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«Es Santa Prisca», dijo fray Pedro, con ligero rubor.

«San Príapo debían llamarla», carcajeó al punto el Adelantado, entre las risas de las caucheros. Supe así que, desde hacía años, las paredes ruinosas del antiguo asiento franciscano albergaban las parejas que en el pueblo no hallaban donde holgarse. Tantas fornicaciones se habían sucedido en aquel lugar -afirmaba el del timón- que el mero hecho de aspirar el olor a humedad, a hongos, a lirios salvajes, que allí reinaba, bastaba para enardecer al hombre más austero, aunque fuese capuchino. Me fui a la proa, junto a Rosario, que parecía leer la historia de Genoveva de Brabante. Mouche, acostada sobre un saco de sarrapia, en medio de la barca, y que nada había entendido de lo dicho, ignoraba que acababa de ocurrir algo gravísimo en lo que se refería a nuestra vida en común. Y era que ni siquiera me sentía enojado ni tenía impulsos -en aquel instante, al menos- de castigarla por lo hecho. Por el contrario: en ese anochecer que llenaba las junqueras de sapos cantores, envuelto en el zumbido de los insectos que relevaban a los del día, me sentía ligero, suelto, aliviado por la infamia sabida, como un hombre que acaba de arrojar una carga por demasiado tiempo llevada. En la orilla se pintaron las flores de una magnolia. Pensé en el camino que mi esposa seguía cada día. Pero su figura no acabó de dibujarse claramente en mi memoria, deshaciéndose en formas imprecisas, como difuminadas. El regazo acunado de la barca me recordaba la cesta que, en mi infancia, hiciera las veces de barca verdadera en portentosos viajes. Del brazo de Rosario, cercano al mío, se desprendía un calor que mi brazo aceptaba con una rara y deleitosa sensación de escozor.

XVI

(Noche del sábado)

En la obra de construir la vivienda revela el hombre su prosapia. La casa de los griegos está hecha con los mismos materiales que sirven a los indios para levantar sus bohíos, y esa fibra, esa hoja de palmera, ese bahareque, han dictado sus normas, en función de resistencia, como ha ocurrido con todas las arquitecturas del mundo. Pero ha bastado un menor empinamiento de los aleros, una mayor anchura de las vigas de sostén, para que el hastial cobrara empaque de frontis y quedara inventado el arquitrabe. Para servir de pilastras se eligieron troncos de un mayor diámetro en la base, en virtud de una instintiva voluntad de remedar el fuste dórico.

El paisaje de piedras que nos rodea añade algo, también, a ese inesperado helenismo del ambiente.

En cuanto a los tres hermanos de Yannes, que ahora conozco, éstos reproducen, en caras de años más o menos, el mismo perfil de bajorrelieve para un arco de triunfo. Se me anuncia que en una choza cercana, que sirve de resguardo a las cabras durante la noche, se encuentra el doctor Montsalvatje -de quien ya me hablara el Adelantado la víspera-, ordenando y refrescando sus colecciones de plantas raras. Y ya viene hacia nosotros, gesticulando, hablando con engolado acento, este científico aventurero, colector de curare, de yopo, de peyotles y de cuantos tósigos y estupefacientes selváticos, de acción mal conocida aún, pretende estudiar y experimentar.

Sin interesarse mayormente por saber quiénes somos, el herborizador nos agobia bajo una terminología latina que destina a la clasificación de hongos nunca vistos, de los que tritura una muestra con los dedos, explicándonos por qué cree haberlos bautizado acertadamente. De pronto repara en que no somos botánicos, se burla de sí mismo, calificándose del Señor-de-los-Venenos, y pide noticias del mundo de donde venimos. Algo cuento en respuesta, pero es evidente -lo noto en la desatención de las gentes- que mis nuevas no interesan a nadie aquí.

El doctor Montsalvatje quería saber, en realidad, de hechos relacionados con la vida misma del río. Ahora traga un comprimido de quinina que pide a fray Pedro de Henestrosa. El lunes bajará a Puerto Anunciación con sus herbarios, para regresar muy pronto, pues ha dado con una clavaria desconocida cuyo solo olor produce alucinaciones visuales, y una crucifera cuya proximidad enmohece ciertos metales.

Los griegos se llevan el índice a la sien, como buscándose la piedra de la locura. El Adelantado se mofa de la sonoridad extraña que cobran, en su boca, ciertos vocablos indígenas. Los caucheros, en cambio, dicen que es un gran médico, y cuentan de una bolsa de humor aliviada por él con la punta de un cuchillo mellado. Rosario lo conoce, y considera su inagotable deseo de hablar, tras de larguísimos silencios, como muy propio del personaje.

