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Al cabo de los años, luego de haber perdido la juventud en la empresa, regresarían a sus países con la mirada vacía, los arrestos quebrados, sin ánimo para emprender la única tarea que me pareciera oportuna en el medio que ahora me iba revelando lentamente la índole de sus valores: la tarea de Adán poniendo nombres a las cosas. Yo percibía esta noche, al mirarlos, cuánto daño me hiciera un temprano desarraigo de este medio que había sido el mío hasta la adolescencia; cuánto había contribuido a desorientarme el fácil encandilamiento de los hombres de mi generación, llevados por teorías a los mismos laberintos intelectuales, para hacerse devorar por los mismos Minotauros. Ciertas ideas me cansaban, ahora, de tanto haberlas llevado, y sentía un obscuro deseo de decir algo que no fuera lo cotidianamente dicho aquí, allá, por cuantos se consideraban «al tanto» de cosas que serían negadas, aborrecidas, dentro de quince años. Una vez más me alcanzaban aquí las discusiones que tanto me hubieran divertido, a veces, en la casa de Mouche.

Pero acodado en este balcón, sobre el torrente que bullía sordamente al fondo de la quebrada, sorbiendo un aire cortante que olía a henos mojados, tan cerca de las criaturas de la tierra que reptaban bajo las alfalfas rojiverdes con la muerte contenida en los colmillos; en este momento, cuando la noche se me hacía singularmente tangible, ciertos temas de la «modernidad» me resultaban intolerables. Hubiera querido acallar las voces que hablan a mis espaldas para hallar el diapasón de las ranas, la tonalidad aguda del grillo, el ritmo de una carreta que chirriaba por sus ejes, más arriba del Calvario de las Nieblas. Irritado contra Mouche, contra todo el mundo, con ganas de escribir algo, de componer algo, salí de la casa y bajé hacia las orillas del torrente, para volver a contemplar las estaciones del retablillo urbano. Arriba, en el piano de la pintora, se inició un tanteo de acordes. Luego, el joven músico -la dureza de la pulsación revelaba la presencia del compositor tras de los acordes- empezó a tocar. Por juego conté doce notas, sin ninguna repetida, hasta regresar al mi bemol inicial de aquel crispado andante. Lo hubiera apostado: el atonalismo había llegado al país; ya eran usadas sus recetas en estas tierras. Seguí bajando hasta la taberna para tomar un aguardiente de moras. Arrebujados en sus ruanas, los arrieros hablaban de árboles que sangraban cuando se les hería con el hacha en Viernes Santo, y también de cardos que nacían del vientre de las avispas muertas por el humo de cierta leña de los montes. De pronto, como salido de la noche, un arpista se acercó al mostrador. Descalzo, con su instrumento terciado en la espalda, el sombrero en la mano, pidió permiso para hacer un poco de música.

Venía de muy lejos, de un pueblo del Distrito de las Tembladeras, donde fuera a cumplir, como otros años, la promesa de tocar trente a la iglesia el día de la Invención de la Cruz. Ahora sólo pretendía entonarse, a cambio de arte, con un buen alcohol de maguey. Hubo un silencio, y con la gravedad de quien oficia un rito, el arpista colocó las manos sobre la cuerda, entregándose a la inspiración de un preludiar, para desentumecer los dedos, que me llenó de admiración. Había en sus escalas, en sus recitativos de grave diseño, interrumpidos por acordes majestuosos y amplios, algo que evocaba la festiva grandeza de los preámbulos de órgano de la Edad Media. A la vez, por la afinación arbitraria del instrumento aldeano, que obligaba al ejecutante a mantenerse dentro de una gama exenta de ciertas notas, se tenía la impresión de que todo obedecía a un magistral manejo de los modos antiguos y los tonos eclesiásticos, alcanzándose, por los caminos de un primitivismo verdadero, las búsquedas más válidas de ciertos compositores de la época presente.

Aquella improvisación de gran empaque evocaba las tradiciones del órgano, la vihuela y el laúd, hallando un nuevo pálpito de vida en la caja de resonancia, de cónico diseño, que se afianzaba entre los tobillos escamosos del músico. Y luego, fueron danzas.

