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También sería útil recoger algunos de los cantos de indios de este lugar, muy bellos dentro de su elementalidad, con sus escalas singulares, destructoras de esa otra noción generalizada según la cual los indios sólo saben cantar en gamas pentáfonas… Pero, de pronto, me enojo conmigo mismo, al verme entregado a tales cavilaciones. He tomado la decisión de quedarme aquí y debo dejar de lado, de una vez, esas vanas especulaciones de tipo intelectual.

Para zafarme de ellas me pongo la poca ropa que aquí uso y voy a reunirme con los que están acabando de construir la iglesia. Es una cabaña redonda, amplia, de techo puntiagudo como el de las churuatas, de hojas de moriche sobre viguetería de ramas, rematada por una cruz de madera. Fray Pedro se ha empeñado en que las ventanas tuviesen un figuración gótica, con arco quebrado, y el repetido encuentro de dos líneas curvas en una pared de bahareque es, en estas lejanías, una premonición de canto llano. Colgamos un tronco ahuecado de la espadaña, pues, a falta de campanas, lo que sonará aquí es una suerte de teponaxtle ideado por mí. La fabricación de aquel instrumento me fue sugerida por el tambor-bastón-de-ritmo que está en la choza, y me es preciso confesar que el estudio de su principio resonante se acompañó de una prueba dolorosa. Cuando, dos días antes, desaté las lianas que sujetaban las esteras protectoras, éstas, hinchadas por la humedad, se atiesaron de golpe, echando a rodar la jarra funeraria, las sonajeras, los caramillos, sobre el suelo. De pronto me vi rodeado de objetos-acreedores, y de nada me sirvió arrinconarlos, como a niños castigados, para olvidar su acusadora presencia. Vine a estas selvas, solté mi fardo, hallé mujer, gracias al dinero que debo a estos instrumentos que no me pertenecen. Por evadirme estoy atando, desde aquí, a mi fiador. Y me digo que lo estoy atando, porque el Curador aceptará seguramente la responsabilidad de mi defección, devolviendo los fondos que se me entregaron, a costa de empeños, sacrificios y, tal vez, de préstamos usurarios.

Yo sería feliz, plácidamente feliz, si junto a la cabecera de mi hamaca no se hallaran esas piezas de museo, en perpetuo reclamo de fichas y vitrinas.

Debería sacar esos instrumentos de aquí, romperlos acaso, enterrar sus restos al pie de alguna peña. No puedo hacerlo, sin embargo, porque mi conciencia ha vuelto al asiento desertado, y tanto la tuve ausente que me ha venido llena de desconfianza y resquemores.

Rosario sopla en una de las cañas de la botija ritual y suena un bramido bronco, como de animal caído en las tinieblas de un pozo. La aparto con un gesto tan brusco, que se aleja, dolida, sin comprender. Para desarrugar su ceño, le cuento la razón de mi enojo. Ella no demora en dar con la solución más simple: enviaré esos instrumentos a Puerto Anunciación, dentro de algunos meses, cuando el Adelantado haga su viaje acostumbrado, para proveerse de remedios indispensables y reponer algún enser dañado por el mucho uso. Allí se encargará una hermana suya de hacerles descender el río hasta donde haya correo. Mi conciencia deja de torturarme, pues el día en que los bultos se pongan en camino habré pagado las llaves de la evasión.

