Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Son los Federmann, los Belalcázar, los Espira, los Orellana, seguidos de sus capellanes, atabaleros y sacabuches; escoltados por la nigromante compañía de los algebristas, herbolarios y tenedores de difuntos.

Son los alemanes rubios y de barbas rizadas, y los extremeños enjutos de barbas de chivo, envueltos en el vuelo de sus estandartes, cabalgando corceles que, como los de Gonzalo Pizarro, calzaron herraduras de oro macizo a poco de asentar el casco en el movedizo ámbito del Dorado. Y es sobre todo Felipe de Hutten, el Urre de los castellanos, quien, una tarde memorable, desde lo alto de un cerro, contempló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus portentosos alcázares, mudo de estupor, en medio de sus hombres. Desde entonces había corrido la noticia, y durante un siglo había sido un tremebundo tanteo de la selva, un trágico fracaso de expediciones, un extraviarse, girar en redondo, comerse las monturas, sorber la sangre de los caballos, un reiterado morir de Sebastián traspasado de dardos. Esto, en cuanto a las entradas conocidas; pues las crónicas habían olvidado los nombres de quienes, por pequeñas partidas, se habían quemado al fuego del mito, dejando el esqueleto dentro de la armadura, al pie de alguna inaccesible muralla de rocas. Irguiéndose en sombra ante las llamas, el Adelantado arrimó al fuego un hacha que me había llamado la atención, aquella tarde, por la extrañeza de su perfil: era una segur de forja castellana, con un astil de olivo que había ennegrecido sin desabrazarse del metal. En esa madera se estampaba una fecha escrita a punta de cuchillo por algún campesino soldado -fecha que era de tiempos de los Conquistadores. Mientras nos pasábamos el arma de mano en mano, acallados por una misteriosa emoción, el Adelantado nos narró cómo la había encontrado en lo más cerrado de la selva, revuelta con osamentas humanas, junto a un lúgubre desorden de morriones, espadas, arcabuces, que las raíces de un árbol tenían agarrados, alzando una alabarda a tan humana estatura que aún parecían sostenerla manos ausentes. La frialdad de la segur ponía el prodigio en la yema de nuestros dedos.

Y nos dejábamos envolver por lo maravilloso, anhelantes de mayores portentos. Ya aparecían junto al hogar llamados por Montsalvatje, los curanderos que cerraban heridas recitando el Ensalmo de Bogotá, la Reina gigante Cicañocohora, los hombres anfibios que iban a dormir al fondo de los lagos, y los que se alimentaban con el solo olor de las flores. Ya aceptábamos a los Perrillos Carbunclos que llevaban una piedra resplandeciente entre los ojos de la Hidra vista por la gente de Federmann, a la Piedra Bezar, de prodigiosas virtudes, hallada en las entrañas de los venados, a los tatunachas, bajo cuyas orejas podían cobijarse hasta cinco personas o aquellos otros salvajes que tenían las piernas rematadas por pezuñas de avestruz -según fidedigno relato de un santo prior-. Durante dos siglos habían cantado los ciegos del Camino de Santiago los portentos de una Arpía Americana exhibida en Constantinopla, donde murió rabiando y rugiendo… Fray Pedro de Henescrosa se creyó obligado a endosar tales consejas a la obra del Maligno, cuando las relaciones, por ser de frailes, tenían alguna seriedad de acento, y al afán de difundir embustes, cuando de cuentos de soldados se trataba. Pero Montsalvatje se hizo entonces el Abogado de los Prodigios, afirmando que la realidad del Reino de Manoa había sido aceptada por misioneros que fueron en su busca en pleno Siglo de las Luces. Setenta años antes, en científica narración, un geógrafo reputado afirmaba haber divisado, en el ámbito de las Grandes Mesetas, algo como la ciudad fantasmal contemplada un día por el Urre. Las Amazonas habían existido: eran las mujeres de los varones muertos por los caribes, en su misteriosa migración hacia el Imperio del Maíz. De la selva de los Mayas surgían escalinatas, atracaderos, monumentos, templos llenos de pinturas portentosas, que representaban ritos de sacerdotes-peces y de sacerdotes-langostas. Unas cabezas enormes aparecían de pronto, tras de los árboles derribados, mirando a los que acababan de hallarla con ojos de párpados caídos, más terribles aún que dos pupilas fijas, por su contemplación interior de la Muerte. En otra parte había largas Avenidas de Dioses, erguidos frente a frente, lado a lado, cuyos nombres quedarían por siempre ignorados -dioses derrocados, fenecidos, luego de que, por siglos y siglos, hubiesen sido la imagen de una inmortalidad negada a los hombres.

