Transformado el hablar en melodía, algunos instrumentos de la orquesta entrarían discretamente, a modo de una puntuación sonora, a encuadrar y delimitar los períodos normales del recitado, afirmándose, en estas intervenciones, la materia vibrante de que cada instrumento estuviera hecho: presencia de la madera, del cobre, de la cuerda, del parche tenso, a modo de un enunciado de aleaciones posibles.
Por otra parte, me había impresionado mucho, en aquellos días lejanos, la revelación de un tropo compostelano -Congaudeant Catholici-, en que una segunda voz era situada sobre la del cantus firmus con el papel de adornarla, de darle las melismas, las luces y sombras que no fuera decente agregar directamente al tema litúrgico, cuya pureza, así, quedaba salvaguardada: especie de guirnalda colgada de una severa columna, que nada le restaba de su dignidad, pero le añadía un elemento ornamental, flexible, ondulante. Yo veía las entradas sucesivas de las voces del coro, sobre el canto primicial del corifeo, a la manera con que éstas se ordenaban -elemento masculino, elemento femenino- en el tropo compostelano. Esto, desde luego, creaba una sucesión de acentos nuevos cuyas constantes engendraban un ritmo general: ritmo que la orquesta, con sus medios sonoros, diversificaba y coloreaba. Ahora, por vías del desarrollo, el elemento melismático pasaba al terreno instrumental, buscando planos de variación armónica y oposiciones entre los timbres puros, mientras el coro, por fin compactado, podía entregarse a una suerte de invención de la polifonía, dentro de un enriquecimiento creciente del movimiento contrapuntístico. Así pensaba yo lograr una coexistencia de la escritura polifónica y la de tipo armónico, concertadas, machihembradas, según las leyes más auténticas de la música, dentro de una oda vocal y sinfónica, en constante aumento de intensidad expresiva, cuya concepción general era, por lo pronto, bastante sensata. La sencillez del enunciado prepararía al oyente para la percepción de una simultaneidad de planos que, de haberle sido presentada de golpe, le hubiera resultado intrincada y confusa, haciéndosele posible seguir, dentro de la lógica indiscutible de su proceso, el desarrollo de una palabra-célula a través de todas sus implicaciones musicales. Había, desde luego, que desconfiar del posible desorden de estilos engendrados por esa suerte de reinvención de la música que, en lo instrumental, entrañaba riesgosas incitaciones. De lo último pensaba defenderme especulando con los timbres puros, y me citaba a mí mismo, como referencia, unos sorprendentes diálogos de flautín y contrabajo, de oboe y trombón, que había encontrado en obras de Alberic Magnard. En cuanto a la armonía, pensaba hallar un elemento de unidad en el uso habilidoso de los modos eclesiásticos, cuyos recursos inexplotados empezaban a ser aprovechados, desde hacía muy pocos años, por algunos de los músicos más inteligentes del momento… Rosario abre la puerta y la luz del día me sorprende en deleitosa reflexión.
Aún no vuelvo de mi asombro: el Treno estaba dentro de mí, pero fue resembrada su semilla y empezó a crecer en la noche del Paleolítico, allá, más abajo, en las orillas del río poblado de monstruos, cuando escuché cómo aullaba el hechicero sobre un cadáver ennegrecido por la ponzoña de un crótalo, a dos pasos de una zahurda donde estaban los cautivos postrados sobre sus excrementos y orines.
Esa noche me fue dada una gran lección por los hombres a quienes no quise considerar como hombres; por aquellos mismos que me hicieran ufanarme de mi superioridad, y que, a su vez, se creían superiores a los dos ancianos babeantes que roían huesos dejados por los perros. Ante la visión de un auténtico treno, renació en mí la idea del Treno, con su enunciado de la palabra-célula, su exorcismo verbal que se transformaba en música al necesitar más de una entonación vocal, más de una nota, para alcanzar su forma -forma que era, en ese caso, la reclamada por su función mágica, y que, por la alternación de dos voces, de dos maneras de gruñir, era, en sí, un embrión de Sonata-. Yo, el músico que contemplaba la escena, estaba añadiendo el resto: oscuramente intuía lo que había ya de futuro en ello y lo que aún le faltaba. Cobraba conciencia de la música transcurrida y de la no transcurrida…
Ahora voy corriendo, bajo la lluvia, a la casa del Adelantado, para pedirle una de sus libretas; una de esas en cuya portada se lee: Cuaderno de… Perteneciente a… -que me entrega, por cierto, con alguna mala gana-, y empiezo a esbozar ideas musicales sobre pentagramas que yo mismo trazo, sirviéndome, como regla, del lomo casi recto de un machete.
