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El día que encuentre la gema que sueña se construirá, a la orilla del mar y donde haya montañas de flancos abruptos, una casa cuyo soportal tenga columnas -afirma- como un templo de Poseidón.

Vuelve a lamentarse sobre el destino de su pueblo, abre el tomo en su comienzo y clama: «¡Ah, miseria! Escuchad cómo los mortales enjuician a los dioses. Dicen que de nosotros vienen sus males, cuando son ellos quienes, por su tontería, agravan las desdichas que les asigna el destino.» Zevs habla, concluye el minero por su cuenta, y presto deja el libro, pues los caucheros traen, colgado de una rama, un extraño animal de pezuña, que acaban de matar.

Creo, por un instante, que se trata de un cerdo salvaje de gran tamaño. «¡Una danta! ¡Una danta!», grita fray Pedro, uniendo las manos en asombrado ademán, antes de echar a correr hacia los cazadores, con un júbilo que revela su hartura del manioco diluido en agua con que se alimenta habitualmente en la selva. Es, luego, la fiesta de encender la hoguera; la escaldadura de la bestia y su descuartizamiento; la vista de los pemiles, menudos y lomos, que atiza en nosotros el desaforado apetito que suele atribuirse a los salvajes. Con el torso desnudo, puesta toda su seriedad en la tarea, el minero se me hace, de pronto, tremendamente arcaico. Su gesto de arrojar al fuego algunas cerdas de la cabeza del animal tienen un sentido propiciatorio que tal vez pudiera explicarme una estrofa de La Odisea. El modo de ensartar las carnes, luego de untarlas de grasa; el modo de servirlas en una tabla, luego de rociarlas de aguardiente, responde a tan viejas tradiciones mediterráneas que, cuando me es ofrecido el mejor filete, veo a Yannes, por un segundo, transfigurado en el porquerizo Eumeo… No bien hemos terminado el festín, cuando se levanta el Adelantado y baja hacia el río a grandes trancos, seguido de Gavilán, que ladra alborotosamente. Dos canoas muy primitivas -dos troncos vaciados- descienden la corriente, conducidas por remeros indios. Se aproxima el momento de la partida, y cada cual procede a juntar sus hatos al fardaje. Me llevo a Rosario a la cabaña, donde nos abrazamos una vez más sobre el piso de tierra, que Montsalvatje, al ordenar sus colecciones, ha dejado cubierto de plantas secas, exhaladoras del acre y enervante perfume que conocimos ayer. Esta vez enmendamos las torpezas y premuras de los primeros encuentros, haciéndonos más dueños de la sintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van hallando un mejor ajuste; los brazos precisan un más cabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, con maravillosos tanteos, las actitudes que habrán de determinar, para el futuro, el ritmo y la manera de nuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizaje que implica la fragua de una pareja, nace su lenguaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellas palabras íntimas, prohibidas a los demás, que serán el idioma de nuestras noches. Es invención a dos voces, que incluye términos de posesión, de acción de gracia, desinencias de los sexos, vocablos imaginados por la piel, ignorados apodos -ayer imprevisibles- que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos.

Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado por mi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas tuvieran que tornar a ser modeladas -y mi nombre, en su boca, ha cobrado una sonoridad tan singular, tan inesperada, que me siento como ensalmado por la palabra que más conozco, al oírla tan nueva como si acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar de la sed compartida y saciada, y cuando nos asomamos a lo que nos rodea, creemos recordar un país de sabores nuevos. Me arrojo al agua para soltar las yerbas secas que el sudor me ha pegado a las espaldas, y río al pensar que cierta tradición es contrariada por lo que ahora ocurre, puesto que, para nosotros, el tiempo del celo ha caído a medio verano. Pero mi amante desciende ya hacia las embarcaciones. Nos despedimos de los caucheros, y es la partida. En la primera canoa, acurrucados entre las bordas, salimos el Adelantado, Rosario y yo. En la otra fray Pedro, con Yannes y el fardaje. «¡Vamos con Dios!», dice el Adelantado al sentarse al lado de Gavilán, que olfatea el aire con hocico de mascarón de proa. De ahora en adelante ignoraremos ya la navegación a vela.

El sol, la luna, la hoguera -y a veces el rayo- serán las únicas luces que iluminarán nuestras caras.