Descubríanse en las costas del Pacífico unos dibujos gigantescos, tan vastos que se había transitado sobre ellos desde siempre sin saber de su presencia bajo los pasos, trazados como para ser vistos desde otro planeta por los pueblos que hubieran escrito con nudos, castigando toda invención de alfabetos con la pena máxima. Cada día aparecían nuevas piedras talladas en la selva; la Serpiente Emplumada se pintaba en remotos acantilados, y nadie había logrado descifrar los millares de petroglifos que hablaban, por formas de animales, figuraciones astrales, signos misteriosos, en las orillas de los Grandes Ríos. El doctor Montsalvatje, erguido junto a la hoguera, señalaba las mesetas lejanas que se pintaban en azul profundo hacia donde iba la luna: «Nadie sabe lo que hay detrás de esas Formas», decía, con un tono que nos devolvió una emoción olvidada desde la infancia. Todos tuvimos ganas de pararnos, de echar a andar, de llegar antes del alba a la puerta de los prodigios. Una vez más rebrillaban las aguas de la Laguna de Parima. Una vez más se edificaban, en nosotros, los alcázares de Manoa. La posibilidad de su existencia quedaba nuevamente planteada, ya que su mito vivía en la imaginación de cuantos moraban en las cercanías de la selva -es decir: de lo Desconocido-. Y no pude menos que pensar que el Adelantado, los mineros griegos, los dos caucheros y todos los que, cada año, tomaban los rumbos de la Espesura, al cabo de las lluvias, no eran sino buscadores del Dorado, como los primeros que marcharon al conjuro de su nombre.

El doctor destapó un tubo de cristal, lleno de piedrecitas oscuras que al punto amarillearon en nuestras manos, a la claridad del fuego. Palpábamos el Oro. Lo acercábamos a los ojos, para hacerlo crecer. Lo sopesábamos con gesto alquimista. Mouche lo tentó con la lengua, para conocer su sabor.

Y cuando sus pepitas volvieron al cristal, pareció que el fuego alumbraba menos y que la noche se tornaba más fría. En el río mugían enormes ranas.

De súbito, fray Pedro arrojó su bastón al fuego, y el bastón se hizo vara de Moisés al levantar la serpiente que acababa de matar.

XVII

(Domingo, 17 de junio)

Regreso ahora de la mina y me regocijo de antemano al pensar en la decepción de Mouche cuando vea que la caverna maravillosa, rutilante de gemas, el tesoro de Agamenón que ella se esperaba seguramente, es un lecho de torrente, cavado, escarbado, revuelto; un lodazal que las palas han interrogado lateralmente, en profundidad, de arriba abajo, regresando veinte veces al lugar del hallazgo primero, con la esperanza de haber dejado en el barro, por un mero desvío de la mano, por un margen de milímetros, la portentosa Piedra de la Riqueza. El más joven de los buscadores de diamantes me habla, por el camino, de las grandes miserias del oficio, de las desesperanzas de cada día y de la rara fatalidad que siempre hace regresar al descubridor de una gran gema, pobre y endeudado, al lugar de su encuentro.

Sin embargo, la ilusión se reaviva cada vez que surge de la tierra el diamante singular, y su fulgor futuro, adivinado antes de la talla, salta por encima de selvas y cordilleras, desacompasando el pulso de quienes, al cabo de una jornada infructuosa, se desprenden del cuerpo de costra de fango que lo cubre.

Pregunto por las mujeres, y me dicen que se están bañando en un caño cercano, cuyas pocetas no albergan alimañas peligrosas. Sin embargo, he aquí que se oyen voces. Voces que, al acercarse, me hacen salir de la vivienda, extrañado por la violencia del tono y lo inexplicable de la grita. Al punto pensamos que alguien hubiera ido a sorprender su desnudez en la orilla o las afrentara con el propósito villano.

33
{"b":"125331","o":1}