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y que en modo alguno está obligado a dar cuenta de lo que le arruga el ceño. Por no molestar se sienta en un rincón, a mis espaldas, y se pone a limpiar las orejas de Gavilán, que se le han llenado de garrapatas, con la punta de un retoño de bambú. Pero a poco me vuelve el buen humor. La solución del problema era sencilla: bastaba aligerar de hojarasca el texto homérico para hallar la simplicidad deseada.

De pronto, en el episodio de la evocación de los muertos, encuentro el tono mágico, elemental, a la vez preciso y solemne: «Hago a los muertos tres libaciones.

Libación de leche y miel. Libación de vino y libación de agua clara. Derramo la harina y prometo que cuando regrese a Itaca sacrificaré la mejor de mis vacas sobre el fuego del altar y daré a Tiresias un carnero negro, el mejor de mis rebaños… He degollado las bestias, he derramado su sangre, y veo aparecer las sobras de los que duermen en la muerte.

» A medida que el texto cobra la consistencia requerida, concibo la estructura del discurso musical.

El paso de la palabra a la música se hará cuando la voz del corifeo se enternezca, casi imperceptiblemente, sobre la estrofa en que se habla de las vírgenes enlutadas y de los guerreros caídos bajo el bronce de las lanzas. El elemento melismático que habré de colocar sobre la primera voz será traído por la queja de Elpenor, que llora de no tener «su tumba en la tierra, al borde de los caminos». En el poema mismo se habla de un largo gemido que interpretaré en vocalización, preludio de su imploración: «No me abandones sin lágrimas, ni funerales; quémame con todas mis armas y levanta mi tumba en la orilla del mar para que todos sepan mi desgracia. Planta sobre mis despojos el remo con que remaba entre vosotros.» La aparición de Anticleia pondrá el timbre de contralto en el edificio vocal que se me hace cada vez más dibujado, entrando como una suerte de fabordón en el discantus de Ulises y Elpenor.

Un acorde muy abierto de la orquesta, con sonoridad de pedal de órgano, anunciará la presencia de Tiresias. Pero aquí me detengo. La necesidad de escribir música es tan imperiosa que empiezo a trabajar sobre lo apuntado, viendo renacer los signos musicales, por tanto tiempo olvidados, bajo la mina de mi lápiz. Cuando termino una primera página de esbozos me detengo maravillado ante esos toscos pentagramas, irregularmente trazados, de líneas más convergentes que paralelas, sobre los cuales se inscriben las notas de un comienzo homofónico que tiene, en una gráfica misma, algo de ensalmo, de invocación, de música distinta a la que yo hubiera escrito hasta ahora. En nada se asemejaba esto a la mañosa escritura de aquel desventurado «Preludio»

para el «Prometeo Encadenado», muy al gusto del día, en que, como tanta gente, había tratado de volver a encontrar la salud y la espontaneidad del arte artesanal -la obra empezaba el miércoles para ser cantada en el oficio del domingo-, tomando sus fórmulas, sus recetas contrapuntísticas, su retórica, pero sin recuperar su espíritu. No eran las disonancias, los puntos mal colocados sobre puntos, las asperezas de los instrumentos situados adrede en los registros más rispidos e ingratos, los que iban a asegurar la perdurabilidad de un arte de calco, de fabricación en frío, en que sólo el muerto legado -la forma y las rectas para «desarrollar»- era actualizado, en obras que olvidaban demasiado a menudo, y con todo propósito de olvidarlos, la enjundia genial de los tiempos lentos, la sublime inspiración de las arias, para hacer juegos de manos en medio del aturdimiento, de la prisa, del correr, de los allegros. Una suerte de ataxia locomotriz había aquejado durante años a los autores de Concerti Grossi, en que dos movimientos en corcheas y semicorcheas -como si no hubiesen existido notas blancas o redondas-, desencuadrados por acentos martillados fuera de lugar, contrarios a la respiración misma de la música, trepidaban a ambos lados de un ricercare cuya pobreza de ideas era disimulada bajo el contrapunto más mal sonante que pudiera inventarse. Yo también, como tantos otros, me había dejado impresionar por consignas de «regreso al orden», necesidad de pureza, de geometría, de asepsia, acallando en mí todo canto que pugnara por levantarse. Ahora lejos de las salas de conciertos, de los manifiestos, del inacabable aburrimiento de las polémicas de arte, invento música con una facilidad que me asombra, como si las ideas, bajadas del cerebro, me llenaran la mano, atrepellándose por salir a través del plomo del lápiz. Sé que debo desconfiar de lo que se crea sin algún dolor. Pero ya habrá tiempo de tachar, de criticar, de ceñir. En medio de la lluvia que cae sin tregua, escribo con jubilosa impaciencia, como impulsado por un brote de energía interior, reduciendo mi escritura, en muchos casos, a una suerte de taquigrafía que sólo yo podría descifrar.