XXX
De primer intento, por fidelidad a un viejo proyecto de adolescencia, yo hubiera querido trabajar sobre el Prometeo Desencadenado de Shelley, cuyo primer acto ofrece por sí solo -como el tercio del Segundo Fausto- un maravilloso tema de cantata.
La liberación del encadenado, que asocio mentalmente a mi fuga de allá, tiene implícito un sentido de resurrección, de regreso de entre las sombras, muy conforme a la concepción original del treno, que era canto mágico destinado a hacer volver un muerto a la vida. Ciertos versos que ahora recuerdo hubieran correspondido admirablemente a mi deseo de trabajar sobre un texto hecho de palabras simples y directas: Ah me! Alas, pain, pain, pain, ever, for ever! -No change, no pause, no hope! Yet I endure!
Y luego, esos coros de montañas, de manantiales, de tormentas: de elementos que ahora me rodean y siento.
Esa voz de la tierra, que es Madre a la vez, arcilla y matriz, como las Madres de Dioses que aún reinan en la selva. Y esas «perras del infierno»
– hounds of hell- que irrumpen en el drama y aullan con más acento de ménade que de furia. Ah, I scent lije! Let mi but look into his eyes! Pero no. Es absurdo caldearse la imaginación sobre esto, puesto que no tengo el texto de Shelley ni lo tendré jamás aquí donde sólo hay tres libros: la Genoveva de Brabante de Rosario; el Líber Usualis, con los textos propios del ministerio de fray Pedro, y La Odisea de Yannes. Hojeando Genoveva de Brabante descubro con sorpresa que el asunto del cuento, si se le despoja de un estilo intolerable, no es mucho peor que el de óperas excelentes, pareciéndose bastante al de Pelleas. En cuanto a la prosa cristiana, ésta me alejaría de la idea del Treno, dando un estilo versicular, bíblico, a toda la cantata. Me queda, pues, La Odisea , cuyo texto está en español. Nunca había pensado en componer música para poema alguno escrito en ese idioma que, por sí mismo, constituiría un eterno obstáculo a la ejecución de una obra coral en cualquier gran centro artístico. Pero me enoja, de pronto, esa inconsciente confesión de un deseo de «verme ejecutado». Mi renuncia no sería verdadera nunca, mientras pudiera sorprenderme en tales resabios. Era el poeta de la isla desierta de Rainer María, y como tal debía crear, por necesidad profunda. Además, ¿cuál era mi idioma verdadero? Sabía el alemán, por mi padre. Con Ruth hablaba el inglés, idioma de mis estudios secundarios; con Mouche, a menudo el francés; el español de mi Epítome de Gramática -Estos, Fabio…- con Rosario. Pero este último idioma era también el de las Vidas de Santos, empastadas en terciopelo morado, que tanto me había leído mi madre: Santa Rosa de Lima, Rosario.
En la coincidencia matriz veo como un signo propiciatorio.
Vuelvo, pues, sin más vacilación, a La Odisea de Yannes. Su retórica empieza por descorazonarme, pues me niego a usar de fórmulas invocatorias del tipo de «Hijo de Cronos, padre mío, suprema majestad», o «Hijo de Laerte, vástago de dioses, Ulises de mil astucias». Nada resultaría más opuesto al género de texto que necesito. Leo y releo algunos pasajes, impaciente por ponerme a escribir. Me detengo varias veces sobre el episodio de Polifemo, pero en fin de cuentas lo encuentro demasiado movido y lleno de peripecias. Salgo de la casa irritado y doy vueltas bajo la lluvia, ante el escándalo de Rosario. Apenas si respondo a Tu mujer que se alarma de verme tan nervioso; pero pronto deja de preguntar, admitiendo que el varón tiene «días malos»