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Aquellos dos -el Adelantado y Yannes- que están arrodillados a ambos lados del altar, flacos, renegridos, uno con cara de labriego extremeño, otro con perfil de algebrista recién asentado en los Libros de la Casa de la Contratación, son soldados de la Conquista, hechos a la cecina y a lo rancio, curtidos por las fiebres, mordidos de alimañas, orando con estampa de donadores, junto al morrión dejado entres las yerbas de acres savias. Miserere nostri, Dómine, miserere nostri. Fiat misericordia -salmiza el capellán de la Entrada, con acento que detiene el tiempo-. Acaso transcurre el año 1540. Nuestras naves han sido azotadas por una tempestad y nos narra el monje ahora, a tenor de la sacra escritura, cómo fue hecho en el mar tan gran movimiento que el barco se cubría de las ondas; mas El dormía, y llegándose sus discípulos le despertaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos; y El les dice: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?, y entonces, levantándose, reprendió a los vientos y a la mar y fue grande bonanza. Acaso transcurre el año 1540. Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No hemos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho antes.

Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval. Los enlistados en la magna empresa no salen del Viejo Mundo por puertas de columnas tomadas al Palladio, sino pasando bajo el arco románico, cuya memoria llevaron consigo al edificar sus primeros templos del otro lado del Mar Océano, sobre el sangrante basamento de los teocalli. La cruz románica, vestida de tenazas, clavos y lanzas, fue la elegida para pelear con los que usaban parecidos enseres de holocausto en sus sacrificios. Medievales son los juegos de diablos, paseos de tarascas, danzas de Pares de Francia, romances de Carlomagno, que tan fielmente perduran en tantas ciudades que hemos atravesado recientemente.

Y me percato ahora de esta verdad asombrosa: desde la tarde del Corpus en Santiago de los Aguinaldos, vivo en la temprana Edad Media. Puede pertenecer a otro calendario un objeto, una prenda de vestir, un remedio. Pero el ritmo de vida, los modos de navegación, el candil y la olla, el alargamiento de las horas, las funciones trascendentales del Caballo y del Perro, el modo de reverenciar a los Santos, son medievales -medievales como las prostitutas que viajan de parroquia a parroquia en días de feria, como los patriarcas bragados, orgullosos en reconocer cuarenta hijos de distintas madres que les piden la bendición al paso-. Comprendo ahora que he convivido con los burgueses de buen trago, siempre prestos a catar la carne de alguna moza del servicio, cuya vida jocunda me hiciera soñar tantas veces en los museos; he trinchado los lechoncillos de tetas chamuscadas, de sus mesas, y he compartido la desmedida afición por las especias que les hicieron buscar los nuevos caminos de Indias. En cien cuadros había conocido yo sus casas de toscas baldosas rojas, sus cocinas enormes, sus portones claveteados.

Conocía esos hábitos de llevar el dinero prendido del cinturón, de bailar danzas de pareja suelta, de preferir los instrumentos de plectro, de echar los gallos a pelear, de armar grandes borracheras en torno a un asado. Conocía a los ciegos y baldados de sus calles; los emplastos, solimanes y bálsamos curanderos con que aliviaban sus dolores.

Pero los conocía a través del barniz de las pinacotecas, como testimonio de un pasado muerto, sin recuperación posible. Y he aquí que ese pasado, de súbito, se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Que vislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de viajar en el tiempo, como otros viajan en el espacio…

líe misa est, Benedicamos Dómino, Dea Grafías. Había concluido la misa, y con ella el Medioevo. Pero las fechas seguían perdiendo guarismos. En fuga desaforada, los años se vaciaban, destranscurrían, se borraban, rellenando calendarios, devolviendo lunas.

pasando de los siglos de tres cifras al siglo de los números. Perdió el Graal su relumbre, cayeron los clavos de la cruz, los mercaderes volvieron al templo, borróse la estrella de la Natividad, y fue el Año Cero, en que regresó al cielo el Ángel de la Anunciación.

Y tornaron a crecer las fechas del otro lado del Año Cero -fechas de dos, de tres, de cinco cifras -, hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura al fijar sus primeras aldeas en las orillas de los ríos, y, necesitado de mayor música, pasó del bastón de ritmo al tambor que era un cilindro de madera ornamentado al fuego, inventó el órgano al soplar en una caña hueca, y lloró a sus muertos haciendo bramar un ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica. Quienes dictan leyes aquí, quienes tienen derecho de vida y muerte sobre nosotros, quienes tienen el secreto de los alimentos y tósigos, quienes inventan las técnicas, son hombres que usan el cuchillo de piedra y el rascador de piedra, el anzuelo de espina y el dardo de hueso. Somos intrusos, forasteros ignorantes -metecos de poca estadía-, en una ciudad que nace en el alba de la Historia.

Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encenderlo nuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.

