Cuatro candelabros de plata, con adornos de pámpanos, sostenían -a falta de otros más apropiados- las velas encendidas: el maestro había sido derribado por una bala fría, recibida en la sien, al acercarse imprudentemente a la ventana de su cuarto.
Miré las caras que lo rodeaban: caras sin rasurar, sucias, estiradas por una borrachera que había pasmado la muerte. Los insectos seguían entrando por los caños y los cuerpos olían a sudor agrio. En el edificio entero reinaba un hedor de letrinas. Flacas, macilentas, las bailarinas parecían espectros. Dos de ellas, vestidas aún con los tules y mallas de un adagio bailado poco antes, se hundieron sollozando en las sombras de la gran escalera de mármol. Las moscas, ahora, estaban en todas partes, zumbando en las luces, corriendo por las paredes, volando a las cabelleras de las mujeres. Afuera, la carroña crecía.
Hallé a Mouche desplomada en la cama de nuestra habitación, con una crisis de nervios. «La llevaremos a Los Altos en cuanto amanezca», dijo la pintora.
Los gallos empezaron a cantar en los patios.
Abajo, sobre la acera de granito, los candelabros de pompas fúnebres eran bajados de un camión negro y plata por hombres vestidos de negro.
VII
(Sábado, 10)
Habíamos llegado a Los Altos, poco después de mediodía, en el pequeño tren de carrilera estrecha, parecido a un ferrocarril de parque de diversiones, y tanto me agradaba el lugar que, por tercera vez en la tarde, me había acodado al puentecillo del torrente para contemplar en su conjunto lo que ya había recorrido palmo a palmo, asomándome indiscretamente a las casas, en mis anteriores paseos. Nada de lo que se ofrecía a la mirada era monumental ni insigne; nada había pasado aún a la tarjeta postal, ni se alababa en guías de viajeros. Y, sin embargo, en este rincón de provincia, donde cada esquina, cada puerta claveteada, respondía a un modo particular de vivir, yo encontraba un encanto que habían perdido, en las poblaciones-museos, las piedras demasiado manoseadas y fotografiadas. Vista de noche, la ciudad se hacía aleluya de ciudad adosada a una sierra, con estampas de edificación y estampas de infierno sacadas de las tinieblas por los focos del alumbrado municipal. Pero aquellos quince focos, siempre aleteados por los insectos, tenían la función aisladora de las luminarias de retablos, de los reflectores de teatros, mostrando en plena luz las estaciones del sinuoso camino que conducía al Calvario de la Cumbre. Como los malos siempre arden abajo en toda alegoría de la vida recta y la vida pródiga, el primer foco alumbraba la pulpería de los arrieros, la de piscos, charandas y aguardientes del berro y mora, lugar de envites y mal ejemplo, con borrachos dormidos sobre los barriles del soportal.
El segundo foco se mecía sobre la casa de la Lola, donde Carmen, Ninfa y Esperanza aguardaban, en blanco, rosa y azul bajo faroles chinos, sentadas en el diván de terciopelo raído que había sido de un Oidor de Reales Audiencias. En el ámbito del tercer foco giraban los camellos, leones y avestruces de un tiovivo, en tanto que los asientos colgantes de una estrella giratoria ascendían hacia las sombras y regresaban de ellas -puesto que la luz no alcanzaba a tales alturas- en lo que duraba en plegarse el cartón del Vals de los Patinadores. Como caída del cielo de la Fama, la claridad del cuarto foco blanqueaba la estatua del Poeta, hijo preclaro de la ciudad, autor de un laureado Himno a la Agricultura, quien seguía versificando sobre una cuartilla de mármol con pluma que destilaba el verdín, guiado por el índice de una Musa manca del otro brazo.
Bajo el quinto foco no había cosa notable, fuera de dos burros dormidos. El sexto era el de la Gruta de Lourdes, trabajosa construcción de cemento y piedras traídas de muy lejos, obra tanto más notable si se piensa que, para hacerla, había sido necesario tapiar una gruta verdadera que existiera en aquel lugar. El séptimo foco pertenecía al pino verdinegro y al rosal que trepaba sobre un pórtico siempre cerrado.
