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En brazos fue sacada de la habitación. Pero era Rosario la que ahora se acercaba al túmulo. Toda enlutada, con el pelo lustroso apretado a la cabeza, pálidos los labios, me pareció de una sobrecogedora belleza. Miró a todos con los ojos agrandados por el llanto, y, de súbito, como herida en las entrañas, crispó sus manos junto a la boca, lanzó un aullido largo, inhumano, de bestia flechada, de parturienta, de endemoniada, y se abrazó al ataúd. Decía ahora con voz ronca, entrecortada de estertores, que iba a lacerar sus vestidos, que iba a arrancarse los ojos, que no quería vivir más, que se arrojaría a la tumba para ser cubierta de tierra. Cuando quisieron apartarla se resistió enrabecida, amenazando a los que trataban de desprender sus dedos del terciopelo negro, en un lenguaje misterioso, escalofriante, como surgido de las profundidades de la videncia y de la profecía. Con la garganta rajada por los sollozos hablaba de grandes desgracias, del fin del mundo, del Juicio Final, de plagas y expiaciones. Al fin la sacaron de la estancia, como desmayada, con las piernas inertes, la cabellera deshecha. Sus medias negras, rotas en la crisis; sus zapatos de tacón gastado, recién teñidos, arrastrados sobre el piso con las puntas hacia dentro, me causaron un desgarramiento atroz.

Pero ya otra de las hermanas se estaba abrazando al ataúd… Impresionado por la violencia de ese dolor, pensé, de pronto, en la tragedia antigua. En esas familias tan numerosas, donde cada cual tenía sus ropas de luto plegadas en las arcas, la muerte era cosa bien corriente. Las Madres que parían mucho sabían a menudo de su presencia. Pero esas mujeres que se repartían tareas consabidas en torno a una agonía, que desde la infancia sabían de vestir difuntos, velar espejos, rezar lo apropiado, protestaban ante la muerte, por rito venido de lo muy remoto.

Porque esto era, ante todo, una suerte de protesta desesperada, conminatoria, casi mágica, ante la presencia de la Muerte en la casa. Frente al cadáver, esas campesinas clamaban en diapasón de coéforas, soltando sus cabelleras espesas, como velos negros, sobre rostros terribles de hijas de reyes; perras sublimes, aullantes troyanas, arrojadas de sus palacios incendiados. La persistencia de esa desesperación, el admirable sentido dramático con que las nueve hermanas -pues eran nueve- fueron apareciendo por puerta derecha y puerta izquierda, preparando la entrada de una Madre que fue Hécuba portentosa, maldiciendo su soledad, sollozando sobre las ruinas de su casa, gritando que no tenía Dios, me hicieron sospechar que había bastante teatro en todo ello. Un deudo, realmente admirado, observó -cerca de mí- que esas mujeres lloraban a su muerto que era un gusto. Y, sin embargo, me sentía envuelto, arrastrado, como si todo ello despertara en mí oscuras remembranzas de ritos funerarios que hubieran observado los hombres que me precedieron en el reino de ese mundo. Y de algún pliegue de mi memoria surgía ahora el verso de Shelley, que se repetía a sí mismo, como ovillado en su propio sentido:

…How canst thou hear

Who knowest not the language of the dead?

Los hombres de las ciudades en que yo había vivido siempre no conocían ya el sentido de esas voces, en efecto, por haber olvidado el lenguaje de quienes saben hablar a los muertos. El lenguaje de quienes saben del horror último de quedar solos y adivinan la angustia de los que imploran que no los dejen solos en tan incierto camino. Al gritar que se arrojarían a la tumba del padre, las nueve hermanas cumplían con una de las más nobles formas del rito milenario, según el cual se dan cosas al muerto, se le hacen promesas imposibles, para burlar su soledad -se le ponen monedas en la boca, se le rodea de figuras de servidores, de mujeres, de músicos-; se le dan santos y señas, credenciales, salvoconductos, para Barqueros y Señores de la Otra Orilla, cuyas tarifas y exigencias ni siquiera se conocen.