Cuando me duerma esta noche, los primeros estados del Treno habrán llenado todo el Cuaderno de…

Perteneciente a…

XXXI

Acabo de tener una desagradable sorpresa. El Adelantado, a quien fui a pedir otro cuaderno, me preguntó si me los tragaba. Le expliqué por qué necesitaba más papel. «Te doy el último», me dijo, de mal humor, explicándome luego que esas libretas se destinaban a levantar actas, consignar acuerdos, tomar apuntes de utilidad, y en modo alguno podían despilfarrarse en músicas. Para calmar mi despecho, me ofrece la guitarra de su hijo Marcos. Según veo, no establece relación alguna entre el hecho de componer y la necesidad de escribir. Todas las músicas que conoce son de arpistas, tocadores de bandola, gentes de plectro, que siguen siendo ministriles del Medievo, como los venidos en las carabelas primeras, y para nada necesitan de partituras ni saben, siquiera, de papeles pautados. Enojado, voy a quejarme a fray Pedro. Pero el capuchino da toda la razón al Adelantado, añadiendo que éste, además, parece olvidar que pronto habrán de llevarse Libros de Bautizo y Libros de Entierros, en la comunidad, sin olvidar el Registro de Casamientos. Y, de súbito, se encara conmigo, preguntándome si pienso seguir en concubinato por toda la vida. Tan poco me esperaba esto que balbuceo cualquier cosa ajena a la cuestión.

Fray Pedro, ahora, increpa a los que se tienen por personas cultas y sensatas, y empiezan por entorpecer su labor de evangelización, dando malos ejemplos a los indios. Afirma que estoy en la obligación de casarme con Rosario, pues las uniones santificadas y legales deben ser la base del orden que habrá de instaurarse en Santa Mónica de los Venados. Repentinamente me vuelve el aplomo y tengo una reacción irónica, diciéndole que muy bien se vivía aquí sin su ministerio.

Todas las venas de la cara del fraile parecen hincharse a un tiempo; iracundo, me grita, con la violencia de quien insulta o profiere improperios, que no tolera dudas acerca de la legitimidad de su ministerio, justificando su presencia con una frase en que Cristo hablaba de las ovejas que no eran de su rebaño y tenían que recogerse para que oyeran su voz. Sorprendido por la ira de fray Pedro, que golpea el suelo con su cayado, me encojo de hombros y miro a otra parte, guardando para mí lo que iba a decirle: He aquí para lo que sirve una iglesia. Ya salen a relucir las ataduras hasta ahora escondidas bajo el sayal samaritano. No pueden dos cuerpos yacer y gozarse, sin que unos dedos de uñas negras tracen sobre ellos el signo de la cruz. Habrá que asperjar de agua bendita las esteras en que nos abrazamos, un domingo en que hayamos consentido a ser los personajes de una edificante estampa. Tan ridículo me parece el cromo nupcial, que prorrumpo en una carcajada y salgo de la iglesia, cuya pared abierta en rajaduras ha sido calafateada temporalmente con anchas hojas de malangas, sobre las que corre la lluvia con sordo tamborileo. Vuelvo a nuestra choza, y debo confesarme, entonces, que mi burla, mi risa desafiante, no eran sino fáciles reacciones de quien buscaba, en muy literarios principios de libertad, una manera de ocultar la verdad molesta: estoy casado ya. Y poco importaría esto si no amara hondamente, entrañablemente, a Rosario. La bigamia, a tales distancias de mi país y de sus tribunales, sería un delito incomprobable. Podría prestarme a la comedia ejemplar pedida por el fraile, y todos quedarían contentos. Pero pasaron los tiempos de las estafas. Por lo mismo que he vuelto a sentirme un hombre, me he prohibido el uso de la mentira; ya que la lealtad puesta por Rosario a cuanto me atañe es algo que estimo sobre todas las cosas, me subleva la idea de engañarla -y más, en materia a que tanta importancia atribuye, por instinto, la mujer llevada a buscar casa donde albergar la viviente casa de su gravidez siempre posible-. No podría aceptar el espectáculo atroz de verla guardar entre sus ropas, tal vez con alegría de niña endomingada, el acta, suscrita en papel de libreta, en que se nos declare «marido y mujer ante Dios». La conciencia de mi conciencia me impide ya semejantes canalladas. Por lo mismo, tengo temor a las probables tácticas frailunas: firme en su propósito, Pedro de Henestrosa actuará sobre el ánimo de Tu mujer, para que sea ella quien se coloque en el disparadero.

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