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Nos vemos como intrusos, prestos a ser arrojados de un dominio vedado. Lo que se abre ante nuestros ojos es el mundo anterior al hombre. Abajo, en los grandes ríos, quedaron los saurios monstruosos, las anacondas, los peces con tetas, los laulaus cabezones, los escualos de agua dulce, los gimnotos y lepidosirenas, que todavía cargan con su estampa de animales prehistóricos, legado de las dragonadas del Terciario. Aquí, aunque algo huya bajo los helechos arborescentes, aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes. Acaban de apartarse las aguas, aparecidas es la Seca, hecha en la yerba verde, y, por vez primera, se prueban las lumbreras que habrán de señorear en el día y en la noche. Estamos en el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador -la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo.

CAPITULO QUINTO

Cánticos me fueron tus estatutos.

Salmo 119

XXV

(Domingo, 24 de junio)

El Adelantado ha alzado el brazo, señalando el rumbo del Oro, y Yannes se despide de nosotros para buscar el tesoro de la tierra. Solitario rn de ser el minero que no quiere compartir su hallazgo; avaro en sus manejos, mentiroso en sus decires, borrando el camino detrás de sí como el animal que barre sus huellas con la cola. Hay un instante de emoción cuando nos abrazamos a ese campesino con perfil de acaieno, conocedor de Homero, que tanto parecía haberse apegado a nosotros. Hoy lo guía la codicia del metal precioso que hacía de Micenas una ciudad de oro, y emprende la ruta de los aventureros.

Quiere hacernos un presente, y no teniendo más que la ropa que lleva puesta, nos tiende, a Rosario y a mí, el tomo de La Odisea , Alborozada, Tu mujer lo agarra creyendo que es una Historia Sagrada y que nos traerá buena suerte. Antes de que yo pueda desengañarla, Yannes se aleja de nosotros, camino de su barca, de torso desnudo en el amanecer, llevando su remo en el hombro con sorprendente estampa de Ulises. Fray Pedro lo bendice, y proseguimos nuestra navegación en las aguas de un angosto caño que habrá de conducirnos al muelle de la Ciudad Porque, ahora que el griego ha partido, puede hablar se a voces del secreto: el Adelantado ha fundado una ciudad. No me canso de repetírmelo, desde que esto de una ciudad me fuera confiado, hace pocas noches, encendiendo más luminarias en mi imaginación que los hombres de las gemas más codiciadas.

Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad. La ciudad de Henoch, edificada cuando aún no habían nacido Tubalcain el herrero, ni Jubal, el tañedor del arpa y del órgano… Recuesto la cabeza en el regazo de Rosario, pensando en los inmensos territorios, en las sierras inexploradas, en las mesetas sin cuento, donde podrían fundarse ciudades en este continente de naturaleza todavía invencida por el hombre; me arrulla el acompasado chapoteo de la boga y me sumo en una somnolencia feliz, en medio de las aguas vivas, cerca de plantas que ya recobran fragancias de montaña, respirando un aire delgado que ignora las exasperantes plagas de la selva. Transcurren las horas en calma, bordeándose las mesetas, pasándose de un curso a otro por pequeños laberintos de aguas mansas que, de pronto, nos hacen volver las espaldas al sol, para recibirlo de frente, luego, a la vuelta de un farallón revestido de yedras raras. Y cae la tarde cuando por fin se amarra la barca y puedo asomarme al portento de Santa Mónica de los Venados.

Pero la verdad es que me detengo, desconcertado.

Lo que veo allí, en medio del pequeño valle, es un espacio de unos doscientos metros de lado, limpiado a machete, en cuyo extremo se divisa una casa grande, de paredes de bahareque, con una puerta y cuatro ventanas. Hay dos viviendas más pequeñas, semejantes a la primera en cuanto a construcción, situadas a ambos lados de una suerte de almacén o establo. También se ven unas diez chozas indias, de cuyas hogueras se levanta un humo blanquecino.