XXIII

(Jueves, 21 de junio)

Conozco el secreto del Adelantado. Ayer me lo confió, junto al fuego, cuidando de que Yannes no pudiese oírnos. Hablan de sus hallazgos de oro; lo creen rey de antiguos cimarrones, le atribuyen esclavos; otros se imaginan que tiene varias mujeres en un selvático gineceo, y que sus solitarios viajes se deben a la voluntad de que sus amantes no vean otros hombres. La verdad es mucho más hermosa.

Cuando me fue revelada en pocas palabras, quedé maravillado por el vislumbre de una posibilidad jamás imaginada -estoy seguro de ello- por hombre alguno de mi generación. Antes de dormirme en la noche del colgadizo, donde el leve balanceo de nuestras hamacas arranca un acompasado crujido a las cabuyeras, digo a Rosario, a través de los estambres, que proseguiremos el viaje durante algunos días.

Y cuando temo encontrar alguna fatiga, algún desaliento, o una pueril preocupación por regresar, me responde un animoso consentimiento. A ella no importa adónde vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario no existe la noción de estar lejos de algún lugar prestigioso, particularmente propicio a la plenitud de la existencia. Para ella, que ha cruzado fronteras sin dejar de hablar 'el mismo idioma y que jamás pensó en atravesar el Océano, el centro del mundo está donde el sol, a mediodía, la alumbra desde arriba.

Es mujer de tierra, y mientras se ande sobre la tierra y se coma, y haya salud, y haya hombres a quien servir de molde y medida con la recompensa de aquello que llama «el gusto del cuerpo», se cumple un destino que más vale no andar analizando demasiado, porque es regido por «cosas grandes», cuyo mecanismo es oscuro, y que, en todo caso, rebasan la capacidad de interpretación del ser humano. Por lo mismo, suele decir que «es malo pensar en ciertas cosas». Ella se llama a sí misma Tu mujer, refiriéndose a ella en tercera persona: «Tu mujer se estaba durmiendo; Tu mujer te buscaba»… Y en esa constante reiteración del posesivo encuentro como una solidez de concepto, una cabal definición de situaciones, que nunca me diera la palabra esposa. Tu mujer es afirmación anterior a todo contrato, a todo sacramento. Tiene la verdad primera de esa matriz que los traductores mojigatos de la Biblia sustituyen por entrañas, restando fragor a ciertos gritos proféticos.

Además, esta definidora simplificación del texto es habitual en Rosario. Cuando alude a ciertas intimidades de su naturaleza que no debo ignorar como amante, emplea expresiones a la vez inequívocas y pudorosas que recuerdan las «costumbres de mujeres» invocadas por Raquel ante Labán. Todo lo que pide Tu mujer esta noche es que yo la lleve conmigo adonde vaya. Agarra su hato y sigue al varón sin preguntar más. Muy poco sé de ella. No acabo de comprender si es desmemoriada o no quiere hablar de su pasado. No oculta que vivió con otros hombres. Pero éstos marcaron etapas de su vida cuyo secreto defiende con dignidad -o tal vez porque crea poco delicado dejarme suponer que algo ocurrido antes de nuestro encuentro pueda tener alguna importancia-. Este vivir en el presente, sin poseer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana, me resulta asombroso. Y, sin embargo, es evidente que esa disposición de ánimo debe ensanchar considerablemente las horas de sus tránsitos de sol a sol. Habla de días que fueron muy largos y de días que fueron muy breves, como si los días se sucedieran en tiempos distintos -tiempos de una sinfonía telúrica que también tuviese sus andantes y adagios, entre jornadas llevadas en movimiento presto. Lo sorprendente es que -ahora que nunca me preocupa la hora- percibo a mi vez los distintos valores de los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, la parsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónito ante todo lo que cabe en ciertos tiempos de esta sinfonía que estamos leyendo al revés, de derecha a izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo hacia los compases del Génesis. Porque, al atardecer, hemos caído en el habitat de un pueblo de cultura muy anterior a los hombres con los cuales convivimos ayer. Hemos salido del paleolítico -de las industrias paralelas a las magdalenienses y aurignacienses, que tantas veces me hubieran detenido al borde de ciertas colecciones de enseres líticos con un «no va más» que me situaba al comienzo de la noche de las edades-, para entrar en un ámbito que hacía retroceder los confines de la vida humana a lo más tenebroso de la noche de las edades. Esos individuos con piernas y brazos que veo ahora, tan semejantes a mí; esas mujeres cuyos senos son ubres flaccidas que cuelgan sobre vientres hinchados; esos niños que se estiran y ovillan con gestos felinos; esas gentes que aún no han cobrado el pudor primordial de ocultar los órganos de la generación, que están desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antes del pecado, son hombres, sin embargo. No han pensado todavía en valerse de la energía de la semilla; no se han asentado, ni se imaginan el acto de sembrar; andan delante de sí, sin rumbo, comiendo corazones de palmeras, que van a disputar a los simios, allí arriba, colgándose de las techumbres de la selva.

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