XXXVIII
(9 de diciembre)
Acaba el sol de asomarse sobre los árboles cuando atracamos junto a la antigua mina de los griegos, cuya casa está abandonada. Han transcurrido siete meses apenas desde que aquí estuve, y la selva ha vuelto a apoderarse de todo. La choza en que Rosario y yo nos abrazamos por vez primera ha reventado literalmente por el empuje de plantas crecidas desde adentro, que levantaron su techo, abrieron las paredes, haciendo hojas muertas, materia podrida de las fibras que hubieran dibujado el perfil de una vivienda.
Además, como la última crecida del río fue particularmente caudalosa, el terreno estuvo anegado.
Ha llovido fuera de estación, las aguas no terminaron de descender hacia su más bajo nivel, y en las riberas se pinta una franja de tierra húmeda, cubierta de escorias de la selva, sobre las cuales revolotean miríadas de mariposas amarillas, tan apretadas unas a otras al moverse, que bastaría pegar con un bastón en uno de los enjambres para sacarlo pintado de azufre. Al ver esto, comprendo el origen de migraciones como la que me tocara ver en Puerto Anunciación, cuando el cielo quedó oscurecido por una interminable nube de alas. De pronto bulle el agua y un cardumen de peces que saltan, chocan, se atropellan, pasa por encima de nuestra barca, erizando la corriente de aletas plomizas y colas que se abofetean con ruido de aplausos. Luego, pasa volando en triángulo una bandada de garzas y, como respondiendo a una orden dada, todos los pájaros de la espesura empiezan a alborotar en concierto. Esta omnipresencia del ave, poniendo sobre los espantos de la selva el signo del ala, me hace pensar en la trascendencia y pluralidad de los papeles desempeñados por el Pájaro en las mitologías de este mundo.
Desde el Pájaro-Espíritu de los esquimales, que es el primero en graznar cerca del Polo, en lo más empinado del continente, hast? aquellas cabezas que volaban con las alas de sus orejas en el ámbito de la Tierra de Fuego, no se ven sino costas ornadas de pájaros de madera, pájaros pintados en la piedra, pájaros dibujados en el suelo -tan grandes que hay que mirarlos desde las montañas-, en un tornasolado desfile de majestades del aire; Pájaro-Trueno, Águila-Rocío, Pájaros-Soles, Cóndores-Mensajeros, Guacamayos-Bólidos lanzados sobre el vasto Orinoco, zentzontles y quetzales, todos presididos por la gran triada de las serpientes emplumadas: Quetzalcóalt, Gucumatz y Culcán… Ya proseguimos la navegación y cuando se hace arduo el bochorno del mediodía sobre las aguas amarillas y revueltas señalo a Simón, a la izquierda, la pared de árboles que cierra la ribera hasta donde alcanza la mirada. Nos acercamos, y empieza una lenta navegación, en busca de la señal que marca la entrada del caño de paso. Con la vista fija en los troncos, busco, a la altura del pecho de un hombre que estuviera de pie sobre el agua, la incisión que dibuja tres V superpuestas verticalmente, en un signo que pudiera alargarse hasta el infinito.
De cuando en cuando, la voz de Simón, que rema despacio, me interroga. Seguimos más adelante.
Pero pongo tanta atención en mirar, en no dejar de mirar, en pensar que miro, que al cabo de un momento mis ojos se fatigan de ver pasar constantemente el mismo tronco. Me asaltan dudas de haber visto sin darme cuenta; me pregunto si no me habré distraído durante algunos segundos; mando volver atrás, y sólo encuentro una mancha clara sobre una corteza o un simple rayo de sol. Simón, siempre plácido, sigue mis indicaciones sin chistar. La canoa roza los troncos y tengo, a veces, que apartarla afianzando en un árbol la punta de un machete. Pero ahora la busca de la señal sobre esa inacabable sucesión de troncos todos iguales me produce una suerte de mareo. Y me digo, sin embargo, que el empeño no es absurdo: en ninguno de los troncos, ha aparecido nada semejante a las tres V superpuestas.
Ya que existen y que lo escrito sobre una corteza nunca se borra, habremos de encontrarlas. Navegamos durante media hora más. Pero he aquí que surge de la selva un espolón de roca negra, de tan quebrado y singular dibujo, que de haber llegado hasta aquí la otra vez lo recordaría ahora. Es evidente que la entrada del caño ha quedado atrás. Hago seña a Simón, que hace virar la barca en redondo y empieza a desnavegar lo navegado. Me imagino que me está mirando con ironía, y esto me irrita tanto como la propia impaciencia. Por lo mismo, le vuelvo las espaldas y sigo examinando los troncos. Si he dejado pasar la señal sin verla, ahora que seguimos la valla vegetal por segunda vez, habré de advertirla por fuerza.