CAPITULO CUARTO

¿No habrá más que silencio, inmovilidad, al pie de los árboles, de los bejucos?

Bueno es, pues, que haya guardianes.

POPOL-VUH

XIX

(Tarde del lunes)

Al cabo de dos horas de navegación entre lajas, islas de lajas, promontorios de lajas, montes de lajas, que conjugan sus geometrías con una diversidad de invención que ya ha dejado de asombrarnos, una vegetación mediana, tremendamente tupida -tiesura de gramíneas, dominada por la constante, en ondulación y danza, del macizo de bambúes -sustituye la presencia de la piedra por la inacabable monotonía de lo verde cerrado. Me divierto con un juego pueril sacado de las maravillosas historias narradas, junto al fuego, por Montsalvatje: somos Conquistadores que vamos en busca del Reino de Manoa.

Fray Pedro es nuestro capellán, al que pediremos confesión si quedamos malheridos en la entrada. El Adelantado bien puede ser Felipe de Utre. El griego es Micer Codro, el astrólogo. Gavilán pasa a ser Leoncico, el perro de Balboa. Y yo me otorgo, en la empresa, los cargos del trompeta Juan de San Pedro, con mujer tomada a bragas en el saqueo de un pueblo. Los indios son indios, y aunque parezca extraño, me he habituado a la rara distinción de condiciones hecha por el Adelantado, sin poner en ello, por cierto, la menor malicia, cuando, al narrar alguna de sus andanzas, dice muy naturalmente: «Eramos tres hombres y doce indios.» Me imagino que una cuestión de bautizo rige ese reparo, y esto da visos de realidad a la novela que, por la autenticidad del decorado, estoy fraguando. Ahora los bambusales han cedido la orilla izquierda, que estamos bordeando, a una suerte de selva baja, sin manchas de color, que hunde sus raíces en el agua, alzando un valladar inabordable, absolutamente recto, recto como una empalizada, como una inacabable muralla de árboles erguidos, tronco a tronco, hasta el lindero de la corriente, sin un paso aparente, sin una hendedura, sin una grieta. Bajo la luz del sol que se difumina en vahos sobre las hojas húmedas, esa pared vegetal se prolonga hasta el absurdo, acabando por parecer obra de hombres, hecha a teodolito y plomada. La curiara se va aproximando cada vez más a esa ribera cerrada y hosca, que el Adelantado parece examinar tramo a tramo, con acuciosa atención.

Me parece imposible que estemos buscando algo en aquel lugar, y, sin embargo, los indios palanquean cada vez más despacio, y el perro, con el lomo erizado, lleva los ojos adonde los fija el amo. Adormecido por la espera y el balanceo de la barca, cierro los párpados. De pronto, me despierta un grito del Adelantado: «¡Ahí está la puerta!»… Había, a dos metros de nosotros, un tronco igual a todos los demás: ni más ancho, ni más escamoso.

Pero en su corteza se estampaba una señal semejante a tres letras V superpuestas verticalmente, de tal modo que una penetraba dentro de la otra, una sirviendo de vaso a la segunda, en un diseño que hubiera podido repetirse hasta el infinito, pero que sólo se multiplicaba aquí al reflejarse en las aguas. Junto a ese árbol se abría un pasadizo abovedado, tan estrecho, tan bajo, que me pareció imposible meter la curiara por ahí. Y, sin embargo, nuestra embarcación se introdujo en ese angosto túnel, con tan poco espacio para deslizarse que las bordas rasparon duramente unas raíces retorcidas. Con los remos, con las manos, había que apartar obstáculos y barreras para llevar adelante esa navegación increíble, en medio de la maleza anegada. Un madero puntiagudo cayó sobre mi hombro con la violencia de un garrotazo, sacándome sangre del cuello. De los ramazones llovía sobre nosotros un intolerable hollín vegetal, impalpable a veces, como un plancton errante en el espacio -pesado, por momentos, como puñados de limalla que alguien hubiera arrojado de lo alto-. Con esto, era un perenne descenso de hebras que encendían la piel, de frutos muertos, de simientes velludas que hacían llorar, de horruras, de polvos cuya fetidez enroñaba las caras. Un empellón de la proa promovió el súbito desplome de un nido de comejenes, roto en alud de arena parda.

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