Luego, era la catedral de espesos contrafuertes acusados en oscuridades por el octavo foco, que, por estar colgado de un alto poste, alcanzaba el disco del reloj, cuyas saetas estaban dormidas, desde hacía cuarenta años, sobre lo que, según la voz de las beatas y santurronas, eran las siete y media de un próximo Juicio Final en el que rendirían cuentas las mujeres desvergonzadas del vecindario. El noveno foco correspondía al Ateneo de actos culturales y conmemoraciones patrióticas, con su pequeño museo que guardaba una argolla a que había estado colgada, por una noche, la hamaca del héroe de la Campaña de los Riscos, un grano de arroz sobre el que se habían copiado varios párrafos del Quijote, un retrato de Napoleón hecho con las x de una máquina de escribir y una colección completa de las serpientes venenosas de la región, conservadas en pomos. Cerrado, misterioso, encuadrado por dos columnas salomónicas de color gris negro que sostenían un Compás abierto de capitel a capitel, el edificio de la Logia ocupaba todo el campo del décimo foco. Luego, era el Convento de las Recoletas, con su arboleda mal definida por el onceno foco, demasiado llena de insectos muertos. Enfrente era el cuartel, que compartía la luz siguiente con la glorieta dórica, cuya cúpula había sido abierta por un rayo, pero servía aún para retretas de verano, con paseo de la juventud, varones a un lado, mujeres al otro.
En el cono del decimotercer foco se encabritaba un caballo verde, jineteado por un caudillo de bronce muy llovido, cuya espada en claro solía cortar la neblina en dos corrientes lentas. Después, era la faja negra, temblequeante de velas y anafes, de los conucos indios, con sus pequeñas estampas de nacimientos y de velorios. Más arriba, en el penúltimo foco, un pedestal de cemento esperaba el gesto sagitario del Bravo Flechero, matador de conquistadores, que los francmasones y comunistas habían encargado en talla de piedra para molestar a los curas.
Luego, era la noche cerrada. Y al cabo de ella, tan arriba que parecía de otro mundo, la luz cimera que iluminaba tres cruces de madera, plantadas en montículos de guijarros, donde más batía el viento. Ahí terminaba la aleluya urbana, con fondo de estrellas y de nubes, salpicada de luces menores que apenas si se advertían. Todo el resto era barro de tejados, que se iba haciendo uno, en sombras, con el barro de la montaña.
Sobrecogido por el frío que bajaba de las cumbres, yo regresaba ahora, andando por calles tortuosas, hacia la casa de la pintora. Debo decir que ese personaje, al que no había prestado mayor atención en los días anteriores -aceptando el azar de esta convivencia como hubiera aceptado cualquier otra-, se me estaba haciendo cada vez más irritante, desde la salida de la capital, a causa de su crecimiento en la estimación de Mouche. Quien me pareciera una figura incolora al principio, se me iba afirmando, de hora en hora, como una fuerza contrariante. Cierta lentitud estudiada, que daba paso a sus palabras, orientadas las menudas decisiones que nos afectaban a los tres con una autoridad, apenas afirmada y sin embargo tenaz, que mi amiga acataba con una mansedumbre impropia de su carácter. Ella, tan afecta a hacer ley de sus antojos, daba siempre la razón a quien nos albergaba, aunque minutos antes hubiera estado de acuerdo conmigo en desistir de lo que ahora emprendía con ostentoso gusto. Era un continuo salir cuando quería quedarme, y un descansar cuando yo hablaba de subir hasta las brumas de la montaña, que denotaban el deseo de complacer constantemente a la otra, observando sus reacciones y halagándolas. Estaba claro que Mouche concedía a esa nueva amistad una importancia reveladora, de cuanto echaba de menos -al cabo de tan pocos días-, un cierto orden de realidades que habíamos dejado atrás. Mientras los cambios de altitud, la limpidez del aire, el trastorno de las costumbres, el reencuentro con el idioma de mi infancia, estaban operando en mí una especie de regreso, aún vacilante pero ya sensible, a un equilibrio perdido hacía mucho tiempo, en ella se advertían -aunque no lo confesara todavía- indicios de aburrimiento.