Pero lo que estaba abajo era tal vez peor que las cosas que hacían sombra. Entre dos aguas se mecían grandes hojas agujereadas, semejantes a antifaces de terciopelo ocre, que eran plantas de añagaza y encubrimiento. Flotaban racimos de burbujas sucias, endurecidas por un barniz de polen rojizo, a las que una aletazo cercano hacía alejarse, de pronto, por el tragante de un estancamiento, con indecisa navegación de holoturia. Más allá eran como gasas, opalescentes, espesas, detenidas en los socavones de una piedra larvada. Una guerra sorda se libraba en los fondos erizados de garfios barbudos -allí donde parecía un cochambroso enrevesamiento de culebras -. Chasquidos inesperados, súbitas ondulaciones, bofetadas sobre el agua, denunciaban una fuga de seres invisibles que dejaban tras de sí una estela de turbias podredumbres -remolinos grisáceos, levantados al pie de las cortezas negras moteadas de liendres-. Se adivinaba la cercanía de toda una fauna rampante, del lodo eterno, de la glauca fermentación, debajo de aquellas aguas oscuras que olían agriamente, como un fango que hubiera sido amasado con vinagre y carroña, y sobre cuya aceitosa superficie caminaban insectos creados para andar sobre lo líquido: chinches casi transparentes, pulgas blancas, moscas de patas quebradas, diminutos cínifes que eran apenas un punto vibrátil en la luz verde -pues tanto era el verdor atravesado por unos pocos rayos de sol, que la claridad se teñía, al bajar de las frondas, de un color de musgo que se tornaba color de fondo de pantanos al buscar las raíces de las plantas. Al cabo de algún tiempo de navegación en aquel caño secreto, se producía un fenómeno parecido al que conocen los montañeses extraviados en las nieves: se perdía la noción de la verticalidad, dentro de una suerte de desorientación, de mareo de los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas, inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vueltas sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme en los umbrales de una morada secreta.
Me preguntaba ya si los remeros conservaban una noción cabal de las esloras. Empezaba a tener miedo.
Nada me amenazaba. Todos parecían tranquilos en torno mío; pero un miedo indefinible, sacado de los trasmundos del instinto me hacía respirar a lo hondo, sin hallar nunca el aire suficiente. Además, se agravaba el desagrado de la humedad prendida de las ropas, de la piel, de los cabellos; una humedad tibia, pegajosa, que lo penetraba todo, como un unto, haciendo más exasperante aún la continua picada de zancudos, mosquitos, insectos sin nombre, dueños del aire en espera de los anofeles que llegarían con el crepúsculo. Un sapo que cayó sobre mi frente me dejó, luego del sobresalto, una casi deleitosa sensación de frescor. De no saber que se trataba de un sapo, lo hubiera tenido preso en el hueco de la mano, para aliviarme las sienes con su frialdad. Ahora eran pequeñas arañas rojas las que se desprendían de lo alto sobre la canoa. Y eran millares de telarañas las que se abrían en todas partes, a ras del agua, entre las ramas más bajas. A cada embate de la curiara, las bordas se llenaban de aquellos escarzos grisáceos, enredados de avispas secas, restos de élitros, antenas, carapachos a medio chupar. Los hombres estaban sucios, pringosos; las camisas ensombrecidas desde adentro por el sudor, habían recibido escupitajos de barro, resinas, savias; las caras tenían ya el color ceroso, de mal asoleamiento, de los semblantes de la selva. Cuando desembocamos en un pequeño estanque inverno, que moría al pie de una laja amarilla, me sentí como preso, apretado por todas partes. El Adelantado me llamó a poca distancia de donde habían atracado las canoas, para hacerme mirar una cosa horrenda: un caimán muerto, de carnes putrefactas, debajo de cuyo cuero se metían, por enjambres, las moscas verdes. Era tal el zumbido que dentro de la carroña resonaba, que, por momentos, alcanzaba una afinación de queja dulzona, como si alguien -una mujer llorosa, tal vez- gimiera por las fauces del saurio. Huí de lo atroz, buscando el calor de mi amante. Tenía miedo. Las sombras se cerraban ya en un crepúsculo prematuro, y apenas hubimos organizado un campamento somero, fue la noche. Cada cual se aisló en el ámbito acunado de su hamaca. Y el croar de enormes ranas invadió la selva. Las tinieblas se estremecían de sustos y deslizamientos. Alguien, no se sabía dónde, empezó a probar la embocadura de un oboe. Un cobre grotesco rompió a reír en el fondo de un caño.