Danzas de un vertiginoso movimiento, en que los ritmos binarios corrían con increíble desenfado bajo compases a tres tiempos, todo dentro de un sistema modal que jamás se hubiera visto sometido a semejantes pruebas. Me dieron ganas de subir a la casa y traer al joven compositor arrastrado por una oreja, para que se informara provechosamente de lo que aquí sonaba. Pero en eso llegaron las capas de hule y linternas de la ronda; y la policía ordenó el cierre de la taberna. Fui informado de que aquí también se iba a observar, durante varios días, el toque de queda a la puesta del sol. Esa desagradable evidencia que vendría a estrechar más aún nuestra -para mí ingrata- convivencia con la canadiense, se me tradujo, de súbito, en una decisión que venía a culminar todo un proceso de reflexiones y recapacitaciones. De Los Altos partían precisamente los autobuses que conducían al puerto desde el cual había modo de alcanzar, por río, la gran Selva del Sur. No seguiríamos viviendo la estafa imaginada por mi amiga, puesto que las circunstancias la contrariaban a cada paso. Con la revolución, mis dineros habían subido mucho al cambio con la moneda local. Lo más sencillo, lo más limpio, lo más interesante, en suma, era emplear el tiempo de vacaciones que me quedaba cumpliendo con el Curador y con la Universidad, llevando a cabo, honestamente, la tarea encomendada. Por no darme el tiempo de volver sobre lo resuelto, compré al tabernero dos pasajes para el autobús de la madrugada. No me importaba lo que tensara Mouche: por vez primera me sentía capaz de imponerle mi voluntad.

CAPITULO TERCERO

…será el tiempo en que tome camino, en que desate su rostro y hable y vomite lo que tragó y suelte su sobrecarga.

El Libro de Chilam-Balam

VIII

(11 de junio)

La discusión duró hasta más allá de la medianoche. Mouche, de pronto, se sintió resfriada; me hizo tocar su frente, que estaba más bien fresca, quejándose de escalofríos; tosió hasta irritarse la garganta y toser de verdad. Cerré las maletas sin hacerle caso, y no eran las del alba todavía cuando nos instalamos en el autobús, lleno ya de gente envuelta en mantas, con toallas de felpa apretadas al cuello a modo de bufandas. Hasta el último instante estuvo mi amiga hablando con la canadiense, disponiendo encuentros en la capital para cuando regresáramos del viaje, que duraría, a lo sumo, unas dos semanas.

Al fin empezamos a rodar sobre una carretera que se adentraba en la sierra por una quebrada tan llena de niebla que sus chopos apenas eran sombras en el amanecer. Sabiendo que Mouche se fingiría enferma durante varias horas, pues era de las que pasaban de fingir a creer lo fingido, me encerré en mí mismo, resuelto a gozar solitariamente de cuanto pudiera verse, olvidado de ella, aunque se estuviera adormeciendo sobre mi hombro con lastimosos suspiros. Hasta ahora, el tránsito de la capital a Los Altos había sido, para mí, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia -un remontarme a la adolescencia y a sus albores- por el reencuentro con modos de vivir, sabores, palabras, cosas, que me tenían más hondamente marcado de lo que yo mismo creyera. El granado y el tinajero, los oros y bastos, el patio de las albahacas y la puerta de batientes azules habían vuelto a hablarme. Pero ahora empezaba un más allá de las imágenes que se propusieran a mis ojos, cuando hubiera dejado de conocer el mundo tan sólo por el tacto. Cuando saliéramos de la bruma opalescente que se iba verdeciendo de alba, se iniciaría, para mí, una suerte de Descubrimiento. El autobús trepaba; trepaba con tal esfuerzo, gimiendo por los ejes, espolvoreando el cierzo, inclinado sobre los precipicios que cada cuesta vencida parecía haber costado sufrimientos indecibles a toda su armazón desajustada. Era una pobre cosa, con techo pintado de rojo, que subía, agarrándose con las ruedas, afincándose en las piedras, entre las vertientes casi verticales de una barranca; una cosa cada vez más pequeña en medio de las montañas que crecían. Porque las montañas crecían. Ahora que el sol aclaraba sus cumbres, esas cumbres se sumaban, de un lado y de otro, cada vez más estiradas, más hoscas, como inmensas hachas negras, de filos parados contra el viento que se colaba por los desfiladeros con un bramido inacabable.

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