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XXI

(Tarde del martes)

Aprovechándose de que nos hubiésemos detenido a mediodía, en una ensenada boscosa, para dar algún descanso a los remeros y desentumecer las piernas, Yannes se alejó de nosotros con el ánimo de reconocer el lecho de un torrente que, según él, debe acaudalar diamantes. Pero hace ya dos horas que lo llamamos a gritos, sin hallar más respuesta que el eco de nuestras voces en las vueltas del cauce fangoso.

En el creciente enojo de la espera, fray Pedro vapulea a los que se dejan cegar por la fiebre de las piedras y del metal precioso. Oigo sus palabras con cierto malestar, pensando que el Adelantado -a quien se atribuye el hallazgo de un yacimiento fabuloso – acabará por ofenderse. Pero el hombre sonríe bajo sus cejas enmarañadas, y pregunta socarronamente al misionero por qué relumbran tanto el oro y la pedrería en las custodias de Roma. «Porque justo es -responde fray Pedro- que las más hermosas materias de la Creación sirvan para honrar a quien las creó.» Luego, para demostrarme que si pide pompas para el ara exige humildad al oficiante, la emprende acremente con los párrocos mundanos, a los que califica de nuevos vendedores de indulgencias, rumiantes de nunciaturas y tenores del pulpito. «La eterna rivalidad entre la infantería y la caballería», exclama el Adelantado, riendo, Es evidente -pienso yo- que cierto clero urbano debe parecer singularmente ocioso, por no decir tarado, a un ermitaño con cuarenta años de apostolado en la selva; y queriendo serle grato me doy a apoyar sus decires con ejemplos de sacerdotes indignos y mercaderes del templo. Pero fray Pedro me corta la palabra con tono abrupto: «Para hablar de los malos, hay que saber de los otros.» Y comienza a contarme de gente para mí desconocida; de padres despedazados por los indios del Marañón; de un beato Diego bárbaramente torturado por el último Inca; de un Juan de Lizardi, traspasado por las saetas paraguayas, y de cuarenta frailes degollados por un pirata hereje, a quien la Doctora de Avila, en estática visión, viera llegar al cielo, a paso de carga, asustando a los ángeles con sus terribles caras de santos.

A todo esto se refiere como si hubiese sucedido ayer; como si tuviera el poder de andarse por el tiempo al derecho y al revés. «Tal vez porque su misión se cumple en un paisaje sin fechas», me digo. Pero ahora se percata fray Pedro de que el sol se oculta tras de los árboles, e interrumpe su hagiografía misionera para llamar a Yannes, nuevamente, en una grita conminatoria que no excluye el epíteto de arrieros buscando una bestia huida. Y cuando reaparece el griego, son tales los bastonazos que pega el fraile en una laja que, en el acto, nos vemos acurrucados en las curiaras. Al reanudarse la navegación, comprendo la causa del enojo de fray Pedro ante la demora del minero. Ahora el caño se estrecha cada vez más entre riberas inabordables que son como acantilados negros, anunciadores de paisajes distintos. Y, de pronto, la corriente nos arroja a toda la anchura de un río amarillo que desciende, atormentado de raudales y remolinos, hacia el Río Mayor, en cuyo costado habrá de prenderse, llevándole el caudal de torrentes de toda una vertiente de las Grandes Mesetas. El empuje del agua se acrece hoy, peligrosamente, con el peso de lluvias caídas en alguna parte. Tomando el oficio de baqueano, fray Pedro, con un pie afianzado en cada borde, va arrumbando las canoas con el bastón. Pero la resistencia es tremenda y la noche se nos viene encima sin que hayamos salido de lo más trabado de la lucha. De pronto, hay turbamulta en el cielo: baja un viento frío que levanta tremendas olas, los árboles sueltan torbellinos de hojas muertas, se pinta una manga de aire, y, sobre la selva bramante, estalla la tormenta. Todo se enciende en verde. El rayo amartilla con tal seguimiento que no termina una centella de alumbrar el horizonte cuando ya otra se le desprende enfrente, abriéndose en garfios que se hunden tras de montes nuevamente reaparecidos. La parpadeante claridad que viene de atrás, de adelante, de los lados, deslindada a veces por la tenebrosa silueta de islas cuyas marañas de árboles se yerguen sobre las aguas bullentes -esa luz de cataclismo, de lluvia de aerolitos, me produce un repentino espanto, al mostrarme la cercanía de los obstáculos, la furia de las corrientes, la pluralidad de los peligros.