Recordaba, a la vez, cuán mezquina y mediocre cosa se había vuelto la muerte para los hombres de mi Orilla -mi gente-, con sus grandes negocios fríos, de bronces, pompas y oraciones, que mal ocultaban, eras de sus coronas y lechos de hielo, una mera agremiación de preparadores enlutados, con solemnidades de cumplido, objetos usados por muchos, y algunas manos tendidas sobre el cadáver, en espera de monedas. Pudieran sonreír algunos ante la tragedia que aquí se representaba. Pero, a través de ella, se alcanzaban los ritos primeros del hombre.

Pensaba yo en esto, cuando el Buscador de Diamantes se me acercó con una expresión singularmente maliciosa, para aconsejarme que buscara a Rosario, que se hallaba en la cocina, sola, calentando café para las mujeres. Molesto por el tono irónico de sus palabras, le respondí que me parecía inoportuno el momento para distraerla de su pena. «Vete adentro y no se turbe tu ánimo -dijo entonces el griego, como recitando una lección-, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra.» Iba yo a replicarle que no necesitaba de tan chocante consejo, cuando el minero, con tono repentinamente declamado, añadió: «Entrando en la sala hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete y procede de los mismos que engendraron al rey Alcinóo.» Y para poner término a mi estupefacción ante palabras que me habían agarrado por sorpresa, fijó en mi rostro ojos de ave, y concluyó riendo: Homer Odissevs, empujándome hacia la cocina de un sólido empellón. Allí, entre tinajas y tinajeros, ollas de barro y fogones de fuego de leña, estaba Rosario atareada en verter agua hirviente en un gran cono de paño teñido por años de borra. Parecía como aliviada del dolor por la violencia de su crisis. Con voz apacible me explicó que la oración a los Catorce Santos Auxiliares había llegado tarde para salvar al padre. Me habló luego de su enfermedad en modo legendario, que revelaba un concepto mitológico de la fisiología humana. La cosa había comenzado por un disgusto con un compadre, complicado de un exceso de sol al cruzar un río, que había promovido una ascensión de humores al cerebro, plasmada a medio subir por una corriente de aire, que le había dejado medio cuerpo sin sangre, provocándole esto una inflamación de los muslos y de las partes que, por fin, se había transformado, luego de cuarenta días de fiebre, en un endurecimiento de las paredes del corazón. Mientras Rosario hablaba, me iba acercando a ella, atraído por una suerte de calor que se desprendía de su cuerpo y alcanzaba mi piel a través de la ropa. Estaba adosada a una enorme tinaja puesta en el suelo, con los codos apoyados en los bordes, de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba de frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos. Avergonzándome de mí mismo, sentí que la deseaba con un ansia olvidada desde la adolescencia. No sé si en mí se tejía el abominable juego, asunto de tantas fábulas, que nos hace apetecer la carne viva en la vecindad de la carne que no tornará a vivir, pero tan afanosa debió ser la mirada que la desnudó de sus lutos, que Rosario puso la tinaja por el medio, dándole vuelta con sesgado paso, como quien se estrecha al brocal de un pozo, y apoyó sus codos en el borde, nuevamente, pero de frente a mí, mirándome desde la otra orilla de un hoyo negro, lleno de agua, que daba un eco de nave de catedral a nuestras voces. A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba, secándose las lágrimas, a donde yo la esperaba con impaciencia de amante. Poco nos decíamos. Ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega. A poco dieron los relojes la hora del amanecer, pero no amaneció. Extrañados, salimos todos a la calle, a los patios. El cielo estaba cerrado, en donde debía alzarse el sol, por una extraña nube rojiza, como de humo, como de cenizas candentes, como de un polen pardo que subiera rápidamente, abriéndose de horizonte a horizonte. Cuando la nube estuvo sobre nosotros, comenzaron a llover mariposas sobre los techos, en las vasijas, sobre nuestros hombros. Eran mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún suceso tremendo, sin testigos ni historia. El Adelantado me dijo que esos pasos de mariposas no eran una novedad en la región, y que, cuando ocurrían, difícil era que en todo el día se viese el sol. El entierro del padre se haría, pues, a la luz de los cirios, en una noche diurna, enrojecida de alas. En este rincón del mundo se sabía aún de grandes migraciones semejantes a aquéllas, narradas por cronistas de Años Oscuros, en que el Danubio se viera negro de ratas, o los lobos, en manadas, penetraran hasta el mercado de las ciudades. La semana anterior -me contaban -, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

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