XV
(Sábado, 16 de junio)
Medio invadido por una maleza que ha vencido sus tapias, el cementerio donde dejamos enterrado al padre de Rosario, es algo como una prolongación y dependencia de la iglesia, separado de ella, tan sólo, por un tosco portón y un embaldosado que es zócalo de una cruz espesa, de brazos cortos, en cuya piedra gris aparecen enumerados, a cincel, los instrumentos de la Pasión. La iglesia es chata, de paredes espesísimas, con grandes volúmenes de piedra acusados por la hondura de las hornacinas y la tozudez de contrafuertes que más parecen espolones de fortaleza. Sus arcos son bajos y toscos; el techo de madera con vigas al descanso sobre ménsulas apenas artesonadas, evoca el de las primitivas iglesias románicas. Dentro reina, pasada la media mañaña, una noche enrojecida por el éxodo de mariposas que aún se atraviesa entre la tierra y el sol. Así, rodeados de sus luminarias y cirios, se hacen más personajes de retablo, más figuras de aleluya, los viejos santos que aparecen entregados a sus Oficios, como si el templo fuese ante todo un taller: Isidro, a quien han puesto azada en la mano para que labre, de verdad, su pedestal vestido de grama fresca y cañas de maíz; Pedro, que lleva un llavero enorme, al que cada día cuelgan una nueva llave; Jorge, alanceando al dragón con tal saña que más parece garrocha que arma lo que así le tiene volando sobre el enemigo; Cristóbal, asido a una palma, tan gigante que el Niño apenas le mide el tramo del hombro al oído; Lázaro, sobre cuyos canes han pegado pelos de perro verdadero, para que más verdaderamente parezcan lamerle las llagas. Ricos en poderes atributivos, agobiados de exigencias, pagados en cabal moneda de exvotos, sacados en procesión a cualquier hora, esos santos cobraban, en la vida cotidiana de la población, una categoría de funcionarios divinos, de intercesores a destajo, de burócratas celestiales, siempre disponibles en una especie de Ministerio de Ruegos y Reclamaciones. A diario recibían presentes y luces que solían ser otras tantas rogativas por el perdón de una blasfemia de las grandes. Se les interpelaba; se les sometían problemas de reumatismos, granizadas, extravíos de bestias. Los jugadores los invocaban en un descarte y la prostituta les prendía una vela en día de buen trato. Esto -que me contaba el Adelantado riendo- me reconciliaba con el mundo divino que, con el desteñimiento de las leyendas áureas en capillas de metal, con los amaneramientos plásticos del vitral reciente, había perdido toda vitalidad en las ciudades de donde yo venía. Ante el Cristo de madera negra que parecía desangrarse sobre el altar mayor, hallaba la atmósfera de auto sacramental, de misterio, de hagiografía tremebunda, que me hubiera sobrecogido, cierta vez, en una viejísima capilla de factura bizantina, ante imágenes de mártires con alfanjes encajados en el cráneo de oreja a oreja, de obispos guerreros cuyos caballos asentaban las herraduras ensangrentadas sobre cabezas de paganos. En otros momentos hubiera demorado un poco más en la rústica iglesia, pero la penumbra de mariposas que nos envolvía comenzaba a tener, para mí, la acción enervante de un eclipse que se prolongaba más allá de lo posible. Esto, y las fatigas de la noche, me llevaron al albergue donde Mouche, creyendo que aún no había amanecido, seguía durmiendo, abrazada a una almohada. Cuando desperté al cabo de algunas horas, ya no se encontraba en la habitación, y el sol, acabando el gran éxodo pardo, había reaparecido. Contento por verme librado de una posible disputa, me encaminé a la casa de Rosario, deseando intensamente que estuviera ya despierta. Allí todo había vuelto al ritmo cotidiano.
Las mujeres, vestidas de luto, estaban plácidamente entregadas a sus quehaceres -con vieja costumbre de seguir viviendo luego del percance habitual de la muerte-. En el patio lleno de perros dormidos, concertaba el Adelantado con fray Pedro una muy próxima entrada en la selva. En eso apareció Mouche, seguida del griego. Parecía que hubiera olvidado su voluntad de regresar, tan rabiosamente expresada la noche anterior. Por el contrario: había en su expresión una suerte de alegría maligna y desafiante que Rosario, atareada en coser ropas de luto, observó al mismo tiempo que yo. Mi amiga se creyó obligada a explicar que se había encontrado con Yannes en el embarcadero, junto a la curiara de vela de unos caucheros que se aprestaban a pasar río arriba, burlando el raudal de Piedras Negras por el atajo de un angosto caño navegable en este tiempo.