No hay salvación posible para quien caiga en el tumulto que golpea, levanta, zarandea, nuestra barca. Perdida toda razón, incapaz de sobreponerme al miedo, me abrazó de Rosario, buscando el calor de su cuerpo, no ya con gesto de amante, sino de niño que se cuelga del cuello de su madre, y me dejo yacer en el piso de la curiara, metiendo el rostro en su cabellera, para no ver lo que ocurre y escapar, en ella, al furor que nos circunda. Pero difícil es olvidarlo, con el medio palmo de agua tibia que empieza a chapotear, dentro de la misma canoa, de proa a popa. Dominando apenas el equilibrio de las embarcaciones, vamos de raudal en raudal, picando de proa en los pailones, montando sobre peñas redondas, saltando adelante, sesgándonos de modo vertiginoso para agarrar un rápido de medio lado, siempre en el borde del vuelco, rodeados de espuma, sobre estas maderas torturadas que chillan por toda la quilla. Y para colmo empieza a llover. Acrece mi horror, ahora, la visión del capuchino, de barbas dibujadas en negro sobre los relámpagos, que ya no dirige la embarcación, sino reza. Con los dientes apretados, reguardando mi cabeza como se resguarda el cráneo del hijo nacido en un trance peligroso, Rosario parece de una sorprendente entereza. De bruces en el suelo, el Adelantado agarra a nuestros indios por sus cinturones, para impedir que un embate los arroje al agua, y puedan seguir defendiéndonos con sus remos. Prosigue la terrible lucha durante un tiempo que mi angustia hace inacabable.

Comprendo que el peligro ha pasado cuando fray Pedro vuelve a pararse en la proa, afincando los pies en las bordas. La tormenta se lleva sus últimos rayos, tan pronto como los trajo, cerrando la tremebunda sinfonía de sus iras con el acorde de un trueno muy rodado y prolongado, y la noche se llena de ranas que cantan su júbilo en todas las orillas.

Desarrugando el lomo, el río sigue su camino hacia el Océano remoto. Agotado por la tensión nerviosa, me duermo sobre el pecho de Rosario. Pero en seguida descansa la canoa en varadero de arena, y al saberme nuevamente sobre la tierra segura, a la que salta fray Pedro con un: «¡Gracias a Dios!», comprendo que ha pasado la Segunda Prueba.

XXII

(Miércoles, 20 de junio)

Después de un sueño de muchas horas, agarré un cántaro y bebí largamente de su agua. Al dejarlo de lado, viendo que quedaba al nivel de mi cara, comprendí, aún mal despierto, que me hallaba en el suelo, acostado sobre una estera de paja muy delgada.

Olía a humo de leña. Había un techo sobre mí.

Recordé entonces el desembarco de una ensenada; la caminata hacia la aldea de los indios; la sensación de agotamiento y de resfrío que llevara al Adelantado a hacerme tragar varios sorbos de un aguardiente tremendamente fuerte -del que aquí llaman estómago de fuego-, que sólo probaba a modo de remedio. Detrás de mí, amasando el casabe, había varias indias de pecho desnudo, con el sexo apenas oculto por un guayuco blanco, sujeto a la cintura con un cordón pasado entre las nalgas. De las paredes de hojas de moriche colgaban arcos y flechas de pesca y de caza, cerbatanas, carcajes de dardos envenenados, taparas de curare, y unas paletas de forma de espejo de mano que servían -lo sabría después – para la maceración de una semilla dispensadora de embriaguez, cuyos polvos se aspiraban por canutos hechos con esternones de pájaros. Frente a la entrada, entre ramas aspadas, tres anchos peces rojiviolados se tostaban sobre un lecho de brasas.

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