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Más aún: llegaba a preguntarme si ciertas amalgamas de razas menores, sin transplante de las cepas, eran muy preferibles a los formidables encuentros habidos en los grandes lugares de reunión de América, entre celtas, negros, latinos, indios y hasta «cristianos nuevos», en la primera hora. Porque aquí no se habían volcado, en realidad, pueblos consanguíneos, como los que la historia malaxara en ciertas encrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes razas del mundo, las más apartadas, las más distintas, las que durante milenios permanecieron ignorantes de su convivencia en el planeta.

La lluvia empezó a caer de repente, con monótona intensidad, empañando los cristales. El regreso a una atmósfera casi normal había sumido a los viajeros en una suerte de modorra. Después de comer alguna fruta, me dispuse a dormir también, notando de paso que al cabo de una semana de emprendido este viaje recuperaba la facultad de dormir a cualquier hora, que recordaba haber tenido en la adolescencia. Cuando desperté, al caer de la tarde, nos encontrábamos en una aldea de casas calizas, adosadas a la cordillera, bajo una vegetación oscura, de bosques fríos, en la que los claros conseguidos para la labranza parecían como parados en la espesura. De las copas de los árboles colgaban gruesas lianas que se mecían sobre los caminos, asperjándolos de un agua de niebla. Traída por las sombras largas de las montañas, la noche subía ya a las cumbres. Mouche se prendió de mi brazo, toda desmadejada, afirmando que la jornada la había resultado extenuante a causa de los cambios de altitud.

Tenía dolor de cabeza, se sentía febril y quería acostarse en el acto, luego de tomar algún remedio.

La dejé en una habitación enjalbegada con cal, cuyo lujo se reducía a un aguamanil y una jofaina, y me fui al comedor de la posada, que no era sino una prolongación y dependencia de la cocina, donde ardía, en gran chimenea, un fuego de leña.

Luego de comer una sopa de maíz y un recio queso montañés con olor a chivo, me sentía perezoso y feliz al claror de la hoguera. Contemplaba el juego de las llamas, cuando una silueta hizo sombra frente a mí, sentándose del otro lado de la mesa. Era la rescatada de aquella mañana, y como ahora nos llegaba muy arreglada, me divertí en detallar su gracioso atavío de buen ver. No estaba bien vestida ni mal vestida. Estaba vestida fuera de la época, fuera del tiempo, con aquella intrincada combinación de calados, fruncidos y cintas, en crudo y azul, todo muy limpio y almidonado, tieso como baraja, con algo de costurero romántico y de arca de prestidigitador.

Llevaba un lazo de terciopelo, de un azul más oscuro, prendido en el corpiño. Pidió platos cuyos nombres me eran desconocidos, y empezó a comer lentamente, sin hablar, sin alzar los ojos del hule, como dominada por una preocupación penosa. Al cabo de un rato me atreví a interrogarla, y supe entonces que le tocaría hacer un buen trecho de camino con nosotros, llevada por un piadoso deber. Venía del otro extremo del país, cruzando desiertos y páramos, atravesando lagos de muchas islas, pasando por selvas y por llanos, para llevar a su padre, muy enfermo, una estampa de los Catorce Santos Auxiliares, a cuya devoción debía la familia verdaderos milagros, y que había estado confiada hasta ahora a la custodia de una tía con medios para lucirla en altares mejor iluminados. Como habíamos quedado solos en el comedor, fue hacia una especie de armario con casillas, del que se desprendía un grato perfume a yerbas silvestres, cuya presencia, en un rincón, me tenía en curiosidad. Junto a frascos de maceraciones y vinagrillos, las gavetas ostentaban los nombres de plantas. La joven se me acercó y, sacando hojas secas, musgos y retamas, para estrujarlas en la palma de su mano, empezó a alabar sus propiedades, identificándolas por el perfume.