Ella había rogado al minero que la llevara a contemplar esa barrera de granito, límite de toda navegación de importancia desde que los primeros descubridores lloraran de despecho, frente a su pavorosa realidad de pailones espumosos, de aguas levantadas a empellones, de troncos atravesados en tragantes llenos de bramidos. Ya empezaba a hacer literatura en torno al gradioso espectáculo, mostrando unas flores raras, especie de lirios salvajes, que decía haber recogido al borde de las gargantas fragorosas, cuando el Adelantado, que nunca prestaba atención a lo que decían las mujeres, tajó el discurso -que, además, no entendía- con gesto impaciente. Era su parecer que debíamos aprovechar la barca de los caucheros para adelantar un buen trecho de boga con mayor comodidad. Yannes aseguraba que podríamos alcanzar la mina de diamantes de sus hermanos aquella misma noche. Contra todo lo que yo esperaba, Mouche, al oír hablar de «mina de diamantes» -deslumbrada, me imagino, por la visión de una gruta rutilante de gemas-, aceptó la idea con alborozo. Se colgó del cuello de Rosario, rogándole que nos acompañara en esta etapa, tan fácil, de nuestro viaje. Mañana descansaríamos en el lugar de la mina. Allí podría esperar nuestro regreso, cuando siguiéramos adelante. Me figuro que Mouche, en realidad, quería enterarse de lo que ahora nos esperaba, en cuanto a engorros, sin más riesgo que una jornada corta, asegurándose de una compañía para la vuelta a Puerto Asunción, en caso de abandonar la partida. De todos modos, me era sumamente grato que Rosario viniera con nosotros. La miré y hallé sus ojos en suspenso sobre el costurero, como en espera de mi voluntad. Al encontrar mi aquiescencia, se reunió en el acto con sus hermanas, que armaron un gran concertante de protestas en los cuartos y fregaderos, afirmando que tal propósito era una locura. Pero ella, sin hacer caso, apareció al punto con un hatillo de ropas y un tosco rebozo.
Aprovechando que Mouche anduviera delante de nosotros por el camino de la fronda, me dijo rápidamente, como quien revela un grave secreto, que las flores traídas por mi amiga no crecían en los peñones de Piedras Negras, sino en una isla frondosa, primitivo asiento de una misión abandonada, que me señalaba con la mano. Iba a pedirle mayores aclaraciones, pero ella, a partir de ese instante, cuidó de no permanecer sola conmigo, hasta que nos vimos instalados en la curiara de los caucheros. Luego de salvar el atajo a la pértiga, la barca avanzaba ahora, río arriba, bordeando un tanto para esquivar el empuje poderoso de la corriente. Sobre la vela triangular, de galera antigua, muy desprendida del mástil, se reflejaban las luces del poniente. En esta antesala de la Selva, el paisaje se mostraba a la vez solemne y sombrío.
En la orilla izquierda se veían colinas negras, pizarrosas, estriadas de humedad, de una sobrecogedora tristeza. En sus faldas yacían bloques de granito en forma de saurios, de dantas, de animales petrificados.
Una mole de tres cuerpos se erguía en la quietud de un estero con empaque de cenotafio bárbaro, rematada por una formación oval que parecía una gigantesca rana en trance de saltar. Todo respiraba el misterio en aquel paisaje mineral, casi huérfano de árboles. De trecho en trecho había amontonamientos basálticos, monolitos casi rectangulares, derribados entre matojos escasos y esparcidos, que parecían las ruinas de templos muy arcaicos, de menhires y dólmenes -restos de una necrópolis perdida, donde todo era silencio e inmovilidad -. Era como si una civilización extraña, de hombres distintos a los conocidos, hubiera florecido allí, dejando, al perderse en la noche de las edades, los vestigios de una arquitectura creada con fines ignorados. Y es que una ciega geometría había intervenido en la dispersión de esas lajas erguidas o derribadas que descendían, en series, hacia el río: series rectangulares, series en colada plana, series mixtas, unidas entre sí por caminos de baldosas jalonadas de obeliscos rotos. Había islas, en medio de la corriente, que eran como amontonamientos de bloques erráticos, como puñados de inconcebibles guijarros dejados aquí, allá, por un fantástico despedazador de montañas. Y cada uno de esas islas reavivaba en mí el latido de una idea fija -dejada por la rara aclaración de Rosario-. Al fin pregunté, como distraídamente, por la isla de la misión abandonada.