El Adelantado me dice, con un temblor de orgullo en la voz: «Esta es la Plaza Mayor… Esa, la Casa de Gobierno… Allí vive mi hijo Marcos… Allá, mis tres hijas… En la nave tenemos granos y enseres y algunas bestias… Detrás, el barrio de los indios…»

Y añade, volviéndose hacia fray Pedro: «Frente a la Casa de Gobierno levantaremos la Catedral.» No ha terminado de señalarme la huerta, los sembrados de maíz, el cercado en que se inicia una cría de cerdos y de cabras, gracias a los verracos y chivatos traídos, con increíbles penalidades, desde Puerto Anunciación, cuando se desborda el vecindario, se arma la grita de bienvenida, y acuden las esposas indias, y las hijas mestizas, y el hijo alcalde, y todos los indios, a recibir a su Gobernador, acompañado del primer Obispo.

«Santa Mónica de los Venados -me advierte fray Pedro-, porque ésta es tierra del venado rojo; y Mónica se llamaba la madre del fundador: Mónica, aquella que parió a San Agustín, santa que fuera mujer de un solo varón, y que por sí misma había criado a sus hijos.» Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto. «Así eran en sus primeros años las ciudades que fundaron Francisco Pizarro, Diego de Losada o Pedro de Mendoza», observa fray Pedro. Mi silencio aquiescente no excluye, empero, una serie de interrogaciones nuevas que los preparativos de un festín de perniles asados en un fuego de leña me impide formular de inmediato. No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias, teniéndose en cuenta, sobre todo, que no alienta una fe muy sólida y acepta las misas, preferentemente cuando se dicen en acción de gracias por peligros vencidos. Pero no hay muchas oportunidades, ahora, para hacer preguntas. Me dejo invadir por la alegría de haber llegado a alguna parte. Ayudo a asar la carne, voy por leña, me intereso por el canto de los que cantan, y me ablando las articulaciones con una suerte de pulque burbujeante, con sabor a tierra y resina, que todos beben en jicaras pasadas de boca en boca… Y más tarde, cuando todos se hayan hartado, cuando duerman los del caserío indio y las hijas del Fundador se recojan en su gineceo, escucharé, junto al hogar de la Casa de Gobierno, una historia que es historia de rumbos.

«Pues, señor -dice el Adelantado, arrojando una rama al fuego-, me llamo Pablo, y mi apellido es tan corriente como llamarse Pablo, y si a grandes hechos suena el título de Adelantado, les diré que sólo se trata de un mote que me dieron unos mineros, al ver que siempre me adelantaba a los demás en lo de hacer pasar por mi batea las arenas de un río…»

Bajo el emblema del caduceo, un hombre de veinte años, con el pecho desgarrado por una tos rebelde, mira a la calle a través de las bolas de cristal, llenas de agua tinta, de una farmacia de viejos. Hacia allí es la provincia de los maitines y rosarios, de las melcochas y hojaldres de monjas; pasa el cura con su teja, y todavía hay sereno que canta por Marías Santísimas la hora en noche nublada. Más allá son las Tierras del Caballo, durante jornadas y jornadas; luego, los caminos que suben, y la ciudad de casas crecidas, donde el adolescente no halló sino oficios de sombras, de sótanos, de carboneras y de cloacas. Vencido y enfermo, se ha ofrecido a trabajar en botica, a cambio de remedios y albergue. Algo le enseñaron de maceraciones, y le confían las recetas de prescripción casera, a base de nuez vómica, raíz de altea o tártaro emético. Y a la hora de la siesta, cuando nadie transita a la sombra de los aleros, el mozo se encuentra solo en el laboratorio, de espaldas a la calle, y ocurre que las manos se le duermen sobre la linaza, contemplando, por entre las moletas y almireces, el correr despacioso de un ancho río cuyas aguas vienen de las tierras del oro. A veces, traídos por barcos tan viejos que cargan una estampa de otros tiempos, bajan al desembarcadero cercano unos hombres de andar agobiado, que tientan con bastones las tablas podridas del andén, como si al llegar al puerto desconfiaran todavía de las añagazas y tembladeras de la tierra. Son mineros palúdicos, caucheros que se rascan las sarnas, leprosos de las misiones abandonadas, que acuden a la farmacia, quien por quinina, quien por chalmugra, quien por azufre, y al hablar de las comarcas donde creen haber contraído sus plagas, van descorriendo, ante el oscuro pasante, las cortinas de un mundo ignorado.

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