XXVII

He ascendido al cerro de los petroglifos con fray Pedro, y ahora descansamos sobre un suelo de esquistos, accidentado de peñas negras erguidas contra el viento por todos sus filos, o derribados a modo de ruinas, de escombros, entre vegetaciones que parecen recortadas en fieltro gris. Hay algo remoto, lunar, no destinado al hombre, en esta terraza que conduce a las nubes, y que surca un arrojo de agua helada, que no es agua de manantiales, sino agua de nieblas. Me siento vagamente inquieto -un poco intruso, por no decir sacrilego- al pensar que con mi presencia se rompe el arcano de una teratología de lo mineral, cuya grandiosa aridez, obra de una erosión milenaria, pone al desnudo un esqueleto de montañas que parece hecho con piedras de azufre, lavas, calcedonias molidas, escorias plutonianas. Hay gravas que me hacen pensar en mosaicos bizantinos que se hubieran desprendido de sus paredes en alud, y que, recogidos a paletadas, hubiesen sido arrojados aquí, allá, a modo de una aventada de cuarzo, oro y cornalinas. Para llegar hasta aquí hemos atravesado durante dos jornadas -por caminos cada vez más limpios de reptiles, ricos en orquídeas y en árboles florecidos- las Tierras del Ave. De sol a sol nos escoltaron los guacamayos fastuosos y las cotorras rosadas, con el tucán de grave mirar, luciendo su peto de esmalte verdeamarillo, su pico mal soldado a la cabeza -el pájaro teológico que nos ha gritado: ¡Dios te ve!, a la hora del crepúsculo, cuando los malos pensamientos mejor solicitan al hombre-. Vimos a los colibríes, más insectos que pájaros, inmóviles en su vertiginosa suspensión fosforescente, sobre la sombra parsimoniosa de los paujíes vestidos de noche; alzando los ojos, conocimos la percutiente laboriosidad de los carpinteros listados de oscuro, el alborotoso desorden de los silbadores y gorjeadores metidos en los techos de la selva, asustados de todo, más arriba de los comadreos de pericos y catalnicas, y de tantos pájaros hechos a todo pincel, que a falta de nombre conocido -me dice fray Pedro- fueron llamados «indianos girasoles» por los hombres de armaduras. Así como otros pueblos tuvieron civilizaciones marcadas por el signo del caballo o del toro, el indio con perfil de ave puso sus civilizaciones bajo la advocación del ave. El dios volante, el dios pájaro, la serpiente emplumada, están en el centro de sus mitologías, y todo cuanto es bello para él se adorna de plumas. De plumas fueron las tiaras de los emperadores de Tenochtitlán, como son hoy de plumas los ornamentos de las flautas, los objetos de juego, las vestimentas festivas y rituales de los que aquí he conocido. Admirado por la revelación de que vivo ahora en las Tierras del Ave, emito alguna fácil opinión acerca de la probable dificultad de hallar, en las cosmogonías de estas gentes, algún mito coincidente con los nuestros. Fray Pedro me pregunta si he leído un libro llamado el Popol-Vuh, cuyo mismo nombre me era desconocido. «En ese texto sagrado de los antiguos quitchés -afirma el fraile-, se inscribe ya, con trágica adivinación, el mito del robot; más aún: creo que es la única cosmogonía que haya presentido la amenaza de la máquina y la tragedia del Aprendiz de Brujo.» Y, sorprendiéndome con un lenguaje de estudioso, que debió ser el suyo antes de endurecer en la selva, me cuenta de un capítulo inicial de la Creación, en que los objetos y enseres inventados por el hombre, y usados con ayuda del fuego, se rebelan contra él y le dan muerte; las tinajas, los comales, los platos, las ollas, las piedras de moler y las casas mismas, en pavoroso apocalipsis que atruenan con sus ladridos los perros enrabecidos y sublevados, aniquilan una generación humana… De eso me habla aún cuando alzo los ojos, y me veo al pie del paredón de roca gris en que aparecen hondamente cavados los dibujos que se atribuyen al demiurgo vencedor del Diluvio y repoblador del mundo, por una tradición que ha llegado a oídos de los más primitivos habitantes de la selva de abajo. Estamos aquí en el Monte Ararat de este vasto mundo. Estamos donde llegó el arca y encalló con sordo embate, cuando las aguas comenzaron a retirarse y hubo regresado la rata con una mazorca de maíz entre las patas. Estamos donde el demiurgo arrojó piedras a sus espaldas, como Deucalión, para dar nacimiento a una nueva generación humana. Pero ni Deucalión, ni Noé, ni Unapishtim, ni los Noés chinos o egipcios, dejaron su rúbrica fijada por los siglos en el lugar de arribo. Aquí, en cambio, hay enormes figuras de insectos, de serpientes, seres del aire, bestias de las aguas y de la tierra, figuraciones de lunas, soles y estrellas, que alguien ha cavado ahí, con ciclópeo cincel, mediante un proceso que no acertamos a explicarnos. Hoy mismo sería imposible erigir en tal lugar el andamiaje gigantesco que levantara un ejército de talladores de piedras hasta donde pudieran atacar el paredón de roca con sus herramientas, dejándolo tan firmemente marcado como está… Ahora fray Pedro me lleva al otro extremo de los Signos y me muestra, de aquel lado de la montaña, una suerte de cráter, de ámbito cerrado, en cuyo fondo medran pavorosas yerbas. Son como gramíneas membranosas, cuyas ramas tienen una mórbida redondez de brazo y de tentáculo. Las hojas enormes, abiertas como manos, parecen de flora submarina, por sus texturas de madrépora y de alga, con flores bulbosas, como faroles de plumas, pájaros colgados de una vena, mazorcas de larvas, pistilos sanguinolentos, que les salen de los bordes por un proceso de erupción y desgarre, sin conocer la gracia de un tallo. Y todo eso, allá abajo, se enrevesa, se enmaraña, se anuda, en un vasto movimiento de posesión, de acoplamiento, de incestos, a la vez mostruoso y orgiástico, que es suprema confusión de las formas. «Estas son las plantas que han huido del hombre en un comienzo -me dice el fraile-. Las plantas rebeldes, negadas a servirle de alimento, que atravesaron ríos, escalaron cordilleras, saltaron por sobre los desiertos, durante milenios y milenios, para ocultarse aquí, en los últimos valles de la Prehistoria.» Con mudo estupor me doy a contemplar lo que en otras partes es fósil, se pinta en hueso o duerme, petrificado, en las vetas de la hulla, pero sigue viviendo aquí, en una primavera sin fecha, anterior a los tiempos humanos, cuyos ritmos no son acaso los del año solar, arrojando semillas que germinan en horas, o, por el contrario, demoran medio siglo en parar un árbol.

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