte años, se veía fea y anciana. Sus días de estudio y práctica de artes marciales habían quedado atrás; las esperanzas de romance menguaban. Ahora, ¿para qué iba a quererla su marido si no era para que lo sirviese y obedeciera?

Ahogó un sollozo y vio que O-sugi la miraba con simpatía. A ella la habían casado a los catorce años con un tendero viejo de Nihonbashi, que le pegaba a diario hasta que los vecinos se quejaron de que los gritos los molestaban. El caso había llegado ante el magistrado Ueda, que condenó al tendero a una paliza, consiguió el divorcio para O-sugi y la contrató como niñera de su hija. O-sugi era la única madre que Reiko había conocido. Ahora el vínculo que las unía se reforzaba con la patética similitud de sus situaciones: una rica, la otra pobre, pero las dos prisioneras de la sociedad, su destino dependiente de los hombres.

O-sugi abrazó a Reiko y le dijo con tristeza:

– Mi joven señora, la vida será más fácil si os limitáis a aceptarla. -Y, con un esfuerzo por mostrarse animada, añadió-: Después de todas las emociones de la boda, debéis de estar muerta de hambre. ¿Qué me decís de un poco de té y bollos, de los rosas, los que llevan pasta dulce de castaña? -Era la golosina favorita de Reiko-. Ahora mismo los traigo.

La niñera salió cojeando de la habitación: su brutal marido le había tullido la pierna izquierda. Ver aquello prendió una furiosa determinación en el interior de Reiko. En ese lugar y momento se negó a dejar que el matrimonio le lisiara el cuerpo o la mente. No iba a quedar prisionera en aquella casa y echar a perder sus talentos y ambiciones. ¡Viviría!

Se levantó y cogió una capa del armario. Después fue a todo correr a la puerta de entrada, donde el personal de Sano descargaba los regalos de boda.

– ¿En qué puedo ayudaros, honorable señora? -inquirió el criado mayor.

– No necesito nada -respondió Reiko-. Voy a salir.

– Una dama no puede salir a solas, sin más, del castillo. Va en contra de la ley -dijo el criado con altivez.

Este organizó una escolta de doncellas y soldados. Encargó un palanquín y seis hombres y la instaló en el ornado y mullido interior de la silla de manos. Le dio al comandante de la escolta el documento oficial que concedía paso a Reiko al interior y el exterior del castillo y después le preguntó:

– ¿Adónde le digo al sosakan-sama que habéis ido?

Reiko estaba consternada. ¿Qué podía hacer, entorpecida por una comitiva de dieciséis personas que sin duda darían cuenta de todos sus movimientos a Sano y al resto del castillo de Edo?

– A visitar a mi padre -contestó, aceptando su derrota.

Atrapada en el palanquín, recorrió los serpenteantes pasajes del castillo, entre atalayas y soldados de patrulla. El comandante de la escolta mostró su pase en los controles de seguridad; los soldados abrieron las puertas y permitieron que la comitiva siguiera colina abajo. Por su lado pasaron samuráis a caballo que avanzaban a medio galope. Las ventanas de las galerías cubiertas que coronaban los muros dejaban entrever los tejados de Edo repartidos por la llanura de debajo, y el otoñal follaje rojo y dorado a lo largo del río Sumida. El etéreo pico nevado del monte Fuji se erigía contra el lejano cielo del oeste. Reiko lo veía todo a través de la estrecha ventanilla del palanquín. Suspiró.

Sin embargo, una vez que salieron por la puerta principal del castillo y dejaron atrás las magníficas propiedades amuralladas de los daimio, Reiko cobró ánimos. En el barrio administrativo situado en Hibiya, al sur del castillo de Edo, los altos funcionarios de la ciudad vivían y trabajaban en mansiones-oficina. Allí, Reiko había disfrutado de la infancia cuyo final lamentaba ahora tan amargamente. Pero quizá no estaba perdida del todo.

Al llegar a la residencia del magistrado Ueda se apeó del palanquín. Dejó a su séquito fuera, entre dignatarios paseantes y oficinistas presurosos, y se acercó a los centinelas apostados en los portales techados de la entrada.

– Buenas tardes, dama Reiko -la saludaron.

– ¿Está mi padre en casa? -preguntó.

– Sí, pero tiene juicio.

A Reiko no la sorprendía que el concienzudo magistrado hubiese vuelto al trabajo al cancelarse el banquete de bodas. En el patio se abrió paso entre un enjambre de lugareños, policías y prisioneros, que esperaban a que el magistrado les concediese su atención, y entró en el edificio de entramado de madera. Dejó atrás las oficinas administrativas y se encerró en una sala adyacente al Tribunal de Justicia.

La habitación, en tiempos un armario, era apenas lo bastante grande para dar cabida a su único tatami. Sin ventanas, el cubículo estaba en penumbra y olía a cerrado, pero Reiko había pasado en él algunas de sus horas más felices. Una de las paredes consistía en una compleja celosía. Por las rendijas Reiko tenía el tribunal perfectamente a la vista. Al otro lado de la pared y de espaldas a ella, su padre, con las vestiduras negras de juez, ocupaba el estrado flanqueado por sus secretarios. Los faroles iluminaban la larga sala en la que el acusado, con las manos atadas a la espalda, escuchaba de rodillas sobre el shirasu -una porción del suelo cubierta de arena blanca, símbolo de la verdad- que estaba inmediatamente debajo del estrado. La policía, los testigos y la familia del acusado aguardaban de rodillas en hileras en la parte destinada al público; las puertas estaban custodiadas por centinelas.

Reiko se arrodilló para observar la sesión, como había hecho en innumerables ocasiones. Los juicios la fascinaban. Mostraban un lado de la vida que no podía experimentar de primera mano. El magistrado Ueda le consentía aquel interés y le permitía utilizar aquella habitación. Reiko se llevó la lengua a su diente mellado mientras sonreía a causa de los agradables recuerdos.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, prestamista Igarashi? -preguntó al reo el magistrado Ueda.

– Honorable magistrado, juro que no maté a mi socio -dijo el acusado con vehemente sinceridad-. Reñimos por los favores de una cortesana porque estábamos borrachos, pero hicimos las paces. -El rostro del acusado estaba surcado de lágrimas-. Quería a mi socio como a un hermano. No sé quién lo apuñaló.

Cuando comentaban los casos, Reiko había impresionado al magistrado por su intuición, por lo que había llegado a apreciar sus opiniones. Reiko le susurró a través de la celosía:

– El prestamista miente, padre. Todavía está celoso de su socio. Y ahora toda la fortuna de los dos le pertenece. Presiónalo y confesará.

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