Primus ex apostolis
Mártir Jerosolimis
Jacobus egregio
Sacer est martirio.
Una campana era volteada arriba, a todo lo que diera, por varios niños montados a horcajadas sobre la espadaña, que la impulsaban a patadas. La procesión dio lentamente la vuelta a la iglesia, siempre llevada por el falsete nasal del párroco, mientras los diablos, remedando tormentos de exorcisados, retrocedían en grupo gimiente bajo las aspersiones del hisopo. Al fin, la figura de Santiago Apóstol, el de Campus Stellae, sombreado por un palio de terciopelo raído, volvió a engolfarse en el templo, cuyas puertas se cerraron con rudo encontronazo de los batientes sobre un tembloroso escarceo de luminarias y cirios. Entonces los diablos, dejados afuera, echaron a correr, riendo y brincando, pasados de demonios a bufones, y se perdieron entre las ruinas de la ciudad preguntando por las ventanas, a gritos groseros, si allí las mujeres seguían pariendo. Los fieles se dispersaron. Y quedé solo en medio de la plaza triste, cuyo embaldosado era levantado y roto por raíces de árboles. Rosario, que había ido a encender una vela por el restablecimiento de su padre, apareció poco después en compañía del capuchino barbudo que iba a embarcar con nosotros, y se me presentó como fray Pedro de Henestrosa. Usando de muy pocas palabras, en un hablar sentencioso y lento, el fraile me explicó que era costumbre singular sacar aquí el Santiago en la festividad del Corpus, porque en tarde de Corpus había llegado a esta villa, a poco de fundada, la imagen del santo tutelar, y desde entonces se observaba la tradición. Pronto se nos juntaron dos punteadores negros, de bandolas terciadas, quejosos de que este año la fiesta se hubiera reducido a meras salvas y procesiones, prometiendo no regresar más. Supe entonces que esto había sido antaño una ciudad de arcas repletas, próspera en ajuares, en armarios llenos de sábanas de Holanda; pero los continuos saqueos de una larga guerra local habían arruinado sus palacios y heredades, colgando la yedra de los blasones. Quien lo pudo emigró, deshaciéndose de las casas solariegas a cualquier precio. Luego había sido el azote de las plagas surgidas de arrozales que, por abandono, se volvieron pantanos. Esa vez, la muerte acabó por entregar los palacios a las gramas y guisaseras, iniciándose la ruina de los arcos, techos y dinteles. Hoy no era sino una población de sombras, en la sombra de lo que hubiera sido, un tiempo, la rica villa de Santiago de los Aguinaldos. Muy interesado por el relato del misionero, estaba pensando en ciudades arruinadas por guerras de Barones, asoladas por la peste, cuando los punteadores, invitados por Rosario a distraernos con alguna música de su antojo, preludiaron en las bandolas. Y de súbito, su canto me llevó mucho más allá de mis evocaciones. Aquellos dos juglares de caras negras cantaban décimas que hablaban de Carlomagno, de Rolando, del obispo Turpín, de la felonía de Ganelón y de la espada que tajara moros en Roncesvalles. Cuando llegamos al atracadero se dieron a evocar la historia de unos Infantes de Lara, que me era desconocida, pero cuyo añejo acento tenía algo de sobrecogedor al pie de tantos paredones resquebrajados y cubiertos de hongos, como los de muy antiguos castillos abandonados. Al fin zarpamos cuando el crepúsculo alargó las sombras de las ruinas.
Acodada en la borda, Mouche acertó a decir que la vista de aquella ciudad fantasmal aventajaba en misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lo mejor que hubieran podido imaginar los pintores que más estimaba entre los modernos. Aquí, los temas del arte fantástico eran cosas de tres dimensiones; se les palpaba, se les vivía. No eran arquitecturas imaginarias, ni piezas de baratillo poético: se andaba en sus laberintos reales, se subía por sus escaleras, rotas en el rellano, alargadas por algún pasamanos sin balaustres que se hundía en la noche de un árbol. No eran tontas las observaciones de Mouche; pero yo había llegado, frente a ella, al grado de saturación en que el hombre, hastiado de una mujer, se aburre hasta de oírle decir cosas inteligentes. Con su carga de toros bramantes, gallinas enjauladas, cochinos sueltos en cubierta, que corrían bajo la hamaca del capuchino, enredándose en su rosario de semillas; con el canto de las cocineras negras, la risa del griego de los diamantes, la prostituta de camisón de luto que se bañaba en la proa, el alboroto de los punteadores que hacían bailar a los marineros, este barco nuestro me hacía pensar en la Nave de los Locos del Bosco: nave de locos que se desprendía, ahora, de una ribera que no podía situar en parte alguna, pues aunque las raíces de lo visto se hincaran en estilos, razones, mitos, que me eran fácilmente identificables, el resultado de todo ello, el árbol crecido en este suelo, me resultaba desconcertante y nuevo como los árboles enormes que comenzaban a cerrar las orillas, y que, reunidos por grupos en las entradas de los caños, se pintaban sobre el poniente -con redondez de lomo en las frondas y algo de hocico perruno en las copas- como concilios de gigantescos cinocéfalos. Yo identificaba los elementos de la escenografía, ciertamente. Pero en la humedad de este mundo, las ruinas eran más ruinas, las enredaderas dislocaban las piedras de distinta manera, los insectos tenían otras mañas y los diablos eran más diablos cuando bajo sus cuerpos gemían danzantes negros. Un ángel y una maraca no eran cosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, esculpido en el tímpano de una iglesia, incendiada, era algo que no había visto en otras partes. Me preguntaba ya si el papel de estas tierras en la historia humana no sería el de hacer posibles, por vez primera, ciertas simbiosis de culturas, cuando fui distraído de mis reflexiones por algo que me sonaba a cosa a la vez muy próxima y muy lejana. A mi lado, para refrescarme la memoria en día de Corpus Christi, fray Pedro de Henestrosa salmodiaba a media voz un canto gregoriano que se imprimía en neumas sobre las páginas amarillas, picadas de insectos, de un Líber Usualis de muy larga historia:
Sumite psalmum, et date tympanum:
Psalterium jocundum cum cítara.
Buccinate in Neomenia tuba
In insigni dei solemnitatis vestrae.
XIII
(Viernes, 15 de junio)
Cuando llegados a Puerto Anunciación -a la ciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones a las que se libraba, desde hacía centenares de años, una guerra sin ventajas- comprendí que habíamos dejado atrás las Tierras del Caballo para entrar en las Tierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados, se erguían los primeros árboles de la selva aún distante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, más obeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejados unos de otros, sobre la vastedad fragosa del arcabuco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feracidad borraba los senderos en una noche. Nada tenía que hacer el caballo en un mundo ya sin caminos.
Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbos del sur, las veredas y picas se hundían bajo un tal peso de ramas que no admitían el paso de un jinete.
El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la altura de las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultaba al pie de las malangas engañosas, en la oquedad de los troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perro de hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo se escribía el peligro en signos de pelo erizado, había mantenido, a través del tiempo, los términos de su alianza primera con el Hombre. Porque era ya un pacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre: un mutuo complemento de poderes, que les hacía trabajar en hermandad. El Perro aportaba los sentimientos que su compañero de caza tenía atrofiados, los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, su socorrido aspecto de animal entre los otros animales, a cambio del espíritu de empresa, de las armas, del remo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. El Perro era el único ser que compartía con el Hombre los beneficios del fuego, arrogándose, en este acercamiento a Prometeo, el derecho de tomar el partido del Hombre en cualquier guerra librada al Animal.