Era la Sábila Serenada, para aliviar opresiones al pecho, y un Bejuco Rosa para ensortijar el pelo; era la Bretónica para la tos, la Albahaca para conjurar la mala suerte, y la Yerba de Oso, el Angelón, la Pitahaya, y el Pimpollo de Rusia, para males que no recuerdo. Esa mujer se refería a las yerbas como si se tratara de seres siempre despiertos en un reino cercano aunque misterioso, guardado por inquietantes dignatarios. Por su boca las plantas se ponían a hablar y pregonaban sus propios poderes.

El bosque tenía un dueño, que era un genio que brincaba sobre un solo pie, y nada de lo que creciera a la sombra de los árboles debía tomarse sin pago. Al entrar en la espesura para buscar el retoño, el hongo o la liana que curaban, había que saludar y depositar monedas entre las raíces de un tronco anciano, pidiendo permiso. Y había que volverse deferentemente al salir, y saludar de nuevo, pues millones de ojos, vigilaban nuestros gestos desde las cortezas y las frondas. No sabría decir por qué esa mujer me pareció muy bella, de pronto, cuando arrojó a la chimenea un puñado de gramas acremente olorosas, y sus rasgos fueron acusados en poderoso relieve por las sombras. Iba yo a decir alguna elogiosa trivialidad cuando me dio bruscamente las buenas noches, alejándose de las llamas. Me quedé solo contemplando el fuego. Hacía mucho tiempo que no contemplaba el fuego.

IX

(Más tarde)

A poco de quedar solo frente al fuego oí algo como pequeñas voces en un rincón de la sala. Alguien había dejado prendido un aparato de radio, de viejísima estampa, entre las mazorcas y cohombros de una mesa de cocina. Iba a apagarlo cuando sonó, dentro de aquella caja maltrecha, una quinta de trompas que me era harto conocida. Era la misma que me hiciera huir de una sala de conciertos no hacía tantos días. Pero esta noche, cerca de los leños que se rompían en pavesas, con los grillos sonando entre las vigas pardas del techo, esa remota ejecución cobraba un misterioso prestigio. Los ejecutantes sin rostros, desconocidos, invisibles, eran como expositores abstractos de lo escrito. El texto, caído al pie de estas montañas, luego de volar por sobre las cumbres, me venía de no se sabía dónde con sonoridades que no eran de notas, sino de ecos hallados en mí mismo. Acercando la cara, escuché.

Ya la quinta de trompas era aleteada en tresillos por los segundos violines y los violoncellos; pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante una fuerza de súbito desatada. Y fue, en un desgarre de sombras tormentosas, el primer tema de la Novena Sinfonía. Creí respirar de alivio en una tonalidad afirmada, pero un rápido apagarse de las cuerdas, derrumbe mágico de lo edificado, me devolvió al desasosiego de la frase en gestación. Al cabo de tanto tiempo sin querer saber de su existencia, la oda musical me era devuelta con el caudal de recuerdos que en vano trataba de apartar del crescendo que ahora se iniciaba, vacilante aún y como inseguro del camino. Cada vez que la sonoridad metálica de un corno apoyaba un acorde, creía ver a mi padre, con su barbita puntiaguda, adelantando el perfil para leer la música abierta ante sus ojos, con esa peculiar actitud del cornista que parece ignorar, cuando toca, que sus labios se adhieren a la embocadura de la gran voluta de cobre que da un empaque de capitel corintio a toda su persona. Con ese mimetismo singular que suele hacer flacos y enjutos a los oboístas, jocundos y mofletudos a los trombones, mi padre había terminado por tener una voz de sonoridad cobriza, que vibraba nasalmente cuando, sentándome en una silla de mimbre, a su lado, me mostraba grabados en que eran representados los antecesores de su noble instrumento: olifantes de Bizancio, buxines romanos, añafiles sarracenos y las tubas de plata de Federico Barbarroja. Según él, las murallas de Jericó sólo pudieron haber caído al llamado terrible del horn, cuyo nombre, pronunciado con rodada erre, cobraba un peso de bronce en su boca.

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