Mil flautas de dos notas, distintamente afinadas, se respondieron a través de las frondas. Y fueron peines de metal, sierras que mordían leños, lengüetas de harmónicas, tremulantes y rasca-rasca de grillos, que parecían cubrir la tierra entera. Hubo como gritos de pavo real, borborigmos errantes, silbidos que subían y bajaban, cosas que pasaban debajo de nosotros, pegadas al suelo; cosas que se zambullían, martillaban, crujían, aullaban como niños, relinchaban en la cima de los árboles, agitaban cencerros en el fondo de un hoyo. Estaba aturdido, asustado, febril.
Las fatigas de la jornada, la expectación nerviosa, me habían extenuado. Cuando el sueño venció el temor a las amenazas que me rodeaban, estaba a punto de capitular -de clamar mi miedo-, para oír voces de hombres.
XX
(Martes, 19 de junio)
Cuando fue la luz otra vez, comprendí que había pasado la Primera Prueba. Las sombras se ha bían llevado los temores de la víspera. Al lavarme el pecho y la cara en un remanso del caño, junto a Rosario que limpiaba con arena los enseres de mi desayuno, me pareció que compartía en esta hora, con los millares de hombres que vivían en las inexploradas cabeceras de los Grandes Ríos, la primordial sensación de belleza, de belleza físicamente percibida, gozada igualmente por el cuerpo y el entendimiento, que nace de cada renacer de sol -belleza cuya conciencia, en tales lejanías, se transforma para el hombre en orgullo de proclamarse dueño del mundo, supremo usufructuario de la creación. El amanecer de la selva es mucho menos hermoso, si en colores pensamos, que el crepúsculo. Sobre un suelo que exhala una humedad milenaria, sobre el agua que divide las tierras, sobre una vegetación que se envuelve en neblinas, el amanecer se insinúa con grisallas de lluvia, en una claridad indecisa que nunca parece augurar un día despejado. Habrá que esperar varias horas antes de que el sol, alto ya, liberado por las copas, pueda arrojar un rayo de franca luz por sobre las infinitas arboledas. Y, sin embargo, el amanecer de la selva renueva siempre el júbilo entrañado, atávico, llevado en venas propias, de ancestros que, durante milenios, vieron en cada madrugada el término en sus espantos nocturnos, el retroceso de los rugidos, el despeje de las sombras, la confusión de los espectros, el deslinde de lo malévolo.
Con el inicio de la jornada, siento como una necesidad de excusarme ante Rosario por las pocas oportunidades de estar solos que nos ofrece esta fase del viaje. Ella se echa a reír, canturreando algo que debe ser un romancillo: Yo soy la recién casada - que lloraba sin cesar - de verme tan mal casada - sin poderlo remediar. Y aún sonaban sus coplas maliciosas, llenas de alusiones a la continencia que el viaje nos imponía, cuando ya, bogando otra vez, desembocamos a un caño ancho que se internaba en lo que el Adelantado me anunció como la selva verdadera. Como el agua, salida de su cauce, anegaba inmensas porciones de tierra, ciertos árboles retorcidos, de lianas hundidas en el légamo, tenían algo de naves ancladas, en tanto que otros troncos, de un rojo dorado, se alargaban en espejismos de profundidad, y los de antiquísimas selvas muertas, blanquecinos, más mármol que madera, emergían como los obeliscos cimeros de una ciudad abismada.