Eran dos troncos, erguidos como las dos jambas de una puerta estrecha. El dintel era de hoias. v a media altura, sobre el tronco de la izquierda, estaba la marca. Cuando comenzamos a bogar, el sol nos daba de lleno. Ahora, remando en sentido inverso, estamos en una sombra que se alarga sobre el agua cada vez más. Mi angustia crece ante la idea de que caiga la noche antes de haber hallado lo que busco y tengamos que regresar mañana. El percance, en sí, no sería grave. Pero ahora me parecería de mal augurio. Todo ha marchado tan bien últimamente que no quiero aceptar tan absurdo contratiempo.
Simón me sigue considerando con irónica mansedumbre. Al fin, por decir algo, me señala unos árboles, idénticos a los demás, preguntándome si la entrada no sería por aquí. «Es posible», le respondo, sabiendo que ahí no hay señal alguna «Posible no es palabra de tribunal», comenta el otro, sentencioso, y al punto caigo sobre una borda de la barca, que ha ido a meterse, de proa, en una red de lianas. Simón se levanta, toma el botador y lo hunde en el agua, buscando apoyo en el fondo, para echar la canoa atrás. En aquel instante, en el segundo que tarda la vara en mojarse, comprendo por qué no hemos encontrado la señal, ni podremos encontrarla: el botador, que mide unos tres metros de largo, no encuentra tierra donde afincarse, y mi compañero tiene que atacar las lianas a machetazos. Cuando volvemos a bogar y me mira, ve algo tan descompuesto en mi rostro que acude a mi lado, pensando que me ha ocurrido algo. Yo recordaba que cuando habíamos estado aquí con el Adelantado, los remos alcanzaban el fondo en todos momentos. Esto quiere decir que sigue desbordado el río, y que la marca que buscamos está debajo del agua. Digo a Simón lo que acabo de entender. Riendo me responde que ya se lo figuraba, pero que «por respeto» no me había dicho nada, creyendo, además, que al buscar la señal yo tenía en cuenta el hecho de la creciente. Ahora pregunto, con miedo a la respuesta, demorando en las palabras, si él cree que pronto habrán bajado las aguas lo suficiente para que podamos ver la marca como yo la vi la vez anterior. «Hasta abril o mayo», me responde, poniéndome en presencia de una realidad sin apelación. Hasta abril o mayo estará cerrada, pues, para mí, la estrecha puerta de la selva. Me doy cuenta ahora que después de haber salido vencedor de la prueba de los terrores nocturnos, de la prueba de la tempestad, fui sometido a la prueba decisiva: la tentación de regresar. Ruth, desde otro extremo del mundo, era quien había despachado los Mandatarios que me hubieran caído del cielo, una mañana, con sus ojos de cristal amarillo y sus audífonos colgados del cuello, para decirme que las cosas que me faltaban para expresarme estaban a sólo tres horas de vuelo. Y yo había ascendido a las nubes, ante el asombro de los hombres del Neolítico, para buscar unas resmas de papel, sin sospechar que, en realidad, iba secuestrado por una mujer misteriosamente advertida de que sólo los medios extremos le darían una última oportunidad de tenerme en su terreno.
En estos últimos días sentía junto a mí la presencia de Rosario. A veces, en la noche, creía oír su queda respiración adormecida. Ahora, ante la señal cubierta y la puerta cerrada, me parece que esa presencia se aleja. Buscando la resquemante verdad a través de palabras que mi compañero escucha sin entender, me digo que la marcha por los caminos excepcionales se emprende inconscientemente, sin tener la sensación de lo maravilloso en el instante de vivirlo: se llega tan lejos, más allá de lo trillado, más allá de lo repartido, que el hombre, envanecido por los privilegios de lo descubierto, se siente capaz de repetir la hazaña, cuando se lo proponga -dueño del rumbo negado a los demás-. Un día comete el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional pueda serlo dos veces, y al regresar encuentra los paisajes trastocados, los puntos de referencia barridos, en tanto que los informadores han mudado el semblante… Un ruido de remos me sobresalta en mi angustia. La selva se está llenando de noche, y las plagas se espesan, zumbantes, al pie de los árboles.