Mouche, que le ha puesto el mote de Señor Macbeth y se entiende con él en francés, acaba por cansarse de sus historias de plantas y pide a Yannes que cuelgue su hamaca dentro de la casa. Fray Pedro me explica que el herborizador, nada loco, pero muy dado a fantasear, en descanso de sus soledades de meses en la espesura, se ha forjado una divertida prosapia de alquimistas y herejes que le hace proclamarse descendiente directo de Raimundo Lulio -a quien llama obstinadamente Ramón Llull-, afirmando que la obsesión del árbol, en los tratados del Doctor Iluminado, le daban ya, en los días del Ars Magna, un aire de familia. Pero el alboroto de la llegada y los primeros encuentros se aplaca en torno a las toscas bateas en que los mineros traen el queso de sus cabras, los rábanos y tomates de una diminuta huerta, junto al casabe, la sal y el aguardiente que ofrecen primero -en remembranza, tal vez involuntaria, del rito secular de la sal, el pan y el vino-. Y estamos sentados, ahora alrededor de la hoguera, unidos por la necesidad ancestral de saber el fuego vivo en la noche. Unos apoyados en un codo, otros con el mentón en las manos, el capuchino arrodillado en su hábito, las mujeres recostadas sobre una manta, Gavilán con la lengua de fuera, junto a Polifemo, el dogo tuerto de los griegos: todos miramos las llamas que crecen a saltos entre las ramas demasiado húmedas, muriendo en amarillo aquí, para renacer azules sobre una astilla propicia, mientras, abajo, los leños primeros se van haciendo brasas. Las grandes lajas paradas en el repecho pizarroso que ocupamos cobran una fantástica apostura de estelas, de cipos, de monolitos, erguidos en una escalinata cuyos peldaños cimeros se pierden en las tinieblas. La jornada fue fatigosa. Y, sin embargo, ninguno se decide a dormir. Estamos ahí, como ensalmados por el fuego, un poco ebrios de su calor, cada cual encerrado en sí mismo, pensando sin pensar, solidario de los demás por una sensación de bienestar, de sosiego, que compartimos y gozamos por una razón primordial. A poco, sobre el horizonte de bloques erráticos, se pinta una claridad fría, y la luna aparece tras de un árbol copudo, de muchas lianas, que empieza a cantar por todos sus grillos.

Pasan, graznando, dos pájaros blancos, de un volar cayéndose. Prendido el hogar, se desatan las palabras: uno de los griegos se queja de que la mina parezca exhausta. Pero Montsalvatje se encoge de hombros, afirmando que más adelante, hacia las Grandes Mesetas, hay diamantes en todos los cauces.

Con sus antiparras de ancha armadura, su calva requemada por el sol, sus manos cortas, cubiertas de pecas, de dedos carnosos que tienen algo de estrellas de mar, el Herborizador se hace un poco espíritu de la tierra, gnomo guardián de cavernas, en mi imaginación que encienden sus palabras. Habla del Oro, y al punto todos callan, porque agrada al hombre hablar de Tesoros. El narrador -narrador junto al fuego, como debe ser- ha estudiado en lejanas bibliotecas todo lo que al oro de este mundo se refiere.

Y pronto aparece, remoto, teñido de luna, el espejismo del Dorado. Fray Pedro sonríe con sorna. El Adelantado escucha con cazurra máscara, arrojando ramillas a la lumbre. Para el recolector de plantas, el mito sólo es reflejo de una realidad. Donde se buscó la ciudad de Manoa, más arriba, más abajo, en todo lo que abarca su vasta y fantasmal provincia, hay diamantes en los lodos orilleros y oro en el fondo de las aguas. «Aluviones», objeta Yannes. «Luego -arguye Montsalvatje-, hay un macizo central que desconocemos, un laboratorio de alquimia telúrica, en el inmenso escalonamiento de montañas de formas extrañas, todas empavesadas de cascadas, que cubren esta zona -la menos explorada del planeta-, en cuyos umbrales nos hallamos. Hay lo que Walter Raleigh llamara "la veta madre", madre de las vetas, paridora de la inacabable grava de material precioso arrojada a centenares de ríos.» El nombre de aquel a quien los españoles llamaban Serguaterale lleva al Herborizadpr, de inmediato, a invocar los testimonios de prodigiosos aventureros que surgen de las sombras, llamados por sus nombres, para calentar sus cotas y escaupiles a las llamas de nuestro fuego.

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